26 de junio de 2022

Evaluadores silentes

Hace treinta años los jefes de estudios de los institutos llevaban lapicero y goma de borrar a las evaluaciones finales. A las de COU llevaban también calculadora para ir sacando las medias. En la reunión se dedicaba un tiempo a cada alumno y, siguiendo las columnas de una hoja, el tutor (o el director) iba nombrando cada materia y el profesor correspondiente decía en voz alta su nota. Algunas intervenciones iban acompañadas de comentarios. En otras, simplemente por el tono, ya se sabía si aquel diez era superlativo o si aquel cinco era en realidad un cuatro estirado. Tampoco eran raras las dudas entre una nota y otra (“déjame que me lo piense un poco”) o las rectificaciones comparadas (“como le he puesto un siete a fulanito, pónselo también a menganito”). También había momentos en los que se hablaba mucho de un alumno concreto. Sobre todo en las evaluaciones finales de COU en las que un cuatro en una asignatura podía truncar la posibilidad de cursar los estudios deseados. Algunos centros inventaron entonces un procedimiento para que, en esos casos, el equipo docente pudiera sugerir al profesor que le aprobara su asignatura a instancias de la junta. Luego el profesor instado podía decidir si lo hacía o no pero era frecuente que incluso deseara ese apoyo (“instadme por favor”). Eso le permitía conciliar el prurito calificador en su materia con la posibilidad de valorar globalmente la madurez del alumno entendiendo que en esa decisión se jugaba mucho más que un punto arriba o abajo en una asignatura entre los setenta (de las siete asignaturas puntuadas con números enteros del cero al diez) que configuraban el sumatorio de las calificaciones posibles en el COU. Tampoco era raro que, acabadas todas las filas de la tabla, se volviera sobre algunos alumnos para decidir la calificación de aquellas celdas que habían quedado deliberadamente en blanco (“mejor lo hablamos al final”). Entonces no se utilizaba ese adjetivo pero, en cierto modo, se estaban tomando decisiones colegiadas.
 
En la sala de profesores solo se usaba hoja de papel, lapicero y goma de borrar pero, en aquellos tiempos en que las Ateneas y los Mercurios ya habían llegado a los centros españoles, en la secretaría había ordenadores y tras cada sesión de evaluación las tablas analógicas se convertían en digitales. Al día siguiente se imprimían las actas y los profesores pasaban a firmarlas. Y es que, en aquellos primeros noventa tan modernos, había cierta conciencia de progreso. De hecho, no eran tan lejanos los tiempos en que los documentos administrativos se hacían en máquinas de escribir mecánicas.
 
Si echamos la vista atrás y valoramos cómo han cambiado las prácticas de los equipos docentes desde entonces es evidente que se ha producido un notable progreso deontológico. A pesar de los romanticismos de la memoria hay que reconocer que cada vez son menos los cafres y los sádicos que militan en el docentrismo binario ejerciendo sin piedad de cancerberos del cinco. De hecho, año tras año se advierten modulaciones cada vez más racionales y empáticas en las letanías evaluadoras de los equipos docentes. Sin embargo, y a la vez que esto sucede, también van apareciendo ciertas prácticas tecnicistas y cierto afán por acelerar los procesos que, con la coartada espuria de la eficacia burocrática, tienen dos consecuencias alienantes: la deshumanización de las decisiones y la desresponsabilización de los decisores
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Tal es el caso de algunos centros en los que, con la excusa de que las actas de evaluación pueden abrirse antes del día y la hora en que está convocada la sesión de evaluación, se permite, promueve o incita a que los miembros del equipo docente hagan algo tan insensato como ilegal: poner las calificaciones antes de que comience la sesión de evaluación. El proceso puede ser tácito e ir consolidándose con el paso de los años en centros en los que reina la mejor voluntad. Pero también puede ser repentino y tratarse de un objetivo deliberado en el que ponen todo su empeño las direcciones pedagógicamente más reaccionarias. Sea de forma tácita o abrupta, la implantación de esas formas irregulares de hacer la evaluación final suele tener tres elementos facilitadores

El primero es la invocación a lo práctico (“si ponemos las notas antes ahorraremos trabajo a la jefatura de estudios y a la secretaría”). En un argumento curioso en unos tiempos en los que ya no se usan lapiceros, gomas de borrar ni calculadoras y no son pocos los docentes que tienen todas sus anotaciones evaluadoras en portátiles y tabletas (y quizá precisamente por eso les tienta ponerlas antes de tiempo). En este punto, parafraseando a Kant (en un sentido casi opuesto al suyo), convendría hacer una crítica de la razón práctica y desvelar cómo la apelación a lo técnico y a lo burocrático se está convirtiendo en coartada peligrosa en nuestras instituciones. Y no solo en esto.

El segundo elemento facilitador es el rigor profesional (“hay que adelantar el trabajo”) y la obediencia debida (“yo hago lo que se me manda”). El rigor profesional siempre es encomiable pero no hasta el punto de llevar en participio y por separado (ya decidido y escrito) lo que en la junta de evaluación debe ser infinitivo y gerundio colegiado (decidir deliberando). Pero también está la obediencia a lo tácito (“se puede hacer”, “todos lo hacen”) o a lo ordenado (“son instrucciones de jefatura”). De hecho, recomendar, ordenar y hasta conminar (oralmente o por escrito -incluso con negrilla y subrayado-) a que se pongan las calificaciones antes de la sesión de evaluación es algo que las direcciones de algunos centros ya hacen sin encontrar mucha resistencia entre el profesorado. Principalmente por la fuerza de los otros dos elementos facilitadores: la invocación a lo práctico y la desresponsabilización. Y también porque colaborar con el equipo directivo y seguir sus instrucciones suele ser uno de los elementos que incluyen las evaluaciones de la función docente de las que depende un complemento salarial. También por esto se hace, aunque sea insensato e ilegal.  
 
El tercer elemento facilitador de estas dinámicas es más sutil. Se trata de la banalización de los procesos y la desresponsabilización de las decisiones. Para entenderlo quizá habría que recordar al Platón del Fedro (“la palabra escrita es muda y no responde”) o los versos de Blas de Otero (“escrito está, tu nombre está ya listo temblando en un papel”). Si la nota está puesta ya está puesta. Ya no hay que decirla públicamente porque todo está escrito cuando comienza la sesión de evaluación. Si acaso, podemos bondadosamente retocarlas, ajustarlas o maquillarlas. Pero siempre respetando la primacía de esa yuxtaposición de veredictos ya otorgados que devalúa (nunca mejor dicho) y banaliza el papel colegiado y deliberativo de la sesión de evaluación. Y así el equipo docente se convierte durante ella en una suerte de tribunal de segunda instancia en el que, si acaso, se revisan unas sentencias ya emitidas y escritas por unos jueces disciplinares que ni siquiera tienen que pronunciarlas en público.
 
Esta normalización de las calificaciones antepuestas a la sesión de evaluación final, aliena y deshumaniza. Aliena porque desresponsabiliza al profesional que evalúa negando su papel activo (en presente y no en pasado) en una actuación que debe ser necesariamente deliberativa y colegiada. Y deshumaniza porque hace parecer que esas calificaciones que “escritas están” no tienen sujeto que las decide ni son propiamente valoraciones sino que, con esa fisicidad muda de la escritura (Platón otra vez), aparentan una objetividad radical. Una apariencia de objetividad sólida que tiene el efecto perverso (y más tratándose de números) de deshumanizar también al sujeto más importante: el alumno o la alumna evaluada, sobre cuya situación los evaluadores no tendrían nada más que decir (“escrito está”) pudiendo permanecer silentes y casi ajenos al propio acto de evaluar.  
 
Pero lo más curioso es que esta tendencia a banalizar las reuniones finales de evaluación y a desresponsabilizar a los evaluadores no va solo contra el sentido común (son decisiones que deben adoptarse en el seno de la reunión de evaluación y que, por ello, no deberían anticiparse a su comienzo, como tampoco podrían modificarse -sin que medie reclamación- después de la sesión). También va contra la racionalidad pedagógica (el respeto a las formas es aún más relevante en instituciones que tienen como misión la educación de los ciudadanos en un Estado de derecho). Y no solo eso. Son prácticas contrarias a las normas y, por tanto, ilegales.
 
Ciñéndome únicamente a lo establecido en mi comunidad autónoma, la evaluación final de curso en la ESO y el bachillerato está regulada con la misma redacción (Artículo 8.1 de la Resolución de 22 de abril de 2016 de la Consejería de Educación del Principado de Asturias y Artículo 7.1 de la Resolución de  26 de mayo de 2016 que regulan los procesos de evaluación en la ESO y el Bachillerato respectivamente. BOPA de 29-IV- 2016 y BOPA de 3-VI-2016):

La última de las sesiones de evaluación establecidas en el artículo anterior [referido a las sesiones de evaluación] tendrá carácter de evaluación final de curso ordinaria, y en su transcurso se evaluará y calificará al alumnado del grupo.

"En su transcurso se evaluará y calificará al alumnado”. En su transcurso. Ni antes ni después. Y por si no quedara suficientemente claro. El apartado 5 del mismo artículo de ambas resoluciones señala lo siguiente:

En las sesiones de evaluación final de curso ordinaria y extraordinaria, también se cumplimentarán las actas de evaluación final de curso que se establecen en el artículo 27.

Las actas se cumplimentarán “en las sesiones de evaluación”. Es decir que las calificaciones se ponen en ese momento. Ni antes ni después.
 
La LOMLOE ha suprimido la evaluación extraordinaria en la Educación Secundaria Obligatoria, por lo que las administraciones educativas han dado nuevas instrucciones sobre evaluación, promoción y titulación ya en este mismo curso. En el caso de Asturias, la instrucción 4.1.4 del Anexo de la Resolución de 1 de diciembre de 2021 (BOPA de 21-XII-2021) señala lo siguiente
:

Las decisiones sobre evaluación, promoción y titulación serán adoptadas colegiadamente por el equipo docente, por mayoría de votos del profesorado que imparta docencia al alumno o alumna, tras una única sesión de evaluación que se celebrará antes de la finalización del curso escolar.

Es verdad que la redacción es bastante tosca y podría llevar a pensar que las decisiones sobre evaluación, y por tanto las calificaciones, también podrían decidirse votando (¿las de cada materia? ¿las de todas conjuntamente?) o que tales decisiones se adoptarían “tras” la sesión de evaluación (¿cuándo? ¿puede haber otra sesión de evaluación posterior a la “única sesión de evaluación”?)
 
Al margen de las bromas sobre estos descuidos (que ni siquiera las prisas deberían justificar), lo cierto es que esa nueva instrucción al amparo de la LOMLOE enfatiza aún más el carácter colegiado de las decisiones del equipo docente y no permite que se adopten antes de esa única sesión de evaluación (si acaso “tras ella” -lo siento, no puedo evitarlo-)
 
Quienes invocan una y otra vez las normas para justificar su estricta observancia burocrática (y no pocas veces para amparar querencias reaccionarias) deberían hacerlo también en este caso en que las normas son muy claras. Por ello ningún equipo directivo debería dar instrucciones (ni cumplirlas los docentes) que son abiertamente contrarias a lo establecido en ellas y que ampararían cualquier reclamación de los afectados, si estos llegaran a saber que han sido evaluados siguiendo procedimientos irregulares.
 
Debe quedar claro que lo aquí expuesto se refiere únicamente a las decisiones de la evaluación final (las únicas definitivas y con consecuencias relevantes para el futuro del alumnado). Nada de esto se plantea para las reuniones de evaluación durante el curso, que pueden ser variadas en número, incluir o no calificaciones, centrarse en aspectos cuantitativos o hacerse a partir de indicadores cualitativos. En estas reuniones los equipos docentes deben valorar conjuntamente la situación de cada alumno y alumna, consensuar las medidas más convenientes para intentar mejorarla e informar a las familias según los cauces y procedimientos que cada centro haya establecido. Unos procedimientos que pueden ser los clásicos (y rancios) boletines de “notas” (es decir, de calificaciones; es decir, de cuantificaciones) u otras formas más innovadoras y valiosas. En estas sesiones de evaluación sí es importante que el tutor o tutora pueda contar con informaciones previas facilitados por cada miembro del equipo docente antes de la reunión y que incluso disponga de tiempo para hacer los análisis necesarios para hacerla más productiva. Aquí sí que habría que darle un día o dos para que, con toda la información que se le pueda ofrecer (y los medios digitales ayudan mucho), prepare bien la reunión para hacer más fructífero su desarrollo.
 
Pero la evaluación final tiene otro carácter. Es terminal y definitiva. Con ella el curso acaba y las únicas decisiones que cabe adoptar en ella tienen efectos en el siguiente curso o etapa. Y tales decisiones están relacionadas con la evaluación en la forma definida por las normas. Por eso hay que tomarse tan en serio la evaluación y calificación final. Por eso allí nadie puede callar. Porque en la sesión de evaluación cabe dudar, deliberar, esperar, darle varias vueltas a la vista de lo que los demás están diciendo (y no de lo que ya han dicho). Porque argumentar que las calificaciones se pueden cambiar es justamente reconocer que ya se han adoptado, siquiera provisionalmente, por escrito. Nada que ver con esas fértiles conversaciones con los tutores en las que, oral y tentativamente, se va explorando la situación de un alumno para madurar mejor una decisión que solo puede tomarse en el seno de la reunión de evaluación final. Hacerlo de otro modo y suponer que “las notas se pueden cambiar” es pretender que se pongan antes de ella. Y ello, además de ser ilegal, genera un contexto peligroso en el que el equipo evaluador puede incluir algunos, o muchos, seres silentes (“escrito está”) cuya participación, cuya disposición para “cambiar” o no su veredicto (“ya está muy pensado”), no depende del clima deliberativo y participativo que genera la oralidad, sino de su libérrima benevolencia personal o de la habilidad del tutor o tutora para despertarla. Y en tal caso a estos solo les caben dos estrategias: leer una a una las calificaciones ya otorgadas, esperando eventuales reacciones de los evaluadores silentes, o comentar en general lo ya escrito y esperar alguna respuesta (“¿alguien quiere cambiar alguna nota?”).
 
Sé que las inercias existen y que, incluso a pesar de la ilegalidad de estas prácticas, los tres elementos facilitadores antes señalados hacen que quizá no solo los reaccionarios (esos seguro que lo hacen)
discrepen de lo aquí planteado, sino también algunos docentes que no lo son pero no encuentran aspectos negativos en unos procedimientos a los que quizá se han acostumbrado. A ellos les recomendaría repasar algunas ideas de Platón (ese gran escritor de diálogos que precisamente por ello nos advertía contra la escritura y reivindicaba la oralidad y la memoria -y en este tema parece que la estamos perdiendo-) o de los lingüistas que hace más de medio siglo nos enseñaron que el lenguaje tiene dimensiones pragmáticas, y que son muchas las cosas que se hacen con palabras. Y que estas actúan de forma muy distinta cuando son dichas oralmente en un presente compartido o cuando nos llegan ya escritas desde el pasado.
 
Pero, más acá de los fundamentos normativos o académicos de lo que aquí se plantea, importa otra cosa. Importa que las decisiones no lleguen a las reuniones atadas y bien atadas (aunque parezca que en ellas se pueden desatar). Importa que los docentes no sean nunca evaluadores silentes cuyo único deber en una reunión de evaluación final es, si acaso, votar (sin ni siquiera tener que hablar). Importa que nuestras instancias de decisión y deliberación sean exactamente eso: lugares para hablar y escuchar, y no una suerte de órganos ceremoniales en los que, a la manera de los microondas, se pone a punto y se ultima lo que llega precocinado.
 
Por eso es tan importante cumplir las normas que regulan los actos de unos órganos que tanto tienen que ver con las formas propias del Estado de derecho. Desde las que regulan y promueven la participación en los Consejos Escolares (y no en todos los centros se convocan elecciones si no hay vacantes en la representación del profesorado, aunque sí las haya en la del alumnado) hasta las que hacen que los equipos docentes sean instancias profesionales, es decir vivas, deliberativas y cordiales. Así que hay que cumplir las leyes. También las de la razón práctica. Ahora sí, en el sentido kantiano. No en ese sentido tecnicista y burocrático que tanto conviene a los evaluadores silentes que no entienden que una reunión de evaluación puede y debe ser un espacio vivo, deliberativo y cordial. Es decir, un espacio propicio para la mejor profesionalidad.

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