(Publicado en Escuela el 17 de octubre de 2017)
Las personas no asumen su pertenencia a una
determinada comunidad social o política por el relato que de ella se pueda
hacer en las aulas. Aunque lo intentó tenazmente, ni siquiera el franquismo lo
consiguió. Sin embargo, esa era la idea que subyacía en aquel Plan de Humanidades
de cuya presentación en el Congreso se cumplen ahora veinte años.
Sentirse miembro de una comunidad no es algo que se
aprenda en los libros de texto. Más bien es la cotidianidad del contacto humano
lo que va haciendo crecer el aprecio por una comunidad social y su cultura.
Esto es algo comúnmente aceptado en la construcción de la ciudadanía europea,
para la que se considera mucho más fructífero favorecer estancias e intercambios
entre los jóvenes de distintos países que la mera introducción de contenidos
europeístas en los currículos. Pero esta idea, tan obvia, no se ha tenido en
cuenta para fomentar actitudes positivas hacia la rica diversidad que
caracteriza a nuestro país. Más bien se ha dejado que sean el azar y las muy
desiguales experiencias familiares las que deparen (o no) esas vivencias que
facilitan el aprecio entre ciudadanos de distintos territorios.
La potente red institucional que es un sistema
educativo podría ser una excelente plataforma para la multiplicación de
intercambios, estancias y colonias de verano que permitirían que los alumnos españoles
tuvieran, a lo largo de su escolaridad, muchas oportunidades para conocer mejor
su país, para convivir con familias de otros lugares, para discutir directamente
sobre los prejuicios que se tienen antes de conocerse, para sentir que esos
prejuicios se convierten en juicios matizados y poco a poco se van diluyendo.
Unas iniciativas que quizá no deberían limitarse a España, sino facilitar
también contactos e intercambios con esa inmensa, hermosa y diversa comunidad
llamada Iberoamérica.
Además de esa finalidad primordial, la puesta en marcha de ese tipo de proyectos de movilización masiva de la ciudadanía, en periodos cortos pero repetidos, tendría el efecto secundario de favorecer una formación docente verdaderamente en red y de propiciar el conocimiento directo de la forma en que otros afrontan los problemas y desarrollan sus proyectos educativos.
Sin duda, estas iniciativas son las que más pueden
hacer, en el medio y largo plazo, por favorecer que el sistema educativo cumpla
su primordial función en la construcción de la ciudadanía democrática y el
fortalecimiento de la convivencia.
Todo esto no lo digo ahora que la situación se ha
complicado tanto. Lo decía y lo escribía también en 2006, aquel año en que los
catalanes ratificaban en referéndum un estatuto que antes había sido aprobado
por su parlamento y también por el español. Era el tiempo en que algunos
boicoteaban el cava catalán, recogían firmas para convocar otro referéndum en
España y hacían todo lo posible para que aquel texto y nuestra Constitución
fueran declarados incompatibles. La suya era una actitud irresponsable, pero
coherente con el Plan de Humanidades propuesto por aquella ministra que, tras
crispar el debate sobre la enseñanza de la Historia, luego fue pionera, desde
la Comunidad de Madrid, en inventos como el llamado bachillerato de excelencia
o esa anglófila ilusión bilingüe que tanto daño está haciendo en nuestro
sistema educativo.
Ya han pasado casi doce años de aquel tiempo en que se
fueron fraguando las actuales tensiones territoriales. Entonces hacía trece de
aquel verano que evoca la magnífica película de Carla Simón sobre unas niñas
que ahora pertenecen a la generación de catalanes que está viviendo este otoño
del diecisiete como su abril del setenta y cuatro.
Esa generación de catalanes y españoles ha llegado a
la edad adulta habiendo tenido muchas más oportunidades para estrechar lazos
con jóvenes del resto de Europa que para hacerlo entre ellos. Y eso es algo que
también refleja Julia ist, otra
estupenda película dirigida por otra joven catalana (Elena Martín) de esa misma
generación.
Pero vuelvo a la preciosa película que da título a
este texto. Pronto nos representará en los Oscar y esa es una buena noticia.
Seguramente por eso se ha estrenado en muchos cines de toda España. Sin embargo
en la mayoría de ellos solo se ha podido ver en versión doblada, es decir,
privando a los espectadores de escuchar a esas niñas deliciosas hablando en su
lengua. Seguramente tiene que ser así. Seguramente no cabe imaginar que fuera
de Cataluña se puedan ver, ni siquiera con subtítulos, películas habladas en
catalán. Es un mal que también nos aqueja en nuestro trato con productos
culturales de otros países. Pero que el catalán resulte a muchos españoles más
ajeno que el inglés debería parecernos tan anómalo como lo sería que en
Cataluña consideraran extraña la lengua que compartimos con más de cuatrocientos
millones de personas.
Los intercambios que en los años ochenta promovió
tímidamente el Ministerio de Educación, los programas de Recuperación de
Pueblos Abandonados o aquella iniciativa que se llamaba Barcelona Aula Oberta fueron (con pocas más), modestas
oportunidades que algunos docentes aprovechamos para ser coherentes con lo
expresado en los primeros párrafos de este texto. Lo hacíamos porque queríamos
aportar algo para que la convivencia en este país pudiera ser más cordial y
menos visceral. Sin embargo, hemos sido pocos.
No sé si aún estaremos a tiempo. Muchos creen que ya
es tarde. Da igual. Convendrá seguir intentándolo. Intentando que nuestros
alumnos puedan tener oportunidades de compartir vivencias con compañeros de
otras comunidades. E intentando que el catalán se pueda escuchar con
naturalidad en nuestros cines y en nuestras televisiones (¿se atreverá a
impulsarlo algún gobierno?). Y que oírlo no nos resulte extraño. Más bien
agradable. Como todo lo que consideramos nuestro.
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