14 de diciembre de 2019

Educar para...

(Publicado en Escuela el 11 de diciembre de 2019)

Educar para conocer, para manejar, para valorar, para participar. Cuatro fines para una educación que trascienda las coyunturas y no se limite a la mera yuxtaposición de asignaturas. Cuatro infinitivos de inspiración ilustrada que sintonizan con la idea de que educar es principalmente humanizar, propiciar que las nuevas generaciones se apropien del inmenso acervo de saberes, destrezas, valores y hábitos que son patrimonio común de los humanos y la mejor herencia para quienes se asoman ahora a la vida y llegarán a conocer el segundo siglo del tercer milenio. 

Son cuatro fines que van más allá de los currículos sustantivos y disciplinados. Por eso se formulan en infinitivo. Porque no se trata solo de enseñar conocimientos, técnicas, valores o normas. Se trata de aprender a relacionarse con todo eso con la apertura propia de lo infinitivo, la que da sentido a un sujeto que disfruta conociendo el mundo en el que vive, manejándose con soltura en él, valorando lo bueno, lo bello y lo justo y participando también en la mejora de ese mundo. Son infinitivos que promueven competencias pero no se limitan a ellas. Su alcance es más amplio porque tiene que ver con dimensiones esenciales de la condición humana.

Somos homo sapiens pero no nacemos sabios ni lúcidos, por eso tiene tanto sentido educar para conocer, para satisfacer esa innata curiosidad que en nuestra especie está estrechamente imbricada con el lenguaje, con la capacidad de poner nombres a las cosas, de evocar lo que ya no es, de anticipar lo que aún no es y de imaginar lo que podría ser o lo que nunca será. Educar para conocer no es solo acopiar conocimientos, porque la mayor riqueza de ese afán no es recordar los que se tienen sino seguir anhelando los que aún no se han alcanzado. Así son las ciencias. No meros almacenes de respuestas y teoremas sino viveros de preguntas y de hipótesis. Educar para conocer es, por tanto, alimentar una querencia insaciable. La propia de una especie que disfruta más indagando sobre lo que aún ignora que recreándose en lo que ya sabe.

14 de noviembre de 2019

Con boli rojo

(Publicado en Escuela el 14 de noviembre de 2019)

Corregidos con boli rojo. Así nos devolvían muchos profesores nuestros exámenes. En ellos tachaban, marcaban, subrayaban y anotaban en rojo todo lo que encontraban mal. Lo bueno apenas merecía una B o un simple trazo que, a modo de nihil obstat, venía a indicar que no había nada que objetar. De hecho, lo bueno, si lo había, no solía merecer muchos comentarios ni elogios en los exámenes.

Además de las correcciones, algunos profesores también nos ponían en rojo la nota numérica que asignaban a cada respuesta. Así podíamos entretenernos comprobando que nuestra calificación era correcta. Era un tiempo en el que se evaluaba mayormente con exámenes y en el que no se reparaba en la cercanía semántica entre evaluar y valorar. Quizá porque valorar es dar valor a algo y en los exámenes evaluar se entiende como sinónimo de calificar. Mejor dicho, de cuantificar o de clasificar. De modo que si la nota que figuraba en lo alto de nuestro examen se acercaba al diez se convertía en un trofeo que no requería aclaraciones. Pero si bajaba del cinco solía ir acompañada de garabatos, enmiendas y tachones con boli rojo que hacían aún más penosa esa calificación vergonzante.


La letra con sangre entra. Así se decía en aquellos tiempos y, aunque la horrenda metáfora no fuera más que una amenaza, algo del dolor de la letra mancillada quedaba en aquellos exámenes infantiles que habíamos escrito en gris lapicero y nos devolvían corregidos en rojo autoritario.

20 de octubre de 2019

STEAM(E)

(Publicado en Escuela el 15 de octubre de 2019)

STEAM es una de las palabras de moda en educación. Su significado es un tanto vaporoso. De hecho, eso es lo que significa en inglés: vapor. Aunque también podría evocar algo así como equipo S o ciencia en equipo. Curiosamente, si se pone esa palabra en el buscador no hay nada en las primeras entradas que tenga que ver con la ciencia ni con la educación. Lo que aparece es una plataforma de distribución digital de videojuegos sobre la que hay mucha información en la red. Lo lúdico, lo compartido, y lo tecnológico es lo que tienen en común esa exitosa empresa y el acrónimo de moda en educación.

STEAM debería ser en español CTIAM. Sin embargo, quizá por la sonoridad del acrónimo en inglés o por su vaporosa semántica, no se suele traducir a nuestra lengua. Incluso se pronuncia en medio inglés: “estím”, que también tiene una sonoridad muy grata en catalán. Aunque no se suele pensar mucho en el significado de las palabras que lo componen, su origen está en STEM, un acrónimo acuñado por la agencia gubernamental que lidera en Estados Unidos la investigación y la educación fundamental en ciencia e ingeniería. La educación STEM es un enfoque que promueve una enseñanza integrada de esos cuatro ámbitos (ciencias, tecnología, ingeniería y matemática) y orientada a la resolución práctica de problemas tecnológicos. En los últimos años, la educación STEM ha incorporado también esa A (de artes) que parece subrayar la importancia educativa del componente creativo que también caracteriza a la innovación.

Sin embargo, la moda STEAM no deja de ser un tanto paradójica. Por una parte, promueve una educación que rompa las fronteras entre las disciplinas apostando por lo práctico, lo creativo y el trabajo colaborativo. Pero, por otra, es el banderín de enganche de reivindicaciones gremiales que simplemente reclaman más horas para las matemáticas y otras disciplinas afines. En este segundo sentido, el acrónimo alude más a las partes que al todo. Y de manera bien asimétrica, por cierto. De hecho, en inglés (y en la educación anglosajona) los perfiles y las intersecciones entre la tecnología, la ingeniería y las artes son muy diferentes a lo que entendemos por ellas en España. Por otra parte, la presencia de las disciplinas del acrónimo en nuestro sistema educativo es muy desigual, siendo la asignatura de matemáticas la que ocupa una porción mayor de nuestro currículo aunque, curiosamente, esa es también la especialidad con mayores niveles de exotitulación entre los docentes que la imparten.

17 de octubre de 2019

Ciencia cordial (disponible en pdf)

                               
Mariano Martín Gordillo e Isabel Martins (Coords.)
Ed. Catarata, Madrid, 2018.
Cordiales y entrañables. Así son hoy las relaciones entre las grandes lenguas iberoamericanas, y así deben ser también las relaciones de los ciudadanos con la ciencia y las tecnologías. Sin embargo, los contenidos tradicionales de las asignaturas escolares no ayudan a que deje de parecer un tanto extraña y minoritaria esa parte tan importante de la cultura que es hoy la cultura científica. ¿Qué papel juegan las matemáticas en la aspereza con que muchos jóvenes perciben la ciencia escolar? ¿Cómo afectan las especialidades docentes y la formación del profesorado a la mistificación de la cultura científica en las aulas? ¿Hay otras formas de promoverla? ¿Tenemos experiencias valiosas que puedan servir de modelo? Estas preguntas tienen respuestas afines en español y en portugués. Por eso tiene tanto significado usar las dos lenguas para afrontar el desafío educativo de una ciencia más cordial.

20 de septiembre de 2019

Con asterisco

(Publicado en Escuela el 18 de septiembre de 2019)

Con asterisco. Con nota a pie. Así son evaluados muchos alumnos en España. Sus boletines llevan esa marca especial que indica que en determinadas materias se ha hecho una adaptación curricular significativa, que su currículo no ha sido el normal y su evaluación tampoco. De modo que su promoción no será como la de los demás porque, según parece, a ellos no les sirve esa escala entre el cinco y el diez que distingue los grados de desempeño aceptables en nuestras instituciones escolares. Pero el asterisco* también viene a señalar que no es el currículo el que tiene un problema por no ser todo lo flexible que requiere una educación pretendidamente universal, sino que son esos alumnos los que deben ser señalados para que quede claro que su promoción será distinta, que solo aparentemente habrán alcanzado los llamados mínimos de la educación obligatoria.

El asterisco fue el peaje que hubo que pagar para que, a partir de la LOGSE, nuestro sistema educativo fuera un poco más integrador. Para moderar su tendencia a derivar a algunos niños hacia itinerarios adaptados en centros de educación especial (“derivar”, “itinerarios adaptados”, “educación especial”, así es aún la semántica de la diferencia). Con las adaptaciones curriculares significativas, los apoyos y los asteriscos se pensaba que los docentes socializados en la disciplina de las disciplinas tolerarían mejor que en sus aulas también estuvieran los otros. Esos a los que ya no se llamaría subnormales, deficientes, minusválidos o impedidos (así era no hace tanto tiempo la semántica de la diferencia) pero con la condición de que quedara muy claro que su situación curricular y su evaluación no serían las normales. Por eso esos alumnos llevan asterisco. Para señalar su anormalidad. 

Y es que la normalidad curricular es el presupuesto de un sistema educativo que no se  pregunta por el absurdo de que, siendo obligatorio, sus porcentajes de fracaso superen las dos cifras (¿se aceptaría cuando la mili era obligatoria que más del 10 % de los que hacían la instrucción no se licenciaran?). Una normalidad curricular cuyo significado se presupone (como el valor en los soldados) pero que realmente solo suscita acuerdo porque no nos preguntamos en qué consiste: ¿en los mínimos requeridos para alcanzar ese cinco que parece estar a medio camino entre la nulidad del cero y la perfección del diez?, ¿en esos estándares tan rígidos y naturalizados que algunos alumnos deben creer que el propio Fernando VII se sabía perteneciendo al estándar 36? La normalidad curricular es más bien una entelequia que sirve para no hacerse demasiadas preguntas y seguir usando esos asteriscos que señalan la diferencia con los otros, con esos que antes estaban separados, segregados y estigmatizados pero que ahora tratamos de forma distinta. Con esa deferente diferencia que sigue distinguiendo a los intactos de los dañados y los rotos como, siguiendo a Herta Müller, señala tan oportunamente Carlos Skliar.

9 de septiembre de 2019

Boris Johnson y las ligas de debate

Carolin Emcke acaba de publicar en El País un interesante artículo en el que recuerda y saca consecuencias del debate que tuvo lugar en Westminster el 19 de noviembre de 2015 entre Boris Johnson y Mary Beard. Era una suerte de concurso moderado por un periodista de la BBC a cuyo término se votaría por Grecia o por Roma según lo bien que el político rubio hubiera defendido a la primera o la venerable historiadora argumentara a favor de la segunda.

Boris Johnson intervino primero y basó su defensa de la Grecia clásica en la cólera, en ese espíritu de rebeldía que, según él, habría heredado de ella su país. Roma, según Johnson, fue al fin y al cabo una creación de Grecia como Estados Unidos lo era de los británicos, y representaría a su juicio lo tiránico, la actitud propia de una cultura capaz de abolir herencias griegas tan valiosas como los Juegos Olímpicos. Sus argumentos tenían la soberbia característica de quien no le importa realmente el tema que se debate con tal de conseguir exasperar al adversario y derrotarlo. Pero frente a él estaba Mary Beard que, más que reivindicar la antigua Roma, se dedicó a defender la verdad frente a un embaucador que, mediante la apología y el ejercicio de la cólera, pretendía convencer al auditorio de lo que ella desveló como mentiras, ensueños y distorsiones.

Mary Beard trabaja siempre con el pasado y con la verdad. Y así consigue no solo hacernos más sabios sino también más lúcidos para entender nuestro complejo presente y prepararnos para afrontar mejor los retos del futuro. Boris Johnson hace todo lo contrario. Simplifica los problemas del presente para convencer al público de que el futuro solo requiere actitudes viscerales y acciones contundentes. Y lo hace con un absoluto desprecio hacia la verdad. Aquel debate lo demuestra, como también lo pone de manifiesto esa actitud bronca con que Johnson parece anhelar el abismo y, sobre todo, la posibilidad de conducir a todos hacia él.

1 de agosto de 2019

99 (según Ry)

99 y 155. Esos son los números más queridos para los autodenominados constitucionalistas españoles. De hecho, los invocan tanto que se olvidan de que no son solo números. De que esos artículos también tienen letra.

Por ejemplo el 99. Según la Casa Real ese artículo de la Constitución Española habilita al Rey para decidir cuándo propone al Congreso un candidato para su investidura como Presidente del Gobierno. Así se desprende del comunicado del pasado 26 de julio y de los del 12 y el 26 de abril de 2016. Según la Casa Real, el candidato a Presidente ha de cumplir dos condiciones: querer serlo y tener posibilidades de serlo. La primera debería considerarse obvia tratándose de políticos que se han presentado a las elecciones con intención de ganarlas y, por tanto, de llegar a gobernar. Sin embargo, el Rey y Rajoy, además de la primera y la última letra, comparten el hito de haber conjugado juntos el verbo declinar por primera vez en la historia constitucional española. Rajoy rechazando el 22 de enero de 2016 el ofrecimiento del monarca de proponer su nombre al Presidente del Congreso y el Rey aceptándoselo.

De modo que en la primera legislatura en que el Rey debía proponer un candidato a la Presidencia del Gobierno aceptó que, en la que sería la última para él, Rajoy declinara serlo hasta después de que fracasara Pedro Sánchez. De tal modo que, más que el propio Rey, fue Rajoy quién decidió quién sería el primer candidato que se proponía al Presidente del Congreso. Entonces pareció que era la prudencia lo que inspiraba en ambos ese innovador uso del verbo declinar, no previsto en la Constitución, por el que uno rechazaba ser candidato hasta tener certeza de que la propuesta conduciría a la investidura y el otro aceptaba esa negativa y no lo proponía hasta entonces.

21 de junio de 2019

No se puede hacer más

(Publicado en Escuela el 18 de junio de 2019)

Se hizo todo lo que se pudo. Se intentó pero no hubo manera. Era un caso imposible… Parecen frases propias del mundo sanitario con las que se intenta explicar los fracasos. O más bien justificarlos, porque vienen a recordarnos que no todas las guerras se ganan o que algunas batallas se libran cuando ya es demasiado tarde.

Con expresiones como esas se reconoce que no siempre tienen éxito los empeños humanos por proteger la salud, que la naturaleza impone sus leyes y que en el cuidado de los cuerpos hay límites objetivos. ¿Sucede lo mismo con la educación? ¿Se ha hecho todo lo posible por los alumnos que fracasan? ¿Hay casos imposibles? ¿Tienen justificación los desahucios escolares?

En el ámbito sanitario parece más fácil responder a todo eso. En medicina se usan parámetros y tipologías graduadas para los diagnósticos y están predefinidas y pautadas las correspondientes terapias. Con ello la comunidad médica busca reducir la subjetividad en sus prácticas, algo posible al trabajar con un sustrato biológico susceptible de estudios empíricos y de tratamientos objetivos pero en general bastante refractario a las actitudes humanas. De hecho, en la jerga médica a veces se alude coloquialmente a algunos procesos patológicos describiéndolos en tercera persona y despersonalizando al sujeto que los sufre: “hizo un neumotórax”, “hizo un trombo”…

23 de mayo de 2019

(de)formación inicial

(Publicado en Escuela el 20 de mayo de 2019)

En 2009, tres años después de que se aprobara la LOE, comenzó la primera edición del Máster de Formación del Profesorado de Secundaria,  unos estudios dirigidos a completar la formación inicial de los docentes de secundaria más allá de la enseñanza disciplinar proporcionada en los grados. Por tanto, ya son diez las cohortes que han tenido una formación orientada a las necesidades reales de la práctica docente, que han vivido durante algunos meses la experiencia de un Prácticum concebido como inmersión planificada y completa en las diversas dimensiones propias del trabajo docente y que han preparado y defendido un Trabajo Fin de Master según los requisitos que caracterizan la formación universitaria de posgrado.
 
Aunque todavía son pocos los profesores de secundaria en activo con esta nueva formación, parece indiscutible que el Máster es mucho más pertinente y exigente que aquel Certificado de Aptitud Pedagógica que acreditó a quienes entraron en la profesión entre los años setenta y la década pasada. Por ello, no deja de ser curioso el éxito de ese discurso adanista que reclama insistentemente un MIR educativo obviando por completo los cambios habidos en la formación inicial de los docentes.
Lo cierto es que, con independencia de la conveniencia de incrementar y mejorar la formación inicial con más tiempo de prácticas tuteladas, el problema de fondo que sigue sin ser abordado es el de la relación entre esa formación inicial renovada y el caduco sistema de acceso a la profesión.

26 de abril de 2019

(dis)funcionarios

(Publicado en Escuela el 24 de abril de 2019)

Ser funcionarios del Estado no ha beneficiado a la imagen de los profesores de la educación pública. A los tópicos sobre sus condiciones de trabajo (vacaciones, puentes, horarios…) se les han unido a veces los que se atribuyen supuestamente al conjunto de la función pública (inercia, procrastinación, moscosos…) Así se ha ido construyendo una imagen negativa del funcionariado en la que la estabilidad en el empleo y la relativa protección frente a los riesgos del mercado no serían derechos deseables para todos los trabajadores sino privilegios que quizá deberían perder los funcionarios.

Según esta visión malévola, el funcionariado sería algo así como un cuerpo sin alma, un peso muerto que lastra a la Administración y beneficia más a quienes poseen esa condición que al conjunto de la sociedad. Los fundamentalistas del mercado han insistido siempre en esta idea que, de forma más o menos explícita, cuestiona el valor del sector público y descalifica a los funcionarios. Son generalmente los adalides de unas políticas que favorecen la precariedad en el empleo y los recortes en los servicios públicos sin preocuparse por los efectos que ello tiene en el aumento de la desigualdad.

En todo caso, la imagen pública del funcionariado docente ha ido variando con el tiempo. Si los viejos profesores entarimados de la dictadura daban bastante miedo, a partir de la transición los docentes pasaron a dar cierta envidia. Sin embargo, ahora parece que los profesores debemos dar, más bien, algo de pena. De hecho, cierto discurso victimista está calando entre algunos ciudadanos que, a la vez que repudian los supuestos privilegios de los funcionarios, apoyan que se conceda a los profesores una autoridad que consiste principalmente en reconocer que este trabajo es de difícil desempeño, que la conflictividad es el estado natural de la escuela pública y que se debe blindar la autoridad y el derecho de los profesores a expulsar a los alumnos de las aulas cuando lo consideren necesario.

22 de marzo de 2019

Pulsiones sádicas

(Publicado en Escuela el 18 de marzo de 2019)

Hay dos visiones sobre el mal. La que tiene más adeptos es la del mal radical, el de los malvados que lo hacen porque está en su naturaleza. Según esta visión, la maldad es una condición, no una circunstancia. El delincuente y la víctima serían, por tanto, los dos polos esenciales de una axiología maniquea que considera que esas no son circunstancias de las que queremos rescatar cuanto antes a quienes las sufren, sino condiciones esenciales que les marcan de por vida. Por eso se extienden con tanta fuerza la victimización de la victima y la estigmatización del victimario en estos tiempos en que el imaginario de la picota parece estar sustituyendo otra vez al del ágora. Un ejemplo cercano de la fuerza de esa idea es la exigencia de certificación negativa del registro delincuentes sexuales como requisito para ejercer, o seguir ejerciendo, la función docente. Y es que, desde esa concepción del mal radical, la de delincuente no sería una circunstancia remediable sino una condición permanente y no revisable.

Frente a esa idea de un mal esencial, casi diabólico, Hannah Arendt acuñó la noción de la banalidad del mal como explicación de algunas de las mayores desgracias que pueden sufrir los humanos. La idea de la banalidad del mal va más allá de las intenciones individuales o de los instintos perversos. Supone que, en las sociedades complejas, la desresponsabilización de los individuos puede hacer que lleguen a causar el mal creyéndose estrictos observantes del bien y leales cumplidores de las normas. Renunciando a razonar sobre los efectos de sus actos cuando los consideran “ajustados a norma” es como los funcionarios de las instituciones burocráticas pueden provocar grandes males sin tener conciencia de ello. El caso de Eichmann es el ejemplo extremo de hasta dónde puede llegar la banalidad del mal. Pero  también hay ejemplos menores, aunque nada inocuos, en contextos bien cercanos. 

La banalidad del mal aparece en las instituciones escolares cuando sus profesionales renuncian a pensar sobre los fundamentos y los efectos de lo que hacen. Se manifiesta, por ejemplo, en algunas decisiones de las juntas de evaluación, en ciertas formas de entender los derechos y los deberes del alumnado o en las maneras en que algunas instituciones escolares se relacionan con su público.

22 de febrero de 2019

Innovar

(Publicado en Escuela el 19 de febrero de 2019)

Copiar e innovar. Dos características definitorias de la condición humana. Introducir novedades en el mundo y luego reproducirlas, multiplicarlas y mejorarlas. Esas fueron las claves del éxito adaptativo de nuestra especie, de su capacidad para modificar el medio haciéndolo primero propicio a sus necesidades y después a sus deseos. La innovación y la reproducción de lo creado nos han acompañado siempre y son rasgos definitorios de nuestra idiosincrasia filogenética, la de una especie que desciende de multitud de estirpes que innovaron y supieron copiar y multiplicar sus hallazgos.
 
La técnica del azar de la que hablaba Ortega era, por tanto, la de la innovación imprevista, la propia de un primitivo curioso, dispuesto siempre a jugar y a experimentar. Y también a reproducir y multiplicar los resultados satisfactorios de sus ensayos azarosos. Tras ella vendría la técnica del artesano, la que nos arrancó del estado de naturaleza y con la que comenzó la división del trabajo. La técnica del artesano miraba más al pasado que al futuro, copiaba las formas tradicionales de hacer las cosas sin arriesgarse a cambiarlas. En ella el aprendiz se formaba con el maestro durante un largo proceso de incorporación al oficio. Era la técnica propia de un mundo de gremios, de una sociedad que aún no era industrial ni urbana. Por eso la educación aún no era escolar en aquel tiempo. El adiestramiento técnico se producía desde la infancia en el propio desempeño de los diversos menesteres domésticos o artesanos. Y la conducta moral se aprendía en el seno de una comunidad que aún no había crecido tanto como para que surgiera el anonimato. La sociedad del primer entorno, como la llama Javier Echeverría, la del cambio suprageneracional, del que habla Mariano Fernández Enguita, o la de la técnica del artesano de Ortega era, por tanto, más la sociedad de la copia que la de la innovación. Esta vendría después y tendría como característica más destacada esa profunda indeterminación sobre la que ya nos advirtió en los años treinta ese gran filósofo de la técnica.
 
La innovación es, por tanto, propia de la técnica del técnico. Esa en la que se separan el diseño y la ejecución. El diseño innova, la ejecución repite. El ingeniero se las ingenia para encontrar la solución adecuada a cada nuevo problema mientras que el obrero solo opera siguiendo un plan prefijado. El primero piensa y crea. El segundo actúa y reproduce. Una escisión antropológica que va más allá de la vieja división del trabajo y que añade nuevos sentidos a la idea de alienación. Ortega fue premonitorio al señalar los riesgos que caracterizan a la indeterminación propia de la técnica del técnico. Una apertura que está llegando al paroxismo en este siglo y que encuentra nuevos horizontes en unos tiempos en los que el desarrollo de la tecnología y singularmente del trabajo podrían dejar de estar en manos de los humanos.

24 de enero de 2019

Copiar

(Publicado en Escuela el 24  de enero de 2019)

Copiar e innovar. Dos características definitorias de la condición humana. Nuestra especie no se adaptó a un medio determinado sino que creó los medios que le permitieron escapar a cualquier determinación. Y lo hizo copiando e innovando. Introduciendo novedades en el mundo y replicándolas una y otra vez. La técnica del azar de la que hablaba Ortega era la innovación imprevista, sorpresiva y no planificada. La que puso una piedra entre la mano y la presa y convirtió en depredador al primate. La que hizo saltar una chispa y le permitió cocinar la carne. Desde entonces copiar ha sido lo más importante. Aprender de los otros y con los otros. Compartir los hallazgos y multiplicarlos. Y es que el derecho a copiar es quizá el más antiguo y natural de los derechos humanos. El que hizo posible la existencia del más importante de los bienes: el bien común. Y así surgió el lenguaje, la escritura y también esa técnica que Ortega llamó del artesano. Según él, incorporándose a una tradición insondable, el aprendiz se iba convirtiendo en maestro. Así que el Homo sapiens ha sido antes que nada el animal que copia, el que comparte lo que sabe hacer y lo que sabe. Y es que la técnica y la ciencia nacieron comunistas. Por eso cada nueva generación mira al mundo y lo reconstruye a hombros de gigantes.

No es extraño, por tanto, que la escuela sea, entre otras cosas, el lugar en el que se aprende a copiar. Ese entorno en el que descubrimos con otros lo que se sabe sobre el mundo. El escenario en el que copiamos las destrezas e imitamos los valores destilados por la historia. La escuela mira, por tanto, hacia el pasado para dotar a cada generación del acervo cultural heredado. Por eso aprender a copiar todo lo bueno, todo lo útil y todo lo necesario es una de sus funciones principales.

Pero aprender a copiar no es aprender a reproducir, a producir de nuevo lo que ya existe. La etimología de la palabra remite a la abundancia y a la riqueza y es de eso de lo que se trata. De que las nuevas generaciones se apropien de ese inmenso caudal heredado que son la ciencia, la técnica, las artes y, en general, la cultura. Reproducir los contenidos de los libros de texto y los ejercicios en la pizarra es una versión espuria del significado profundo de aprender a copiar, de ir asumiendo como propia esa riquísima herencia.