18 de mayo de 2017

Desahuciar

(Publicado en Escuela el 17 de mayo de 2017)

Quitar a alguien toda esperanza de conseguir lo que desea. Admitir que el enfermo no tiene cura. Despedir legalmente al inquilino. Eso es lo que significa desahuciar. Un verbo cuyo uso debe ser muy ingrato en el sistema sanitario y en el judicial. También en el educativo. Aquí desahuciar se dice poco, pero se hace. Se desahucia al alumno cuando se le quita toda esperanza, cuando se admite que su situación no tiene cura, cuando se le despide legalmente del siguiente curso, de la siguiente etapa, del centro educativo.

Nuestros desahucios son poco visibles. No parecen deliberados ni hay mucha deliberación sobre ellos. La mayoría son implícitos y tienen causas estructurales. Provoca desahucios un sistema de evaluación que tiene su rubicón en el cinco. Un sistema que supedita la promoción a la conjunción de materias superadas. Un sistema en el que cada año hay que aprobar ocho o diez materias o, en caso contrario, repetir todo el curso sin que importe que el número de las aprobadas pueda ser el doble que el de las suspensas. Desahucia un sistema en el que es normal hablar de recuperar evaluaciones o materias pendientes, esos lastres del pasado con los que tienen que cargar quienes ya tienen difícil no ahogarse con el presente. Así, para algunos alumnos el desahucio parece inexorable. Y está tan naturalizado que es casi invisible. Es el destino de los réprobos. El de quienes primero repiten y luego desaparecen de nuestras aulas. Todos sabemos que la repetición es inútil, pero no parece divisarse un pacto educativo que genere un consenso sobre algo tan obvio como que la acreditación aditiva por materias aprobadas es una estupidez. Que las recuperaciones y las materias pendientes corresponden a una aritmética de la deuda que no es propia de un tiempo en el que ya deberíamos entender que la educación es un derecho y no una concesión.

Pero, aunque las causas de muchos desahucios educativos sean estructurales, también hay a veces responsabilidad profesional. La de la desidia deontológica de ese tipo de profesores que parecen sexadores de pollos. Esos que no sienten vergüenza al clasificar a sus alumnos entre los que valen y los que no, entre los que pueden y los que no. Son los que siempre tienen muy clara la frontera del cinco y se comportan como diligentes aduaneros para que nadie la franquee sin su consentimiento.

Los defensores de la repetición y los talibanes del cinco hace tiempo que inventaron otra distinción: la de los alumnos que quieren y los que no. Estos últimos serían sus queridos objetores escolares. Esos adolescentes, casi niños, a los que suelen ofrecer puente de plata como sin fueran enemigo que huye. Esos profesores los respetan. No se meten con ellos. Los dejan al fondo del aula para que luego pasen al fondo de la vida.

Es el desahucio tácito pero activo. El de esas juntas de evaluación final en las que no se tolera que un alumno haya abandonado una asignatura, pero en las que nadie se pregunta si no habrá sido ella (o el profesor) quien abandonó al alumno. Es el desahucio que llega a aceptar como natural que un alumno de bachillerato no titule, negándole o aplazando la posibilidad de acceder a estudios superiores, porque no alcanzó un cinco en alguna de sus dieciséis materias. Es el desahucio que quita a algunos alumnos la esperanza de conseguir lo que desean y no se preocupa por fomentar en todos el deseo de mejorar sus vidas.

Pero además del desahucio estructural y el de determinadas culturas profesionales hay también otro desahucio que podríamos llamar técnico. Y a veces lo generan, quizá sin saberlo, quienes están en el sistema educativo precisamente para evitarlo. Es el que anticipa las vías de salida. El de los diagnósticos que se convierten en pronósticos. Y el de los pronósticos que se acaban convirtiendo en profecías autocumplidas. Es el desahucio que provocan los propios especialistas de la orientación educativa cuando entienden su labor como la de un triaje. El que acaba anticipando el final de curso para determinados alumnos cuando se burocratizan las evaluaciones psicopedagógicas. Esas actuaciones, pretendidamente técnicas, que confirman al equipo docente, a la familia y hasta al propio alumno que el suyo es un caso perdido, que todos pueden dejar de preocuparse por su presente porque el futuro ya le tiene preparada otra salida. La de unos itinerarios segregados que seguramente le sacarán del centro. Unos itinerarios que, sin embargo, pocos ministros, orientadores y profesores querrían para sus hijos.

Así, hay alumnos que ya con doce años parecen saberse desahuciados. Son los que llegan a los institutos con mucho estigma y poca esperanza. Y para los que, desgraciadamente, sigue habiendo entornos que les confirman ambas cosas. Que lo suyo será repetir el curso y que su tránsito por la ESO será tan breve como formativamente inocuo. Son esos alumnos que no suelen estar, ni se les espera, en las secciones bilingües ni en otras ilusiones análogas. Son aquellos para los que la institución escolar sigue siendo un lugar de segregación temprana. Un lugar en el que no es unánime el repudio de unas estructuras y unas prácticas profesionales que quitan toda esperanza, que admiten que para algunos no hay cura y que despiden legalmente a determinados alumnos. Es decir, certifican su desahucio.

3 comentarios:

  1. Atinada y profunda redacción de un tema q amerita un foro con participación de los estamentos educativos, sociales y familiares. No como tema de Inclusión sino como tema de Concienciación y buscar estrategias colectivas q orienten una nueva y productiva forma de enfrentarlo.

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  2. Atinada y profunda redacción de un tema q amerita un foro con participación de los estamentos educativos, sociales y familiares. No como tema de Inclusión sino como tema de Concienciación y buscar estrategias colectivas q orienten una nueva y productiva forma de enfrentarlo.

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