(Publicado en Escuela el 18 de septiembre de 2019)
El asterisco fue el peaje que hubo que pagar para que, a partir de la LOGSE, nuestro sistema educativo fuera un poco más integrador. Para moderar su tendencia a derivar a algunos niños hacia itinerarios adaptados en centros de educación especial (“derivar”, “itinerarios adaptados”, “educación especial”, así es aún la semántica de la diferencia). Con las adaptaciones curriculares significativas, los apoyos y los asteriscos se pensaba que los docentes socializados en la disciplina de las disciplinas tolerarían mejor que en sus aulas también estuvieran los otros. Esos a los que ya no se llamaría subnormales, deficientes, minusválidos o impedidos (así era no hace tanto tiempo la semántica de la diferencia) pero con la condición de que quedara muy claro que su situación curricular y su evaluación no serían las normales. Por eso esos alumnos llevan asterisco. Para señalar su anormalidad.
Y es que la normalidad curricular es el presupuesto de un sistema educativo que no se pregunta por el absurdo de que, siendo obligatorio, sus porcentajes de fracaso superen las dos cifras (¿se aceptaría cuando la mili era obligatoria que más del 10 % de los que hacían la instrucción no se licenciaran?). Una normalidad curricular cuyo significado se presupone (como el valor en los soldados) pero que realmente solo suscita acuerdo porque no nos preguntamos en qué consiste: ¿en los mínimos requeridos para alcanzar ese cinco que parece estar a medio camino entre la nulidad del cero y la perfección del diez?, ¿en esos estándares tan rígidos y naturalizados que algunos alumnos deben creer que el propio Fernando VII se sabía perteneciendo al estándar 36? La normalidad curricular es más bien una entelequia que sirve para no hacerse demasiadas preguntas y seguir usando esos asteriscos que señalan la diferencia con los otros, con esos que antes estaban separados, segregados y estigmatizados pero que ahora tratamos de forma distinta. Con esa deferente diferencia que sigue distinguiendo a los intactos de los dañados y los rotos como, siguiendo a Herta Müller, señala tan oportunamente Carlos Skliar.
Con asterisco. Con nota a pie. Así son evaluados muchos alumnos en España. Sus boletines llevan esa marca especial que indica que en determinadas materias se ha hecho una adaptación curricular significativa, que su currículo no ha sido el normal y su evaluación tampoco. De modo que su promoción no será como la de los demás porque, según parece, a ellos no les sirve esa escala entre el cinco y el diez que distingue los grados de desempeño aceptables en nuestras instituciones escolares. Pero el asterisco* también viene a señalar que no es el currículo el que tiene un problema por no ser todo lo flexible que requiere una educación pretendidamente universal, sino que son esos alumnos los que deben ser señalados para que quede claro que su promoción será distinta, que solo aparentemente habrán alcanzado los llamados mínimos de la educación obligatoria.
El asterisco fue el peaje que hubo que pagar para que, a partir de la LOGSE, nuestro sistema educativo fuera un poco más integrador. Para moderar su tendencia a derivar a algunos niños hacia itinerarios adaptados en centros de educación especial (“derivar”, “itinerarios adaptados”, “educación especial”, así es aún la semántica de la diferencia). Con las adaptaciones curriculares significativas, los apoyos y los asteriscos se pensaba que los docentes socializados en la disciplina de las disciplinas tolerarían mejor que en sus aulas también estuvieran los otros. Esos a los que ya no se llamaría subnormales, deficientes, minusválidos o impedidos (así era no hace tanto tiempo la semántica de la diferencia) pero con la condición de que quedara muy claro que su situación curricular y su evaluación no serían las normales. Por eso esos alumnos llevan asterisco. Para señalar su anormalidad.
Y es que la normalidad curricular es el presupuesto de un sistema educativo que no se pregunta por el absurdo de que, siendo obligatorio, sus porcentajes de fracaso superen las dos cifras (¿se aceptaría cuando la mili era obligatoria que más del 10 % de los que hacían la instrucción no se licenciaran?). Una normalidad curricular cuyo significado se presupone (como el valor en los soldados) pero que realmente solo suscita acuerdo porque no nos preguntamos en qué consiste: ¿en los mínimos requeridos para alcanzar ese cinco que parece estar a medio camino entre la nulidad del cero y la perfección del diez?, ¿en esos estándares tan rígidos y naturalizados que algunos alumnos deben creer que el propio Fernando VII se sabía perteneciendo al estándar 36? La normalidad curricular es más bien una entelequia que sirve para no hacerse demasiadas preguntas y seguir usando esos asteriscos que señalan la diferencia con los otros, con esos que antes estaban separados, segregados y estigmatizados pero que ahora tratamos de forma distinta. Con esa deferente diferencia que sigue distinguiendo a los intactos de los dañados y los rotos como, siguiendo a Herta Müller, señala tan oportunamente Carlos Skliar.