(Publicado en Escuela el 27 de febrero de 2018)
1. Acción y efecto de oponer u oponerse.
2. Disposición de algunas cosas, de modo que estén unas enfrente de otras.
3. Contrariedad o antagonismo entre dos cosas.
4. Conjunto de pruebas selectivas en que los aspirantes a un puesto de trabajo, generalmente en la Administración pública, muestran su competencia, que es juzgada por un tribunal.
Resulta curioso que para hablar del acceso a esta profesión sigamos utilizando un término que en sus tres primeras acepciones significa justo lo opuesto que colaborar o cooperar y en la cuarta es definido con palabras tan ajenas a lo educativo como juzgar o tribunal. Aunque quizá esto no deba extrañarnos teniendo en cuenta la importancia que las pruebas (otro término de semántica judicial) siguen teniendo en la evaluación cotidiana de nuestro alumnado y en la selección de su profesorado.
En las llamadas oposiciones docentes hay dos elementos sustantivos: los temas conceptuales y problemas prácticos de cada especialidad y esa segunda parte, a veces llamada didáctica, que suele consistir en la presentación y defensa de ciertos documentos programáticos.
Con mayor o menor ponderación de cada uno de ellos y con variaciones en su valor relativo respecto de la fase de concurso (ahí se juega si el sistema será hostil o propicio para los interinos), esos dos elementos han sido los ejes del acceso a la función pública docente desde hace décadas en España. Era más o menos así en aquellos años ochenta en que las convocatorias eran anuales, las pruebas comenzaban en julio y las convocaba el MEC en buena parte del país. Y también es así ahora que se convocan cada dos o más años, empiezan en junio, afectando al curso escolar, y son organizadas por unas administraciones autonómicas que no tienen pudor en ponerse de acuerdo para evitar eso que llaman efecto llamada.
Sin embargo, que la selección docente esté centrada en el dominio de contenidos principalmente conceptuales y en la capacidad para definir y defender proyectos pedagógicos de carácter programático es cuanto menos discutible si su fin declarado es seleccionar a los más competentes para el desempeño de esta profesión.
El actual debate adanista sobre el pretendido MIR docente (en el que se obvia que existen prácticas en la formación universitaria del profesorado de primaria y que ya hay un máster específico para el profesorado de secundaria) hace que ese dispositivo heredado que seguimos llamando oposiciones apenas sea revisado a pesar de que con él se está decidiendo el profesorado de las próximas décadas.
Aunque las actuales oposiciones docentes se centran principalmente en contenidos conceptuales, ni siquiera garantizan su dominio completo por los aspirantes (en eso se diferencian bastante del acceso al dichoso MIR), sino solo la brillantez con que resuelven algún problema propio de su especialidad y desarrollan un tema concreto elegido entre los tres, cuatro o cinco que salen en un sorteo. Por lo demás, esta comprobación de competencias académicas resulta innecesaria para aquellos graduados universitarios de especialidad concordante con aquella a la que opositan. De hecho, está mejor acreditada en los cuatro años que conducen al título universitario que en las pocas horas en que el opositor desarrolla una prueba sobre alguno de los temas que el azar selecciona y que será valorada por un tribunal cuya composición también define el azar. Si esa competencia académica se considera tan importante, la selección de los mejores podría hacerse considerando la nota media de su expediente universitario o la obtenida en aquellas asignaturas que se consideren más relevantes. Para los exotitulados, el propio máster de secundaria (organizado por especialidades docentes) puede servir para que se adquieran y acrediten las competencias disciplinares no incluidas en su grado.
Por otra parte, dar mucho valor al manejo de la terminología pedagógica dominante o a la normativa vigente supone olvidar que en las tres o cuatro décadas en que los nuevos docentes desempeñarán su labor se sucederán modas muy diversas. Así que los opositores que en estos años son seleccionados por su fe y su pericia con las rúbricas y estándares de aprendizaje no es seguro que vayan a ser los mejores para el futuro. Como tampoco aportó mucho que los actuales funcionarios docentes fueran diestros en su momento en el manejo de las competencias y capacidades, los conceptos, procedimientos y actitudes o incluso los objetivos generales, específicos y operativos.
Mientras se define en qué queda ese pretendido MIR docente (¿acabará siendo solo una nueva figura de la precariedad laboral?), la palabra oposiciones sigue sin parecer obsoleta para describir el acceso a esta profesión. Así que quizá convenga intentar que, mientras se cambian o no, empiecen a valorar también otras competencias distintas de las que ahora presiden la selección del profesorado que tendrá nuestro país a mediados de este siglo.
Para ello los problemas y dilemas inspirados en la práctica docente efectiva de la vida real de los centros o el modo en que se abordan situaciones controvertidas no solo desde la perspectiva del docente de una especialidad sino también la del tutor o la del miembro de un equipo directivo (funciones que, por lo demás, acabarán ejerciendo también los futuros profesores) podrían poner de manifiesto cuál es la manera en que los aspirantes a docentes se enfrentan (incluso en su lenguaje) a las decisiones de alto calado deontológico que se toman cada día en este trabajo. Y es que los más competentes no son necesariamente los que redactan mejor un tema o diseñan con elegancia una programación o una unidad didáctica. Sino, más bien, los más comprometidos con la cultura en general, con las materias en que son especialistas, con la pasión por fomentar la primera, enseñar bien las segundas y disfrutar haciendo ambas cosas. Por cómo responden a un examen conceptual no podemos saber quiénes serán los profesores más tenaces, los más cordiales, las más cooperativos, los que tienen más empatía, los más alegres, los más creativos, los más innovadores y los más resistentes a esas inercias burocráticas que aún siguen teniendo tanta presencia en nuestras instituciones educativas. Porque los más competentes son, en suma, los más comprometidos con los verdaderos fines de desarrollo individual y de progreso social para los que fueron creadas esas instituciones. Y eso, tal como están concebidas, no lo distinguen las actuales oposiciones.
Muchos pensarán que todo esto es muy discutible y que sería muy discutido en los propios tribunales. Que quienes los componen quizá no tengan tan claras esas competencias como para poder evaluarlas. Pero, incluso si fuera así, un sistema de acceso concebido de otro modo serviría para mucho. Al menos para hacer pensar sobre todo esto a quienes participan en él. A los aspirantes, a los evaluadores y a quienes tienen la responsabilidad de convocarlo y organizarlo. Así que no estaría mal pensar más y actuar mejor en estos temas. No vaya a ser que tardemos demasiado en darnos cuenta de que, para distinguir las verdaderas competencias docentes, quizá el azar no sea mucho peor que las actuales oposiciones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario