23 de febrero de 2023

Telerreuniones docentes y derechos de los menores

  (Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 22 de febrero de 2023)

El teleconsumo, el teledinero y el teletrabajo han sido algunas de las cosas que han salido reforzadas tras la pandemia. Los interesados en acabar con el comercio de proximidad, con las oficinas bancarias y con los entornos físicos de trabajo tuvieron una oportunidad de oro al comienzo de esta década para dar su gran salto adelante. Con la coartada de la seguridad se facilitó la domesticación algorítmica de los hábitos y la hibridación entre la vida privada y la disponibilidad laboral a tiempo completo. Pero, a pesar de su magnitud, este proceso no ha recibido la atención ni el debate público que merece. “Es lo que hay” o “así todo es más cómodo” son algunos de los mantras con los que se aceptan estos cambios sin pensar mucho en ellos. Y no porque falten lúcidas reflexiones sobre todo esto como las de Alec MacGillis sobre las consecuencias del teleconsumo en su libro Los Estados Unidos de Amazon, las de Brett Scott sobre los efectos y los riesgos de la desaparición del efectivo en Cloud Money o las de Remedios Zafra sobre la cultura algorítmica, el teletrabajo y muchas otras cosas en libros como El entusiasmo o El bucle invisible. Lo que parece dominar ahora no es la reflexión y la crítica pública, sino la inercia y la apatía propias del ensimismamiento doméstico.
 
Aunque quizá menos visibles, los cambios en los hábitos que dejó la pandemia también han sido muy relevantes en el ámbito escolar, especialmente en las culturas docentes. Merecería especial atención y análisis la intensidad con que se han ampliado los currículos en lo relativo al emprendimiento, la competencia financiera o la digitalización (también de las conciencias) en contraste con lo poco que se comentan en las salas de profesores las cuestiones tratadas en libros como esos. Y es que el teletrabajo de los tiempos confinados parece haber dejado una importante huella en el repliegue hacia lo disciplinar, en la invisibilidad del nivel meso de la organización escolar y en un tecnicismo naif, bastante dado a las logomaquias, que hace más probables las preocupaciones (y los chascarrillos) sobre cómo ubicar las situaciones de aprendizaje en las programaciones docentes que el intercambio sincero sobre su plasmación real en las aulas. 
 
Quizá todo empezó en los tiempos del confinamiento con las teleclases domésticas. O con la facilitación por parte de las administraciones para que Microsoft Teams (o análogos) se hiciera con el monopolio de los entornos virtuales en los centros educativos. Conviene usar su nombre completo para que no se olvide que se trata de entornos digitales con una peligrosa querencia a la abducción depredadora y monopolística de los hábitos digitales de las personas. Unos entornos digitales que carecen de contornos educativos. Nada que ver con esos otros entornos virtuales de aprendizaje que respetan y atienden la naturaleza esencialmente educativa del nivel meso escolar. El proceso de ocupación y el desprecio hacia este por parte de esos entornos digitales de inspiración empresarial es tan impertinente como si se pretendiera que las actividades educativas se desarrollaran, no en edificios con arquitecturas escolares, sino en las oficinas locales de las grandes multinacionales. Y así son esos entornos digitales sin contornos educativos que tanto han prosperado en los centros escolares desde 2020.  
 
Lo cierto es que, tras las teleclases sincrónicas y las infinitas cadenas de mensajes, muchos docentes muestran cierta querencia, pretendidamente modernizadora, hacia el uso y abuso de unos toscos procedimientos digitales cuyo advenimiento a comienzos de esta década parece obviar que ya había vida digital (con contornos verdaderamente educativos) en muchos centros y que Microsoft Teams (o análogos) no es ningún mesías para los sistemas educativos. Lo cierto es que su lógica de interacciones constantes, con desprecio de la pertinencia y la relevancia, se ha adueñado de muchos centros y ha hecho que, en momentos en que ya nada lo justifica, sigan siendo virtuales muchas reuniones.
 
En efecto, sin ninguna explicación, numerosos equipos docentes, juntas de evaluación y hasta claustros han dejado de hacer sus reuniones en los centros para que estas tengan lugar (valga la expresión) en los propios hogares de los docentes a través de las pantallas. No parece necesario abundar en los (d)efectos que ello tiene para la calidad de esas reuniones ni en las consecuencias que tendría extender esa costumbre a lo lectivo. Pero sí conviene llamar la atención sobre algo que se está obviando como son los derechos de los menores.
 
La información sobre el expediente escolar y las calificaciones de cada alumno y alumna están protegidos estrictamente por las leyes. Por eso su custodia (física y digital) es un deber que han de asumir con responsabilidad los centros y los docentes. Y por eso las reuniones de evaluación se han celebrado siempre en lugares específicos, a puerta cerrada y sin la presencia de otras personas. Pero es que en las reuniones de los docentes no solo se tratan las calificaciones de las asignaturas. También se aportan informaciones y valoraciones delicadas sobre diversos aspectos del proceso de aprendizaje, madurativo, emocional y relacional de cada alumno o alumna. Su tutor o tutora mantiene un estrecho contacto con la familia y ha de manejar con sigilo y prudencia toda la información y las valoraciones que comparte con el equipo docente. Por eso esas reuniones han tenido lugar siempre a puerta cerrada.
 
Hasta ahora lo tratado en ellas no ha tenido más oídos que los de los propios docentes en las salas en que se celebran. Pero en cada telerreunión de un equipo todo lo que se dice pasa a estar en los hogares de diez o quince docentes (o en muchas decenas de hogares en el caso de las reuniones del claustro). Que oídos ajenos a los menores puedan escuchar informaciones y valoraciones que afectan a sus vidas y están protegidas por las leyes debería hacer evidente que las reuniones de los docentes solo deben hacerse fuera de los centros escolares cuando se dan circunstancias tan excepcionales como las de su cierre por una pandemia. Seguir haciendo telerreuniones docentes fuera de esas circunstancias es una temeridad por la que habrían de responder quienes las convocan (en los centros escolares) y quienes las permiten (en las administraciones educativas).
 
El control de las condiciones de privacidad en que se desarrollan las telerreuniones depende ahora de la vigilancia y responsabilidad individual de cada docente en su hogar. Y garantizar ese control, además de temerario, es imposible. Entre otras cosas porque ni siquiera el participante en una telerreunión sabe si otras personas, ajenas al equipo docente, pueden estar escuchando lo que se dice y, porque (aún más increíble) es costumbre, y hasta consigna, apagar las cámaras y los micrófonos.
 
Llama la atención que, en un mundo en el que se llegan a pixelar los rostros de los menores para garantizar su intimidad en las fotografías de algunas actividades extraescolares, no se traten con las máximas garantías de privacidad las informaciones y valoraciones que los docentes hacen sobre ellos. Y llama la atención también el contraste entre la sensibilidad hacia la protección de los datos relacionados con la salud de las personas en el sistema sanitario y el olvido de la protección de los derechos de los menores en aquellos centros escolares en los que se siguen realizando telerreuniones domésticas.
 
Que el único motivo para estas prácticas sea la comodidad del profesorado y la reducción del tiempo en que ha estar en su centro de trabajo dice muy poco sobre la importancia que la profesión concede a los aspectos deontológicos.
 
Pero las telerreuniones no son el único aspecto que merecería más atención tras el advenimiento de Microsoft Teams (o análogos) en los centros escolares. También deberíamos pensar si tiene sentido ese ruido paroxístico en los espacios de interacción digital que está banalizando la relevancia de las comunicaciones, convirtiendo la relación entre los centros y las familias en un trabajo a tiempo completo para estas y difuminando peligrosamente la diferencia entre los encuentros orales y las interacciones escritas. Algo especialmente delicado tratándose de menores.
 
Telerreunirse menos y leer, pensar y debatir más no es solo muy necesario sino también muy urgente. Especialmente en estos tiempos en los que el sonambulismo tecnológico amenaza singularmente a las culturas docentes.

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