18 de abril de 2013

Instrucción pública

En el ámbito educativo pocas expresiones tienen tanto pedigrí como esa. La organización de la instrucción pública era el propósito de aquel informe con el que en 1792 Condorcet inauguró el imaginario de la escuela republicana. De la instrucción pública también trataba el informe Quintana que pretendía, hace ahora doscientos años, que en España la educación dependiera del Estado. La Constitución de 1812 ya incorporaba esa expresión que, asimismo, presidió la Ley Moyano de 1857. Y, aunque la República no tuvo tiempo para cambiar muchas cosas, las icónicas Misiones Pedagógicas o el proyecto de Lorenzo Luzuriaga que apostaba por una escuela pública laica, gratuita, activa y coeducativa se han asociado estrechamente con ese concepto que parece vincular la extensión de la educación con la emancipación individual y el progreso social. Por otra parte, que el franquismo renegara de esa expresión (en 1939 la suprimió del nombre del ministerio) ha favorecido que la instrucción pública siga manteniendo hoy cierto aura de progresismo venerable.

Así, quien la reivindica parece conectar con la mejor tradición educativa y cargarse de razón (más bien de emoción) al exponer sus ideas. Ese es el caso de Antonio Muñoz Molina, quien apelaba recientemente a ella (“Memoria crítica”, El País, 30 de marzo de 2013) para criticar, una vez más, los efectos de la LOGSE y defender las posiciones de quienes la consideran causa de grandes males y extravío culposo de la senda de una instrucción pública verdaderamente emancipadora.


Sobre otros asuntos Muñoz Molina gusta de considerar los matices, de evitar los lugares comunes, de huir de lo políticamente correcto y de gozar descubriendo nuevos territorios y nuevos juicios sin regodearse en los terruños ni en los prejuicios. Pero no suele ser así cuando habla de educación. Ahí le pierde el tópico, el prejuicio y lo políticamente correcto.

Es fácil hacer amigos criticando a la LOGSE. También insistiendo en que la juventud (y su educación) está muy mal. Desde los griegos es uno de los lugares comunes con que algunos adultos reivindican su propia biografía frente a la de los jóvenes. Es curioso que Muñoz Molina caiga con tanta frecuencia en esos tópicos. Y que al hacerlo aliente a quienes, con coartada supuestamente progresista, sostienen posturas reaccionarias en lo educativo.

En ese artículo reivindica el bachillerato que cursó en el franquismo como continuador de un modelo republicano de instrucción pública al que nuestra democracia habría traicionado. Pero se equivoca. Fue precisamente el bachillerato lo primero que el franquismo reformó en educación (lo hizo ya en septiembre de 1938). Aquel viejo bachillerato que añora presuponía la marginación educativa, cuando no la desescolarización, de la mayoría de los españoles desde los diez años. Si hubiera que reivindicar algo en la educación del franquismo no sería aquel bachillerato que se impartía en una red raquítica de institutos (en 1959 solo había 119 en toda España), sino más bien la Ley General de Educación (LGE) que en 1970 inició la efectiva universalización de la educación en nuestro país. Frente al bachillerato minoritario anterior, aquella ley supuso un avance porque alargó hasta los catorce años la educación común y obligatoria y añadió un curso más a la educación preuniversitaria (antes se salía del PREU con diecisiete años, edad en la que ahora se termina primero de bachillerato). El avance fue aún mayor con la LOGSE, que hizo obligatoria la educación secundaria hasta los dieciséis años y dignificó la formación profesional tanto en las condiciones de entrada como en la creación de su grado superior tras un bachillerato que así es más polivalente aunque no menos riguroso. De hecho, hoy cuenta con diecisiete materias con currículos incomparablemente más nutridos, complejos y diversos que los de aquel bachillerato anterior a la LGE. Algo obvio porque aquel bachillerato (eufemísticamente llamado superior) concluía a la edad en que ahora se cursa 4º de la ESO.

Por buenos que fueran algunos de nuestros profesores (y la memoria es, a veces, benévola) y exitosas que hayan sido las trayectorias de algunos alumnos, reivindicar a la educación anterior a la LGE como referente ideal hoy tiene algo de obsceno. Y aún más, suponer que la conquista histórica de la extensión de la escolarización, que pronto hará retroceder la LOMCE, ha ido en detrimento de su calidad y su nivel.

No solo obsceno. También muy equivocado y algo ofensivo. Equivocado porque obvia que, aún siendo muchos más que antes, hoy los mejores también lo son mucho más que antes (conviene recordar que los primeros alumnos de la LOGSE son ya profesionales que ahora tienen treinta y cinco años). Y ofensivo porque parece suponer que quienes defendemos la comprensividad y consideramos que, para manejarse en mundo actual, los ciudadanos necesitan más competencias que la memoria, ponemos en riesgo la excelencia y el nivel conceptual de nuestro sistema educativo. Son precisamente quienes se refugian en mitos sobre los saberes del pasado quienes, en lugar de contagiarlo, suelen anestesiar el interés por adquirir nuevos saberes.

Los que aplauden esas invocaciones a la instrucción pública para justificar su querencia por la memorización como la única competencia educativa relevante, por la disciplina de las disciplinas como la única racionalidad escolar posible y por la inercia como base de la educación, no están en la senda que une a Codorcet con Luzuriaga. Más bien están en sus antípodas. Y, lo crean o no, le son muy útiles a Wert.

Es una lástima que una equivocada y acrítica interpretación del lugar de la memoria escolar personal en la memoria histórica educativa haga que, el influyente y tantas veces lúcido, Muñoz Molina contribuya a convertir a la instrucción pública en un mito que sirve de coartada a muchos reaccionarios que no quieren parecerlo. La animadversión sin matices hacia lo que han significado la LOGSE y la LOE no suele conectar con las posiciones que vinculan la educación con la igualdad y el progreso social. Por el contrario, refuerza a los enemigos de esos valores.

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