(Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 6 de mayo de 2025)
Todo ello afecta también a los docentes ya que, por muy ricos y variados que sean los instrumentos y referentes de evaluación y por muy refinada que sea la forma en que traducen a una expresión numérica, lo cierto es que la calificación final de cada materia se ha de sintetizar en un número entero y ello plantea algunos problemas. Por ejemplo, si en el cálculo de la nota final un alumno obtiene un 7,6 y otro un 8,4 es posible que ambos acaben siendo calificados con un 8 a pesar de que su evaluación efectiva se distancia en casi un punto. Esto hace que las calificaciones finales puedan estar afectadas por cierto grado de incertidumbre ya que ese efecto puede beneficiar a unos (si han tenido más redondeos al alza en sus materias) y perjudicar a otros (si sus redondeos han sido en mayor medida a la baja). Esta incertidumbre se convierte en sesgo si quien evalúa, en lugar de hacer ese redondeo, decide truncar todas sus calificaciones al entero inferior o, por el contrario, decide elevarlas todas al entero superior.
En países como Portugal, donde las calificaciones van del 0 al 20, esas incertidumbres son menores, pero la escala española genera imprecisiones significativas que solo pueden reducirse si en las juntas de evaluación final se dedica mucha atención a la forma en que se adoptan las decisiones finales sobre las calificaciones del alumnado
Estos problemas en la evaluación final se suman a otros efectos algorítmicos[1] indeseables como son la incertidumbre derivada de que la media del bachillerato se exprese con dos decimales mientras que la nota media de la PAU se expresa con tres. O, aún más grave, el sesgo en las calificaciones finales con que se accede a los grados de España derivado de que en unos distritos universitarios los correctores de las pruebas de acceso a la universidad expresan sus calificaciones con un decimal mientras que en otros las expresan con redondeos al medio punto superior.Lo relativo a los algoritmos usados para obtener las calificaciones de acceso a la universidad es menos conocido, pero los docentes de COU y bachillerato hemos sido conscientes durante décadas de la responsabilidad que supone emitir las calificaciones con números enteros y por eso las sesiones finales de evaluación en esos niveles han tenido siempre un carácter deliberativo muy especial. De hecho, en la mayoría de los centros se les ha reservado más tiempo y, al contrario de lo que sucede en las otras sesiones, las calificaciones se expresan oralmente y no se concretan hasta esa última reunión del curso.
Eso es lo que establecen las normas y lo que permite que las juntas de evaluación final puedan conciliar, de la mejor manera posible, el hecho de que las calificaciones sean por materias y se expresen en números enteros con el carácter colegiado de las decisiones que se han de tomar. Solo así es posible considerar todos los condicionantes, todos los efectos y todas las incertidumbres para conseguir que los resultados que los alumnos obtienen en bachillerato sean justos y estén exentos, en la medida de lo posible, de sesgos e imprecisiones.
Por tanto, la sensatez y las normas obligan a deliberar sobre la evaluación final del alumnado, evitando considerar como caja negra privada la calificación en las distintas materias y como mera yuxtaposición de números enteros su evaluación final. Sin embargo, hay quienes pretenden blindar el pretendido carácter privativo en la evaluación convirtiendo las juntas finales en órganos burocráticos de mera ratificación formal de veredictos ya emitidos por escrito antes del comienzo de la sesión de evaluación.
Por desgracia, en estos años pospandémicos las derivas opuestas a las culturas deliberativas, a los hábitos de consensuar las decisiones y al compromiso ético (o al menos deontológico) del trabajo docente han venido creciendo en nuestras instituciones escolares. Ello ha ido de la mano de la implantación de entornos digitales sin contornos educativos y de unas formas de interacción profesional cada vez más enredadas, atomizadas y descomprometidas que han llegado a naturalizar esas telerreuniones de equipos docentes en las que se tratan en remoto asuntos que afectan a la privacidad de los menores. Asimismo, también se va extendiendo en algunos centros la tendencia a que las calificaciones finales de las materias sean puestas por escrito por cada docente antes del comienzo de la reunión de la junta de evaluación final. Y todo ello en un panorama subrepticio, de cambios lentos, inadvertidos y siempre refractarios a la reflexión y a la asunción de responsabilidades más allá de las burocráticas. Unas prácticas que se van extendiendo sin que se objete su inconveniencia ni su flagrante ilegalidad y que son un ejemplo diáfano de lo que supone en el trabajo docente eso que Hannah Arendt llamó la banalidad del mal.
Aquí no es la obediencia debida (al menos a lo establecido en las normas) lo que ampara a esos docentes que pueden permanecer mudos en las reuniones de evaluación final creyendo haber cumplido ya su con deber al poner por escrito sus calificaciones antes del comienzo de aquellas. Como mucho, se sentirán diligentes y leales a las indicaciones de la superioridad si tal es la consigna de aquellos tutores o jefes de estudios que pretenden que las calificaciones finales estén consignadas antes del comienzo de una reunión que tiene precisamente como cometido la valoración, evaluación y, consiguientemente, la calificación final del alumnado. Aquí no cabe argüir que quienes lo promueven no son conscientes de la ilegalidad de tales prácticas, porque uno de los deberes primordiales de las direcciones escolares es velar por el cumplimiento de las normas. Y mucho más en actos académicos tan importantes como la evaluación final del alumnado de bachillerato.
“La última de las sesiones de evaluación tendrá carácter de evaluación final y en su transcurso se evaluará y calificará al alumnado del grupo”.
Está en el artículo 35 de la Resolución de 2023 que regula en mi comunidad autónoma la evaluación en Bachillerato. Por tanto, antes de la sesión de evaluación final no se puede evaluar ni calificar al alumnado. Solo “en su transcurso” (durante su curso, lapso o duración). Por si cupiera alguna duda sobre lo que se ha de hacer “en el transcurso” de tales sesiones, ese mismo artículo establece también que será en dichas reuniones cuando se cumplimenten las actas de evaluación final y que posteriormente se registrarán las calificaciones finales de curso y demás decisiones en el expediente e historial académico.
Anticipar la calificación de las materias y que algunos docentes pongan por escrito sus calificaciones en un acta o documento compartido antes del comienzo de la sesión de evaluación final, además de ser una insensatez, contraría flagrantemente lo establecido en las normas sobre la forma en que se ha de desarrollar el acto académico de mayor relevancia para el futuro del alumnado de bachillerato.
Las juntas de evaluación final no pueden ser una instancia protocolaria de ratificación o una suerte de tribunal de segunda instancia en el que cabría “cambiar” una calificación que ya habría sido expresada antes del comienzo de la reunión. Ello es, entre otras cosas, una aberración lógica. Como sería una aberración deontológica hacer de los docentes unos evaluadores silentes que pueden mantenerse refractarios a la escucha o a la deliberación y que “en el transcurso de la sesión” solo tendrían que mantener su silencio administrativo sobre lo ya decidido de forma privada y previa.
Lo peor es que en muchos ámbitos, y no solo educativos, venimos asistiendo no a la consolidación y conservación de las culturas deliberativas y democráticas, ni tampoco a la transformación y mejora de las normas, sino más bien a la erosión tácita de aquellas y de estas. Y no por actos de rebeldía reflexiva y consciente, sino por el sometimiento al “es lo que hay”, por la sumisión al poder oral de un pretendido superior que conculca y hace conculcar las normas ofreciendo a cambio la reducción del tiempo dedicado a las reuniones, la liberación de las responsabilidades colegiadas y, sobre todo, la posibilidad de mantener bien lejos la funesta manía de pensar.
En nuestro ámbito profesional los evaluadores silentes vienen a confirmar que se están saliendo con la suya los que abogan por la atomización de las prácticas. Son los que siempre han buscado la proscripción de la deliberación, la privatización de las decisiones, la erosión de la deontología docente y el olvido de la cultura del consenso. En las juntas de evaluación final solían decir “lo tengo muy pensado” y “no me vas a convencer”. Ahora están empeñados en que los docentes se nieguen a pensar y se limiten a ser evaluadores silentes.
[1] Martín Gordillo, M. Imprecisión e incertidumbre en la prueba de acceso a la universidad. UNION. Revista Iberoamericana de Educación Matemática Vol.19 nº. 67, abril de 2023. [http://maculammg.blogspot.com/2023/05/imprecision-e-incertidumbre-en-la.html]
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