20 de octubre de 2017

Estiu 1993

(Publicado en Escuela el 17 de octubre de 2017)

Las personas no asumen su pertenencia a una determinada comunidad social o política por el relato que de ella se pueda hacer en las aulas. Aunque lo intentó tenazmente, ni siquiera el franquismo lo consiguió. Sin embargo, esa era la idea que subyacía en aquel Plan de Humanidades de cuya presentación en el Congreso se cumplen ahora veinte años.

Sentirse miembro de una comunidad no es algo que se aprenda en los libros de texto. Más bien es la cotidianidad del contacto humano lo que va haciendo crecer el aprecio por una comunidad social y su cultura. Esto es algo comúnmente aceptado en la construcción de la ciudadanía europea, para la que se considera mucho más fructífero favorecer estancias e intercambios entre los jóvenes de distintos países que la mera introducción de contenidos europeístas en los currículos. Pero esta idea, tan obvia, no se ha tenido en cuenta para fomentar actitudes positivas hacia la rica diversidad que caracteriza a nuestro país. Más bien se ha dejado que sean el azar y las muy desiguales experiencias familiares las que deparen (o no) esas vivencias que facilitan el aprecio entre ciudadanos de distintos territorios. 

La potente red institucional que es un sistema educativo podría ser una excelente plataforma para la multiplicación de intercambios, estancias y colonias de verano que permitirían que los alumnos españoles tuvieran, a lo largo de su escolaridad, muchas oportunidades para conocer mejor su país, para convivir con familias de otros lugares, para discutir directamente sobre los prejuicios que se tienen antes de conocerse, para sentir que esos prejuicios se convierten en juicios matizados y poco a poco se van diluyendo. Unas iniciativas que quizá no deberían limitarse a España, sino facilitar también contactos e intercambios con esa inmensa, hermosa y diversa comunidad llamada Iberoamérica.

Además de esa finalidad primordial, la puesta en marcha de ese tipo de proyectos de movilización masiva de la ciudadanía, en periodos cortos pero repetidos, tendría el efecto secundario de favorecer una formación docente verdaderamente en red y de propiciar el conocimiento directo de la forma en que otros afrontan los problemas y desarrollan sus proyectos educativos.

Sin duda, estas iniciativas son las que más pueden hacer, en el medio y largo plazo, por favorecer que el sistema educativo cumpla su primordial función en la construcción de la ciudadanía democrática y el fortalecimiento de la convivencia.

Todo esto no lo digo ahora que la situación se ha complicado tanto. Lo decía y lo escribía también en 2006, aquel año en que los catalanes ratificaban en referéndum un estatuto que antes había sido aprobado por su parlamento y también por el español. Era el tiempo en que algunos boicoteaban el cava catalán, recogían firmas para convocar otro referéndum en España y hacían todo lo posible para que aquel texto y nuestra Constitución fueran declarados incompatibles. La suya era una actitud irresponsable, pero coherente con el Plan de Humanidades propuesto por aquella ministra que, tras crispar el debate sobre la enseñanza de la Historia, luego fue pionera, desde la Comunidad de Madrid, en inventos como el llamado bachillerato de excelencia o esa anglófila ilusión bilingüe que tanto daño está haciendo en nuestro sistema educativo.

Ya han pasado casi doce años de aquel tiempo en que se fueron fraguando las actuales tensiones territoriales. Entonces hacía trece de aquel verano que evoca la magnífica película de Carla Simón sobre unas niñas que ahora pertenecen a la generación de catalanes que está viviendo este otoño del diecisiete como su abril del setenta y cuatro.

Esa generación de catalanes y españoles ha llegado a la edad adulta habiendo tenido muchas más oportunidades para estrechar lazos con jóvenes del resto de Europa que para hacerlo entre ellos. Y eso es algo que también refleja Julia ist, otra estupenda película dirigida por otra joven catalana (Elena Martín) de esa misma generación. 

Pero vuelvo a la preciosa película que da título a este texto. Pronto nos representará en los Oscar y esa es una buena noticia. Seguramente por eso se ha estrenado en muchos cines de toda España. Sin embargo en la mayoría de ellos solo se ha podido ver en versión doblada, es decir, privando a los espectadores de escuchar a esas niñas deliciosas hablando en su lengua. Seguramente tiene que ser así. Seguramente no cabe imaginar que fuera de Cataluña se puedan ver, ni siquiera con subtítulos, películas habladas en catalán. Es un mal que también nos aqueja en nuestro trato con productos culturales de otros países. Pero que el catalán resulte a muchos españoles más ajeno que el inglés debería parecernos tan anómalo como lo sería que en Cataluña consideraran extraña la lengua que compartimos con más de cuatrocientos millones de personas.

Los intercambios que en los años ochenta promovió tímidamente el Ministerio de Educación, los programas de Recuperación de Pueblos Abandonados o aquella iniciativa que se llamaba Barcelona Aula Oberta fueron (con pocas más), modestas oportunidades que algunos docentes aprovechamos para ser coherentes con lo expresado en los primeros párrafos de este texto. Lo hacíamos porque queríamos aportar algo para que la convivencia en este país pudiera ser más cordial y menos visceral. Sin embargo, hemos sido pocos.

No sé si aún estaremos a tiempo. Muchos creen que ya es tarde. Da igual. Convendrá seguir intentándolo. Intentando que nuestros alumnos puedan tener oportunidades de compartir vivencias con compañeros de otras comunidades. E intentando que el catalán se pueda escuchar con naturalidad en nuestros cines y en nuestras televisiones (¿se atreverá a impulsarlo algún gobierno?). Y que oírlo no nos resulte extraño. Más bien agradable. Como todo lo que consideramos nuestro.

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