(Publicado en DyLE -Dirección y liderazgo educativo-,Nº 22, julio de 2024)
Algo parecido sucede con la educación y las nuevas tecnologías. Tras la pasión tecnófila que despertó la pandemia en las administraciones educativas (con suculentos contratos para las corporaciones de los señores del aire), el advenimiento de la inteligencia artificial ha coincidido con el despertar de un nuevo celo prohibicionista en el ámbito educativo. César Rendueles lo ha llamado la ley seca digital y no deja de ser curioso que el acuerdo, casi unánime, que suscitó en España el reciente pacto de Estado contra los móviles en los centros escolares coincidiera en el tiempo con el escaneo en los centros comerciales de los iris de muchos adolescentes. Parece que, desde las redes sociales y los móviles, el hombre del saco hubiera vuelto para acechar a los niños. Sin embargo, los hijos de sus abuelos se consideran a salvo de cualquier alienación digital. Algo curioso porque es precisamente esa generación la que más intensamente usa (y abusa) y la que ha generado (y degenerado) ese mundo digital que parece tan dañino para los menores.
El asunto es serio porque las tentaciones prohibicionistas y penalizadoras pueden plantear dilemas complejos a la escuela en tiempos tan ciberacelerados como estos. ¿Desaparecerán los proyectos e investigaciones de los alumnos por temor a las posibles colaboraciones generativas? ¿Prescindiremos de los trabajos de equipo en favor de los exámenes orales? ¿Deberían incorporarse en las ceremonias de la EBAU sistemas para detectar microauriculares en los tímpanos?
Se dirá que todo esto es imposible, impensable o distópico. Que solo en países como China podrían darse estas derivas cibertotalitarias. Puede ser, pero lo cierto es que la penetración de las grandes empresas tecnológicas en nuestros sistemas educativos y su acceso a las identidades digitales de docentes y discentes también nos parecería distópica hace veinte años. O, aún más cerca, ¿no se ven comprometidos los derechos de los menores con esas telerreuniones docentes en las que se habla de ellos y que se siguen celebrando tanto tiempo después de la emergencia pandémica?
Está claro que el advenimiento de la inteligencia artificial plantea nuevos problemas en la compleja relación entre lo tecnológico y lo humano que nos ha acompañado siempre. La educación es uno de los escenarios principales de esa dialéctica que comenzó con la alfabetización de minorías cuando la oralidad devino en escritura, se generalizó cuando la imprenta industrializó la difusión de los textos y ahora afronta un reto singular en estos tiempos en que el lenguaje puede dejar de ser patrimonio exclusivo de los humanos. De hecho, entre las ilusiones y temores que nos asaltan en esta tercera década del nuevo milenio está el de la aparición de la llamada singularidad. Para entendernos, la posibilidad de que sea autoconsciente y muy poderoso ese enjambre al que se une Samantha cuando, al final de Her, abandona a Theodore en la película de Spike Jonze.
La pregunta sobre si llegará a ser autónoma la inteligencia artificial es muy sugerente. Aristóteles afirmó que fuera de la sociedad solo están las bestias y los dioses. Y que es precisamente el don de la palabra el que nos acerca a estos y nos distingue de aquellas. Descartes señaló que los animales son como máquinas y que nosotros, además del cuerpo, tendríamos sustancia pensante. La cuestión ahora es si seguiremos solos en la condición consciente o accederán también a ella esas máquinas relativamente incorpóreas que hemos creado. Esos nuevos dioses o genios (benignos o malignos) que estarían a punto de salir de la ciberlámpara de Aladino que tanto frotamos últimamente.
Pero lo importante no es el estatuto ontológico de los hijos o sobrinos del ChatGPT, sino la forma en que nos cambiarán a nosotros. Lo han venido haciendo las tecnologías no inteligentes: el fuego, la rueda, el molino, la máquina de vapor, el ferrocarril, la electricidad, el automóvil, los antibióticos y los artefactos diseñados para el mal (del hacha a la bomba atómica). Y, sin duda, también nos cambiarán (ya lo están haciendo) esas nuevas tecnologías cuyas producciones (textos, imágenes, algoritmos, relatos, ficciones…) empiezan a resultarnos indistinguibles de las nuestras. Esa puede ser la principal diferencia con las viejas tecnologías. Que ahora adquiere pleno sentido aquella advertencia de Ortega sobre la incertidumbre que genera en la propia condición humana el despliegue último de la técnica.
Así que no hay que obsesionarse por la posible autoconciencia y las posibilidades que llegará a alcanzar la inteligencia artificial, sino pensar más y mejor sobre su relación con los valores y formas de vida que tenemos o queremos tener nosotros. Y es que la frontera entre la inteligencia humana y otras inteligencias que ya son capaces de hablarnos (o de que sintamos que nos hablan) es más de carácter relacional (y sentimental) que objetivable.
Volviendo a los ejemplos cinematográficos (con masculinidades diversas, por cierto), el personaje que interpretaba Michel Piccoli en la película Tamaño natural de Luis G. Berlanga sabía que amaba a una muñeca (una res extensa, al decir de Descartes), pero primero perdió la cabeza por ella y finalmente perdió la vida. Y Theodore creyó encontrar en Her la felicidad sentimental conversando con su ciberpareja Samantha (pura res cogitans) y no sabemos si se habrá repuesto tras la singularidad de su abandono.
Una muñeca de tamaño natural o una ciberinteligencia sentimental pueden considerarse alienantes. Y lo mismo puede decirse de los sistemas de reconocimiento facial o del iris, de los implantes de neurovínculos cerebrales, de los avatares pseudohumanos (como en la película El Congreso, de Ari Folman) y hasta de los móviles en las aulas. Por eso es muy importante no solo usar, anhelar o temer las nuevas tecnologías, sino también pensar sobre nuestras relaciones con ellas. Y pensar no se refiere solo a conocer, sino también a valorar, a enjuiciar los diversos efectos (a veces contradictorios) de nuestra relación con ellas. En esa senda, autores como Miguel Ángel Quintanilla y Martín Parselis vienen reclamando un análisis crítico de las tecnologías para distinguir el carácter entrañable o alienante de su relación con los seres humanos. Una relación que tiene efectos particularmente importantes para la escuela en los tiempos de esa quinta ola de la que nos habla Mariano Fernández Enguita.
La cosa es bien complicada y por eso conviene sortear los riesgos de tecnofetichismos o tecnodemonizaciones preventivas. Y hacerlo también en educación. En estos tiempos en que proliferan las asignaturas digitalizadoras y el fomento de las competencias financieras, se echan en falta perspectivas críticas orientadas no solo a educar ante, con, desde, hacia, para y según las nuevas tecnologías (de eso ya hay bastante), sino propuestas para aprender a valorar y participar en la reflexión “sobre” las nuevas tecnologías. No se trata de fomentar el “buen uso” de los móviles y prohibir su “mal uso” (como si no estuvieran entreverados), sino de aprender a pensar sobre el bien y el mal, sobre lo que nos hace más o menos libres, más o menos responsables, más o menos felices y más o menos iguales. Todo eso tiene mucho que ver también con la ciencia y la tecnología. Por eso es tan lamentable la desaparición de asignaturas (pequeños espacios curriculares protegidos) en las que se podían abordar estas cuestiones. Materias como Ciencia, Tecnología y Sociedad, Ciencias para el Mundo Contemporáneo o simplemente Cultura Científica.
Frente al cultivo de la reflexión entre discentes, docentes y administradores de la educación, hoy parece promoverse, más bien, la simplificación de los problemas y el celo prohibicionista con la amenaza de castigos (mejor la picota que el ágora). Los libros de Marta Peirano, Marina Garcés o Remedios Zafra no son motivo de comentario y reflexión en los claustros ni en los despachos donde se deciden los diseños curriculares. Así se van apoderando de los centros unos entornos digitales sin contornos educativos y unas culturas punitivas que promueven la escisión generacional, a la vez que sigue creciendo el culto al examinismo y al espectáculo meritocrático que tiene en las ceremonias de la EBAU y las graduaciones los nuevos hitos apolíneos que acaban operando como causa final de la cotidianidad escolar de los adolescentes.
Pero ¿no queda esperanza entre los temores atávicos, con derivas prohibicionistas, y la entrega alienante al “es lo que hay” con que algunos saludan la llegada de la inteligencia artificial a las aulas? Por supuesto que sí. Pensando más, leyendo más y dialogando más tendríamos buenos motivos para la esperanza. Con el ánimo de ofrecer cierto optimismo propositivo, se podrían esbozar algunas ideas para sortear la posible degeneración de las aulas generativas y rescatarlas como espacios generadores de lucidez y esperanza. Algunas de ellas bien podrían ser las siguientes.
1.- La inteligencia artificial no beneficia más a los docentes que a los alumnos, ni más a estos que a aquellos. No se trata de temer que se convierta en un arma de unos contra otros, sino de hacer que sea un aliado para ambos.
2.- Con inteligencia artificial o sin ella, hace tiempo que deberíamos haber empezado a deconstruir y descentrar la evaluación de su orientación meritocrática, sus ilusiones algorítmicas y el predominio de las culturas examenófilas y examencéntricas.
3.- Promover la libertad y el gusto por elegir los temas incentiva el deseo de aprender. La elección por el alumnado de los temas de sus trabajos (con la inteligencia artificial como aliado en la creación, no como cómplice en el delito) mejora su relación con un currículo que al final es como la gastronomía o la lectura. Forzado, atraganta y repugna. Elegido, aficiona y cultiva.
4.- Ya es hora de primar lo performativo en las aulas, de dar el espacio y el tiempo que merecen las artes escénicas y audiovisuales en la educación. Son precisamente las que ponen en juego a la vez a la inteligencia humana y la expresividad del cuerpo.
5.- En estos tiempos de motosierras políticas es urgente apostar por la capacidad crítica y la densidad cultural. Se trata de fomentar el espíritu crítico en aulas dialógicas concebidas como ágoras, no como espacios seriados y rigurosamente vigilados.
6.- Más enfoques CTS y menos vapores STEM. Estos solo sirven para reclamar más horas para una enseñanza de las ciencias sometida a la disciplina de unas disciplinas que no abordan los problemas relevantes del nuestro tiempo. Aquellos propician una reflexión interdisciplinar que tiene en cuenta lo ético, lo ambiental y lo social.
7.- Entre los aprendizajes que la inteligencia artificial convertirá pronto en innecesarios están buena parte de los problemas y rutinas de las matemáticas. Por eso, merece la pena apostar por la reorientación de su enseñanza hacia una matemática cívica. Menos algorítmica y más relevante.
8.- Ahora que la inteligencia artificial nos puede ayudar a comunicarnos respetando la diversidad lingüística, estaría bien superar esa ilusión bilingüe, radicalmente anglófila, que tanto daño ha hecho en la organización escolar.
9.- El advenimiento escolar de la inteligencia artificial coincide en el tiempo con un gran recambio generacional en la profesión docente. Convendría aprovecharlo para garantizar una deontología que combine diligencia con inteligencia y lucidez con responsabilidad.
10.- No debemos renunciar a educar ante, con, desde, hacia, para y según la inteligencia artificial, pero no es menos importante educar “sobre” esas nuevas tecnologías. Sería muy poco inteligente obviar las dimensiones éticas, estéticas y políticas que comportan. Por eso, sigue siendo importante no solo educar para aprender a manejarlas, sino sobre todo educar para aprender a valorar y a participar en los desafíos que comportan.
NOTA: El contenido de este artículo pudiera ser la respuesta que ha dado la última versión de ChatGPT a la siguiente petición: “Escribe un artículo titulado Aulas generativas en el que se aluda a algunos filósofos y a algunas películas. Su estilo y contenidos deben ser similares a lo que podría haber escrito Mariano Martín Gordillo acerca de la educación y la inteligencia artificial. Haz también que su final sea autorreferencial y pudiera hacer problemática su publicación”.
GRACIAS MARTÍN por esta reflexión de tanta lucidez y compromiso. Nos anima a no perder la "pista" de lo verdaderamente urgente en este tiempo. Abrazo desde Buenos Aires, y a la espera de otras producciones.
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