Soy una servidora pública, fiel cumplidora de lo que la administración espera de mí, una subordinada a la institución. Pero no a sus pies, reverendísima majestad burocrática. Aquí me tiene pensando y besando con dedos las teclas, pidiendo que también usted sea una activista, que se contagie de ese espíritu de incorformismo y justicia, que predomine la razón de un hacer responsable y con sentido, y no la obediencia acrítica.
En los años impares. Esa es la cadencia habitual del acceso a la docencia en enseñanza secundaria. Algo que sería impensable en otros servicios públicos. Que fuera bianual, por ejemplo, la gran ceremonia del examen del MIR y que quienes rechazaran una plaza de atención primaria tuvieran que esperar dos años para intentar acceder a otra especialidad. O que no se celebraran todos los años las oposiciones a jueces, fiscales, policías, guardias civiles y tantas otras profesiones del sector público. Sin embargo, desde hace tiempo las oposiciones del profesorado se convocan en muchas comunidades así. Y no parece atisbarse el regreso a las convocatorias anuales con que antes se accedía a la función pública docente.
De hecho, ni siquiera son siempre cada dos años. En la década pasada las oposiciones de secundaria eran en los años pares, pero no se convocaban en todas las especialidades. Por motivos pandémicos no las hubo en 2020 (aunque ese año sí hubo EBAU), así que quienes terminaron el máster de profesorado de secundaria en 2018 debieron esperar tres años para opositar por primera vez y cinco para tener una segunda oportunidad de hacerlo porque ya no volvieron a ser en los años pares.
La pandemia acusó más intensamente ese defecto estructural en el acceso a la función pública en secundaria por el cual los egresados del máster se dividen en dos grupos: los de la cohorte que ha de esperar un año para poder opositar por primera vez y los que tienen que esperar dos para poder hacerlo. Un tiempo muy bien aprovechado como nicho de negocio por esas academias privadas en las que sacan un sobresueldo algunos funcionarios públicos que fueron opositores exitosos o que en algún momento formaron parte de un tribunal
Parecía difícil empeorar el sistema español de acceso a los cuerpos docentes heredado del siglo pasado, pero en los últimos años se ha demostrado que es posible hacerlo. Y no solo por las oposiciones bianuales, sino por las fechas de las convocatorias, la organización de las pruebas, las competencias valoradas y la burocratización paroxística de esos procesos. Obviaremos aquí lo relativo a la situación de ese cuerpo, ya casi estructural, de los mal llamados interinos (según la RAE “que sirve por algún tiempo supliendo la falta de otra persona o cosa”; de ad interim: “en el periodo provisional”). Tan solo convendrá recordar que su número no debería llegar nunca a las dos cifras porcentuales y que la falta de planificación ha hecho que ese cuerpo tácito de los interinos constituya casi un tercio de las plantillas docentes.
Hace cuarenta años no había Internet, ni ordenadores, ni máquinas de escribir electrónicas, como mucho, eléctricas, pero las oposiciones, que en lo sustancial no eran tan distintas a las actuales, no empezaban en secundaria hasta el 1 de julio. Ahora son miles los profesores interinos o los miembros de los tribunales que han de postergar su trabajo docente e incluso abandonarlo antes de terminar las tareas en su instituto para comenzar en el mes de junio las oposiciones. Un proceso que, nadie sabe por qué (o sí), parece que debiera estar concluido antes de mediados de julio. Este deterioro de nuestra función propia, la docencia, por las exigencias de la burocracia solo tiene parangón en la anticipación de más de un mes en el final del curso en 2º de bachillerato por la celebración de otra prueba, la PAU, que en estos tiempos radicalmente digitalizados ha de realizarse bastantes semanas antes de lo que se hacía en la época del COU, cuando no había Internet, ni ordenadores, ni máquinas de escribir electrónicas. Y es que, curiosamente, en relación con las burocracias selectivas de docentes y discentes, parece que la digitalización administrativa ha intensificado en la erosión del tiempo escolar.
Así que la fecha de la primera convocatoria de oposiciones bien puede ser hacia la tercera semana de junio y estar acordada entre las administraciones autonómicas para evitar un, supuestamente pernicioso, efecto llamada por el que, además de no poder intentarlo más que una vez cada dos años, los aspirantes a la docencia tampoco pueden demostrar sus competencias en más de un lugar. Tiempo y espacio jibarizados para los participantes en estos procesos de selección.
Mucho podría decirse también de un sistema que parece cuestionar el valor de la formación y evaluación universitaria al considerar determinante lo que el opositor sea capaz de redactar durante dos horas sobre Nietzsche y la crisis de la cultura occidental, sobre las funciones exponenciales y logarítmicas, sobre la monarquía hispánica bajo los Austrias, sobre la membrana plasmática y la pared celular o sobre la lírica en el Barroco. No se cae en la cuenta de que buena parte de los aspirantes tienen ya sobradamente acreditados tales conocimientos con las calificaciones que obtuvieron en las asignaturas correspondientes de su grado universitario. Por lo demás, los exotitulados podrán sortear sin problema aquellos contenidos de la especialidad docente a la que aspiran, pero que no estudiaron en su formación universitaria, simplemente con evitar tales temas si les salen en el sorteo. Debe recordarse que los conocimientos disciplinares adquiridos en la licenciatura o el grado, al igual que los demostrados en las oposiciones, son acreditados a perpetuidad y no cabe suponer que lo escrito en dos horas, a partir del azar de las cuatro bolas y el azar de los miembros de los tribunales que lo valoran, va a ser mejor para determinar la competencia disciplinar que las calificaciones ya acreditadas en los años de formación universitaria.
Por otra parte, causa perplejidad la situación de las oposiciones de secundaria en las comunidades en las que hacia la tercera semana de junio los aspirantes hacen la parte B de la primera prueba y una semana después la parte A. Nadie se pregunta por el motivo de ese extraño orden. Quizá sea la vistosidad de la ceremonia de las bolitas y los temas que “han caído”, quizá sea porque “siempre se hizo así” o, tal vez, por la tendencia a consagrar ese prejuicio según el cual la teoría siempre va antes y es más importante que la práctica. Lo cierto es que algunas administraciones autonómicas apuestan por contrariar el orden propuesto en el Real Decreto 276/2007, haciendo que la parte B se haga antes que la parte A. Sin embargo, estaría bien preguntarse por qué en otras (por ejemplo, en Cataluña) se hace antes la parte A (la práctica) y después la parte B (la teórica). O por qué allí se pondera aquella con un 70 % de la calificación de esa prueba y esta con un 30 %. Parece indudable que el seny catalán es en este caso mucho más razonable para la selección de los profesionales de la docencia al reconocer que sus conocimientos de la especialidad ya han sido acreditados en los estudios universitarios, y dar más valor en la oposición a las competencias prácticas para la enseñanza de la especialidad.
Además de la ausencia de reflexión sobre este proceso, es notable el nivel de deshumanización al que se ha llegado. Y es que muchas veces las peores ideas son las que con más facilidad se contagian. Un ejemplo es la coordinación de fechas para prevenir el llamado efecto llamada. Otro, esa nueva tipología que se está incorporando ahora a la historia universal de la burocracia: la de los opositores silentes.
En la primera prueba, algunas administraciones autonómicas vienen innovando con un procedimiento que mantiene todo lo malo de los procedimientos anteriores, pero añade algo que casi cabe calificar de perverso: que el opositor no esté presente en el lugar en que el tribunal valora su competencia para esta profesión. En muchas comunidades siguen siendo solo dos horas (no se olvide: dos horas cada dos años) el tiempo del que se dispone para desarrollar cada parte de la prueba. Y se sigue haciendo como siempre: a mano, con las cabezas gachas y las orejas descubiertas (quizá porque se presume que entre los aspirantes a la docencia podría haber delincuentes). Sin embargo, ya no se les convoca para que unos días después lean sus textos ante el tribunal. Por mor de la objetividad es el propio tribunal el que los lee (quizá porque se presume que entre sus miembros podría haber docentes dispuestos a corromperse -y eso que han sido designados por sorteo y sus calificaciones se anulan si se distancian en tres puntos o más-). Así que en unos tribunales leerán el presidente o los vocales que tienen mejor ojo para cualquier tipo de letra y en otros lo harán por turnos todos sus miembros. Ellos sabrán. Lo cierto es que ya no es el autor de la materia escrita el que le pone alma con su propia voz al trabajo realizado, porque es otro quien ahora lo hace. Parecía imposible empeorar esos quince minutos en que otros opositores han de “cantar” un tema (para beneficio de otras academias aún más particulares), pero en el acceso a la función pública docente se acaba de inventar otro proceso alienante (de aliēnus, ajeno, extraño, perteneciente a otro): el de los opositores silentes. Así que, en este momento definitivo y único para cada aspirante, entre su trabajo escrito y la escucha del tribunal se interpondrá la voz de otro, las dudas lectoras de otro, los énfasis o letanías de otro. Un escenario, entre kaffkiano y distópico, que confirma los temores que expresó Platón en el Fedro.
El paroxismo burocrático llega a considerar que la deshumanización es la mejor forma de seleccionar a los futuros educadores. Por eso en algunos documentos publicados por las administraciones para la organización de estos procesos hay un apartado con "criterios de penalización" (sic) en los que, por ejemplo, en cada especialidad se define cuánto se ha de restar por faltas de ortografía (y no es Lengua y Literatura la más exigente) y en todas ellas se incluye como criterio universal el cero absoluto ante la supuesta ilegibilidad del texto. Así, la mala letra de algunos premios Nobel les impediría aspirar a ser profesores de secundaria en algunas comunidades autónomas españolas. Por ilegibles.
Seguramente, las academias privadas de preparación de oposiciones ya estarán restando parte del tiempo que dedicaban antes a las virtudes de la oralidad (no para el aula dialógica sino para los tribunales de oposiciones) para trabajar con más énfasis las destrezas caligráficas (no, obviamente, para el uso escolar de los medios digitales sino para facilitar la lectura en voz alta por parte de los tribunales). Produce rubor escribir esto en 2025. Y debería producir vergüenza a los que contagian o aceptan acríticamente estas prácticas sin reparar en que los opositores silentes tendrán que trabajar (trabajan ya) en un mundo en el que la inteligencia artificial convierte en ridículo todo el celo puesto en unas prácticas paleoburocráticas.
Pero nada es inocente. Estas derivas deshumanizadoras y alienantes sintonizan con una concepción naif de lo educativo, con una tecnofilia rancia que desde la pandemia viene generando la atomización de las prácticas, el desarrollo de entornos digitales sin contornos educativos y cercenamiento de los procesos deliberativos y prácticas colegiadas en momentos tan cruciales de nuestro trabajo como las sesiones de evaluación final del alumnado, en las que cada vez hay más evaluadores silentes. Por eso, nada es inocente. Y por eso es tan grave que quienes formarán a los jóvenes que llegarán a conocer el siglo XXII sean tratados como opositores silentes.
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