28 de septiembre de 2023

Condurar

    (Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 26 de septiembre de 2023)

“Condúralo. Que no hay más ni están a buscarlo”. Se lo oí muchas veces a mis abuelas. El verbo viene del latín (condurare) y significa hacer durar algo, economizarlo. En mi familia ha sido siempre una palabra valiosa, apreciada. Se usó mucho en la posguerra, pero seguramente viene de un tiempo más remoto. Acostumbrados a condurar las cosas, mis antepasados en la Sierra de Béjar aprendieron también a condurar las palabras, a transmitir de generación en generación los preciosos valores que algunas de ellas entrañan.   

Saber condurar es dar valor a aquello de lo que nos servimos. Tomar conciencia de su finitud y de la importancia de preservarlo. Y también de compartirlo, porque condurar se conjuga mayormente en plural: “tenemos que condurar el pan, el aceite, el jabón…” Hay que usar con tino las cosas y no gastarlas a lo tonto. Si acaso, desgastarlas poco a poco dándoles buen uso. Quizá por eso se daba también mucha importancia a “recadarlas”, a guardarlas con cuidado en el sitio más adecuado. Para no olvidarlas, para saber que quedaban a buen recaudo.

Son lecciones de unas vidas menesterosas y sencillas en las que, condurando y recadando, se aprendía la mejor relación con el futuro. A ser previsores, a no derrochar, a buscar una segunda vida para los objetos que nos habían servido bien y podían seguir acompañándonos si se les sabía dar otra función. Condurar supone, por tanto, tomar conciencia de que los bienes son eso, dones que debemos apreciar y usar con moderación. Para que también puedan disfrutarlos otros. Nuestros coetáneos o quienes vengan después.  Por eso es tan grave que, en estos tiempos en que el futuro nos interpela con urgencia y parece pedirnos que no hagamos trampas con las palabras, sigamos abducidos por una vida en presente continuo en la que la sostenibilidad acaba siendo, no preámbulo y motivo para el decrecimiento, sino un lema publicitario que tanto sirve a Amazon como a Wallapop.

La semántica del condurar es solidaria con la del cultivar. Las dos se basan en el tiempo, en el cuidado y en la espera. Ambas aprecian los frutos del esfuerzo y establecen un contrato de buen trato con la humanidad, la naturaleza y la belleza. Por eso la cultura tiene tanto que ver con ellas. La educación también aspira a cultivarnos, a enseñarnos a encontrar el gozo en el arte, en la ciencia o en la filosofía. Porque cuanto más sabemos de ellas, más las cultivamos y más frutos nos ofrecen. Es el círculo virtuoso entre el condurar y la cultura.

Justo lo opuesto a consumir. El diccionario lo define, en primer lugar, como destruir, extinguir. También como gastar energía. Es decir, quemar y oxidar. Por eso es casi un oxímoron hablar de consumo cultural. Con esa idea se consuma la prostitución de las palabras en estos tiempos de streaming en los que en las redes sociales habitan “creadores de contenidos” que se dirigen a los “consumidores de cultura”. Y así se destruye el sentido de las palabras y se desprecian los valores seculares del casi olvidado condurar.

Son tiempos en los que los ciudadanos quedan reducidos a la condición de consumidores. Y los alumnos a la de aprendices de actores en el mercado. Seres que no deben asociar el haber con el tener, el trabajo con el ahorro, las deudas con el riesgo y los fondos de inversión con los casinos. Porque lo más efectivo ya no son las monedas y los billetes, sino mantener un equilibrio virtual, inconsciente y teledirigido, entre el crédito y el débito, automatizando los gestos algorítmicos del contact less. La paga semanal, el monedero y la hucha son declarados obsoletos. Los niños ya no aprenderán las cuentas mientras ajustan el cambio y la calderilla. Su imaginario vital no estará en la tenacidad, la paciencia y la solidaridad sino en el golpe de suerte, el sálvese quien pueda y la herencia sin impuestos. Sus modelos de ejemplaridad ya no los buscarán en el mérito laboral de sus abuelos jubilados sino en la perspicacia de esos cazadores-recolectores digitales eternamente jóvenes en la jungla financiera testosterónica.

La inflación curricular de contenidos financieros los preparará para un mundo en movimiento continuo que, paradójicamente, se pretende sostenible. Con los automóviles como vectores de las metástasis urbanas en las periferias. Con los vuelos de bajo coste como distribuidores de formas móviles de ocio que convierten los centros de las ciudades en cadáveres arquitectónicos exquisitos en los que ya no viven los ciudadanos. Lo explica muy bien Jorge Dioni López en su libro El malestar de las ciudades. Y lo anticipó hace más de medio siglo Henri Lefebvre en El derecho a la ciudad.

Pero la escuela debería ser, entre otras cosas, un lugar en el que sea posible la impugnación de todo eso. Un lugar para enseñar y aprender una relación distinta con el cuidado de las cosas y la previsión ante el futuro. Y un lugar en el que apreciar, recordando a Ordine, la utilidad de lo inútil. Porque multiplicar las asignaturas solo consigue fracturar el tiempo, banalizar su valor y hacer de las aulas un espacio hostil en el que se vive, cada día y cada curso, la triste experiencia del tedio acelerado.

Es importante, por tanto, que la escuela promueva otros valores. Por ejemplo, los del pasado de las palabras y los de ciertas palabras del pasado. Por eso es importante educar para condurar y condurar para educar. La escuela requiere atención a las personas y sosiego. No intensificación de unos horarios y unos calendarios en los que se intercalan largos “respiros” no lectivos para castigo de las familias trabajadoras y promoción de la movilidad, jubilosamente gentrificadora, del cuerpo docente.

Frente a todo eso habría que cultivar el hábito de condurar el compromiso y la ilusión docente. Porque hay que vivir la profesión con intensidad, pero con sosiego. Con lucidez y sabiduría, pero sin caer en las tentaciones de las modas de temporada. Con más deontología y menos ceguera ética. Construyendo en los centros comunidades profesionales colaborativas con densidad moral y no taifas que dan cobijo y coartada a los intereses individuales. Se trata, por tanto, de aprender a condurar la experiencia ilusionada y comprometida que puede llegar a ser una biografía docente. Porque si no aprendemos a hacerlo acabarán teniendo razón aquellos antiguos profesores que miraban con recelo a los noveles intentando inocularles el rancio pesimismo de aquella letanía según la cual empiezas siendo Sancho el Bravo, luego eres Sancho el Fuerte y al final terminas como Sancho Panza.

Por eso habrá que seguir reivindicando al Quijote. Frente a la escuela hay molinos inerciales que ya son verdaderos gigantes ante los cuales quizá debamos mirar atrás para aprender a condurar y enseñar condurando lo que sigue siendo valioso.

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