(Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 26 de abril de 2023)
Las cosas han cambiado mucho en poco tiempo. Hace solo tres años la pandemia vació las aulas y, aunque entonces no se hablaba tanto de inteligencia artificial, los discursos educativos acentuaron las querencias tecnófilas, convirtiendo casi en sinónimos la innovación educativa y la inversión en TIC. El año 2020 fue el de las teleclases y las telerreuniones, y, con ellas, el del advenimiento paroxístico de unas nuevas formas de interacción entre los docentes de la mano de Microsoft Teams (o análogos). Todo eso ha dejado huella en los centros y, aunque la nueva ley educativa ha hecho que se hable bastante de situaciones de aprendizaje, el destino principal de estas no está siendo cambiar significativamente la cotidianidad de los centros sino, quizá, quedar sepultadas entre las logomaquias de moda en las programaciones docentes.
Lo cierto es que, para muchos alumnos, las experiencias más relevantes sobre situaciones de aprendizaje se siguen reduciendo a tres: el examen de evaluación, el de recuperación y el de repesca (o subir nota) a final de curso. Por lo demás, el campeonismo condiciona cada vez más nuestro sistema educativo con esa prueba de acceso a la universidad que, convertida en rito de paso y causa final de casi todo, hace tan estresante el mermado tiempo lectivo de 2º de bachillerato, a mayor gloria del ideal meritocrático.
Y es que quizá no se esté entendiendo bien el calado y los efectos que tendrá la interacción entre la inteligencia artificial y el modelo asignaturesco dominante en nuestro sistema educativo, ni el papel teleológico que los exámenes siguen teniendo en él. De hecho, es poco probable que estos pierdan su primacía como forma mayoritaria de evaluación, pero sí lo es que las producciones creativas y colaborativas de los alumnos queden bajo sospecha como elementos evaluables. En este sentido, la inteligencia artificial puede convertirse en la coartada para un repliegue, aún mayor, hacia las prácticas más tradicionales (por ejemplo, los exámenes orales y los trabajos a mano) que serían, para algunos docentes, un agónico refugio ante el uso del ChatGPT (y lo que venga) por parte de unos alumnos a los que, hasta ahora, nuestro sistema educativo ha enseñado más a querer aprobar que a querer aprender.La tercera década de este siglo está camino de ser la de los mayores desafíos para unas instituciones escolares que, mal que bien, siguen siendo necesarias por sus importantes funciones de cuidado y custodia de los menores, pero cuyo papel educativo comienza a ser sometido a retos descomunales. La escuela no podrá ser una isla en un mundo en el que el lenguaje natural puede dejar de ser monopolio de los humanos, en el que la realidad virtual puede llegar a ser indiscernible de la realidad natural y en el que nuevas formas algorítmicas de producción tecnológica pueden hacer innecesaria la adquisición de buena parte de las competencias instrumentales que habían justificado hasta ahora los contenidos mayoritarios de los currículos escolares.
En este sentido, la alfabetización estética, singularmente en el ámbito audiovisual y de la expresión escénica, ofrece un campo apenas desarrollado en el que la educación escolar podría tener mucho que ofrecer, con y sin la ayuda de la inteligencia artificial. También el desarrollo de competencias y hábitos dialógicos y críticos, tanto más necesarios cuanto mayores son los dilemas éticos y políticos que irán apareciendo. Ello debería llevarnos a comprender la necesidad de reorientar las enseñanzas. Por ejemplo, hacia una cultura científica social y ambientalmente relevante o hacia unas matemáticas cívicas que fomenten el desarrollo de actitudes críticas. Y, en general, hacia una mayor interrelación entre la cultura, real y diversa, y la promoción de esa densidad cultural, no compartimentable, que justifica la propia existencia de las instituciones escolares. Tal podría ser el mejor bagaje que estas podrían ofrecer a una ciudadanía que habrá de enfrentarse a decisiones cada vez más complejas en escenarios cuya creciente incertidumbre no puede, ni debe, ser despejada por la apelación a la inteligencia artificial.
Así que socavar la primacía del examen en las culturas docentes y discentes y recrear los espacios escolares como nuevas ágoras participativas con contornos verdaderamente educativos (más allá de lo instructivo), son los retos que tienen ante sí nuestros sistemas educativos en los próximos años. Unos desafíos que, al menos en España, coincidirán en esta década con el mayor recambio generacional que la profesión docente haya tenido desde los años ochenta del siglo pasado, los de la universalización de la escolarización en nuestro país.
Una demografía menguante podría ser la mejor ocasión para revisar la centralidad que los viejos sistemas de evaluación han tenido en nuestro sistema educativo. Porque, aunque de forma no siempre explícita, sus funciones principales eran antaño la selección y clasificación de quienes debían alcanzar la formación superior. Sin embargo, hoy el reto no es seleccionar a pocos para formarlos mucho, sino mantener a todos y formarlos mucho mejor. Y, para eso, la vieja evaluación de los exámenes, los suspensos, las recuperaciones y las repeticiones es absolutamente disfuncional.
De modo que los retos educativos que se abren en esta década requieren de unas nuevas culturas profesionales especialmente lúcidas, críticas y conscientes de que su labor es mucho más compleja que la de mera instrucción y constatación de lo aprendido.
No hay duda de que los nuevos docentes que se están incorporando a nuestro sistema educativo son muy capaces en muchos aspectos. Pero la contraparte inexcusable de la diligencia es la inteligencia. Esa lucidez comprometida capaz también de entender y asumir las responsabilidades que en el mundo actual se derivan de aquellas advertencias que nos hacía Ortega cuando meditaba sobre la técnica:
“El hombre está hoy, en su fondo, azorado precisamente por la conciencia de su principal ilimitación. Y acaso ello contribuye a que no sepa ya quién es. Porque al hallarse, en principio, capaz de ser todo lo imaginable, ya no sabe qué es lo que efectivamente es. (…) Ser técnico y sólo técnico es poder serlo todo y consecuentemente no ser nada determinado. De puro llena de posibilidades, la técnica es mera forma hueca -como la lógica más formalista-; es incapaz de determinar el contenido de la vida. Por eso estos años en que vivimos, los más intensamente técnicos que ha habido en la historia humana, son de los más vacíos.”
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