26 de abril de 2013

Lectivas y complementarias

(publicado en Escuela el 25 de abril de 2013)

Esas son las categorías primordiales que distinguen las horas de trabajo de los docentes. Una distinción que tiene muchas décadas y que solo ha sido perturbada por el reciente incremento del tiempo lectivo semanal.

La escisión entre lo lectivo y lo complementario está tan naturalizada que casi no reparamos en su rancia semántica. Las horas esenciales son las lectivas, las de la lectio. Las demás son complementarias, es decir, accesorias, casi prescindibles. De hecho, varían en número, definición y uso. Solo las guardias o vigilancias se mantienen invariables, incluso con esos nombres, en casi todos los lugares. De modo que el trabajo docente consistiría básicamente en impartir lecciones o en vigilar a los alumnos cuando otros no las imparten. Y seguramente así era hace años, pero parece poco adecuado suponer que sigue (o debe seguir) siendo así hoy.


La borrosa definición de las horas complementarias de computo semanal y mensual esconde tareas tan diversas como valiosas. Pero, postergadas tras lo lectivo y mal cuantificadas, limitan el desarrollo de una profesionalidad docente más compleja y equilibrada.

El tiempo lectivo es el que determina las necesidades de personal y la distribución del trabajo en los centros. Veinte horas semanales son un puesto docente (un horario) en secundaria. Poco importa si esas horas corresponden a grupos de menos de quince alumnos o de casi cuarenta, si son de materias de dos o de cinco horas semanales, si corresponden a contextos de fácil o de difícil desempeño. Lo único que cuenta es ese número. Así se generan desigualdades laborales entre los docentes que clamarían al cielo si no fuera porque no está bien visto señalar que, aunque todos seamos iguales, en realidad unos acaban siendo más iguales que otros.

Lo cierto es que una organización del trabajo docente marcada por la rigidez del cómputo semanal del horario (ligado a una no menos rígida organización semanal del currículo) no es la más adecuada para el correcto desempeño de unas tareas mucho más complejas que las del antiguo profesor que, sin tener que coordinarse con nadie, daba sus clases, hacía alguna guardia y se iba a su casa.

Para mejorar la situación habría que empezar por cambiar la semántica. En el trabajo docente, hay un tiempo relacionado con el currículo, con las enseñanzas de las especialidades. Pero también hay un tiempo relacionado con funciones que se asignan anualmente y que no son intercambiables (singularmente las directivas, las tutoriales y las de coordinación). Y un tercer tiempo de servicio para otras tareas que sí son intercambiables entre los docentes. El reconocimiento de las segundas como funciones esenciales en los centros debería ser mucho más autónomo, flexible y variable que ahora. No tiene sentido que tenga el mismo reconocimiento en su horario el jefe de un departamento con dos miembros que el de uno con ocho. Ni tampoco que la asignación de otras tareas en el centro sea igual para un profesor con menos de cien alumnos que para otro que tiene más de doscientos. De hecho, el número de horas de permanencia en el centro debería ser diferente según la carga de trabajo externo que genera el número de alumnos de cada profesor.

Además de esa nueva semántica haría falta, por tanto, una nueva aritmética capaz de computar el tiempo anual del trabajo docente y no solo su horario semanal. La compensación anual por la variación del trabajo a largo del curso (currículos semestrales, prácticas en empresas, organización de actividades extraescolares…) supondría una flexibilización que podría ser beneficiosa tanto para la organización de los centros como para el adecuado reconocimiento del trabajo docente.

Es lamentable, por tanto, que siga pendiente una reorganización de nuestro trabajo que supere la añeja distinción entre lo lectivo y lo complementario. Como también lo es que no se haya regulado un reparto más flexible de las tareas en función de variables como la edad de los profesores. O que se mantengan los costosos privilegios económicos y laborales del cuerpo de catedráticos, una jerarquía inútil vinculada a una condición personal vitalicia (que nada garantiza y que a nada compromete) y no a una función profesional transitoria y definida. Un privilegio al que, dicho sea de paso, solo se ha podido acceder en algunos lugares y en determinados momentos.

Por desgracia, estas cuestiones no se abordaron convenientemente en unos tiempos en los que era posible mejorar a la vez las condiciones laborales y la eficacia en el servicio público educativo. Y siguen pendientes ahora que solo parece importar la reducción del gasto.

En todo caso, es importante recordar que un trabajo complejo como el educativo requiere sistemas organizativos basados en categorías sensibles a esa complejidad y que reconozcan adecuadamente las funciones más necesarias y que efectivamente se desempeñan en los centros. Lectivas y complementarias son viejas categorías burocráticas que no ayudan a mejorar esta profesión.

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