(Publicado en Escuela el 13 de octubre de 2016)
Uno de los cambios más significativos, y menos comentado, que ha introducido la LOMCE en el bachillerato ha sido el traslado de las matemáticas desde el espacio de las materias de modalidad al de las comunes, ahora llamadas troncales generales. Así, excepto en los bachilleratos de artes y humanidades, ya nadie podrá obtener el título de bachillerato (ni, por tanto, ir a la universidad o a la formación profesional de grado superior) sin haber cursado y aprobado las matemáticas de primero y segundo. Ese cambio tiene, además, consecuencias muy relevantes sobre el horario y sobre algo tan crucial en esa etapa como es la acción tutorial.
Salvo que ahora tienen más alumnos y más candidatos a suspenderlas, los profesores de matemáticas han notado poco los efectos de la LOMCE en el bachillerato. Antes de ella las matemáticas eran una materia de modalidad y tenían, por tanto, cuatro horas semanales. Ahora están entre las materias comunes, que suelen tener tres, pero siguen contando con cuatro horas a la semana. Aunque no suele señalarse, ese traslado es la causa de la eliminación de las materias comunes de Ciencias para el Mundo Contemporáneo en primero y de Historia de la Filosofía en segundo. Además, la presencia de las matemáticas en el espacio común ha comprometido la situación de la tutoría en los dos cursos de bachillerato.
Algunas comunidades autónomas, más sensibles a la importancia de la hora de tutoría en el bachillerato, han decidido mantenerla en los dos cursos. Para hacerlo tenían dos opciones: asignar tres horas a la semana a las matemáticas igual que a las demás materias comunes (al menos en el primer curso donde, a diferencia de los de Filosofía, los contenidos de Matemáticas no entran en la prueba final del bachillerato) o darle cuatro horas haciendo que la carga horaria de cada curso del bachillerato sume 31 horas semanales. Obviamente, han optado por lo segundo ya que entre los mitos educativos a los que ningún político se atrevería a enfrentarse el de que haya más horas de matemáticas es casi tan poderoso como el de esa ilusión bilingüe que hace que a veces se enseñen en inglés.
Así que, con la generalización de la jornada continua, en las comunidades en que tenemos 31 horas semanales en bachillerato una de ellas debe terminar hacia las tres y media de la tarde. Y está claro quién tiene más probabilidades de ocupar ese tiempo en muchos centros: la tutoría. De ese modo, se acaba asignando la peor hora de toda la semana a una labor tan importante y sensible como la que desempeña el tutor de cada grupo. Es algo así como si, no habiendo espacio en el escenario para todos los miembros de una orquesta y debiendo ir alguien al foso, los violinistas decidieran que fuera el director quien se trasladara allí.
Pero ¿no hay otra solución que reserve para la hora semanal de tutoría un momento más adecuado y que no obligue a que una misma materia deba ocupar esa indeseable séptima hora todas las semanas?
Sí que la hay. Conectando en la organización del horario tres de las materias comunes de cada grupo en las tres últimas horas (5ª, 6ª y 7ª) de un día de la semana es posible hacer que entre esas materias pueda hacerse una rotación tal que la 6ª y la 7ª hora se asignen a una misma materia una de cada tres semanas. Otra semana no habría clase de esa materia en ese día y en la tercera semana esa materia se daría a 5ª hora.
Es cierto que la rotación puede consistir también en que las tres materias roten semanalmente entre las horas 5ª, 6ª y 7ª. Pero eso supone que los alumnos tendrían siete y no seis materias en ese día y que los profesores no tendrían las ventajas del modelo anterior: terminar sus clases una semana a 7ª hora, otra a 4ª y otra a 5ª.
Pero, sobre todo, no generaría los beneficios que supone introducir en el currículo una duración variable del tiempo, haciendo que esas materias cuenten con la posibilidad de realizar de cuando en cuando actividades distintas a las habituales. Por ejemplo, hacer exámenes más largos dentro del tiempo lectivo (y no fuera de él), poner una película de cine sin amputarla o plantear ideas más ambiciosas para reorganizar las actividades que se pueden hacer en el aula al disponer de más tiempo continuado. Eso supone abrir posibilidades a actividades muy diversas (para los alumnos una vez cada semana, para el profesor una vez cada tres) que hasta ahora no se pueden ni plantear por la rigidez de la organización intensificada del tiempo escolar. Una organización que responde, por lo demás, a la lógica taylorista propia de esa disciplina de las disciplinas a la que, desgraciadamente, algunos profesores se han adaptado tanto que hasta les cuesta imaginar qué podrían hacer con sus alumnos si pudieran estar más de una hora con ellos.
De la necesidad virtud. Del callejón sin salida al que la LOMCE ha llevado aparentemente al bachillerato a la posibilidad de encontrar vías para la flexibilización del tiempo escolar y para la innovación educativa. Y también para preservar el valor de la tutoría y para empezar a impugnar la rigidez dominante en la articulación del horario.
Nadie suele negar la importancia de la acción tutorial para el progreso de los alumnos. Tampoco que la flexibilidad y la cultura innovadora son elementos clave para mejorar la organización de nuestras instituciones escolares y la propia profesión docente. De hecho, más que las ilusiones bilingües o que destinar más horas a las matemáticas, son esos principios los que caracterizan a los sistemas educativos a los que nos gustaría que se pareciera el nuestro. Así que no hace falta ser finlandeses ni trabajar en centros de jesuitas para empezar a cambiar las cosas. Por ejemplo, con esta sencilla apuesta por la flexibilidad y la innovación a través de una rotación horaria que algunos ya estamos practicando en bachillerato.
Salvo que ahora tienen más alumnos y más candidatos a suspenderlas, los profesores de matemáticas han notado poco los efectos de la LOMCE en el bachillerato. Antes de ella las matemáticas eran una materia de modalidad y tenían, por tanto, cuatro horas semanales. Ahora están entre las materias comunes, que suelen tener tres, pero siguen contando con cuatro horas a la semana. Aunque no suele señalarse, ese traslado es la causa de la eliminación de las materias comunes de Ciencias para el Mundo Contemporáneo en primero y de Historia de la Filosofía en segundo. Además, la presencia de las matemáticas en el espacio común ha comprometido la situación de la tutoría en los dos cursos de bachillerato.
Algunas comunidades autónomas, más sensibles a la importancia de la hora de tutoría en el bachillerato, han decidido mantenerla en los dos cursos. Para hacerlo tenían dos opciones: asignar tres horas a la semana a las matemáticas igual que a las demás materias comunes (al menos en el primer curso donde, a diferencia de los de Filosofía, los contenidos de Matemáticas no entran en la prueba final del bachillerato) o darle cuatro horas haciendo que la carga horaria de cada curso del bachillerato sume 31 horas semanales. Obviamente, han optado por lo segundo ya que entre los mitos educativos a los que ningún político se atrevería a enfrentarse el de que haya más horas de matemáticas es casi tan poderoso como el de esa ilusión bilingüe que hace que a veces se enseñen en inglés.
Así que, con la generalización de la jornada continua, en las comunidades en que tenemos 31 horas semanales en bachillerato una de ellas debe terminar hacia las tres y media de la tarde. Y está claro quién tiene más probabilidades de ocupar ese tiempo en muchos centros: la tutoría. De ese modo, se acaba asignando la peor hora de toda la semana a una labor tan importante y sensible como la que desempeña el tutor de cada grupo. Es algo así como si, no habiendo espacio en el escenario para todos los miembros de una orquesta y debiendo ir alguien al foso, los violinistas decidieran que fuera el director quien se trasladara allí.
Pero ¿no hay otra solución que reserve para la hora semanal de tutoría un momento más adecuado y que no obligue a que una misma materia deba ocupar esa indeseable séptima hora todas las semanas?
Sí que la hay. Conectando en la organización del horario tres de las materias comunes de cada grupo en las tres últimas horas (5ª, 6ª y 7ª) de un día de la semana es posible hacer que entre esas materias pueda hacerse una rotación tal que la 6ª y la 7ª hora se asignen a una misma materia una de cada tres semanas. Otra semana no habría clase de esa materia en ese día y en la tercera semana esa materia se daría a 5ª hora.
Es cierto que la rotación puede consistir también en que las tres materias roten semanalmente entre las horas 5ª, 6ª y 7ª. Pero eso supone que los alumnos tendrían siete y no seis materias en ese día y que los profesores no tendrían las ventajas del modelo anterior: terminar sus clases una semana a 7ª hora, otra a 4ª y otra a 5ª.
Pero, sobre todo, no generaría los beneficios que supone introducir en el currículo una duración variable del tiempo, haciendo que esas materias cuenten con la posibilidad de realizar de cuando en cuando actividades distintas a las habituales. Por ejemplo, hacer exámenes más largos dentro del tiempo lectivo (y no fuera de él), poner una película de cine sin amputarla o plantear ideas más ambiciosas para reorganizar las actividades que se pueden hacer en el aula al disponer de más tiempo continuado. Eso supone abrir posibilidades a actividades muy diversas (para los alumnos una vez cada semana, para el profesor una vez cada tres) que hasta ahora no se pueden ni plantear por la rigidez de la organización intensificada del tiempo escolar. Una organización que responde, por lo demás, a la lógica taylorista propia de esa disciplina de las disciplinas a la que, desgraciadamente, algunos profesores se han adaptado tanto que hasta les cuesta imaginar qué podrían hacer con sus alumnos si pudieran estar más de una hora con ellos.
De la necesidad virtud. Del callejón sin salida al que la LOMCE ha llevado aparentemente al bachillerato a la posibilidad de encontrar vías para la flexibilización del tiempo escolar y para la innovación educativa. Y también para preservar el valor de la tutoría y para empezar a impugnar la rigidez dominante en la articulación del horario.
Nadie suele negar la importancia de la acción tutorial para el progreso de los alumnos. Tampoco que la flexibilidad y la cultura innovadora son elementos clave para mejorar la organización de nuestras instituciones escolares y la propia profesión docente. De hecho, más que las ilusiones bilingües o que destinar más horas a las matemáticas, son esos principios los que caracterizan a los sistemas educativos a los que nos gustaría que se pareciera el nuestro. Así que no hace falta ser finlandeses ni trabajar en centros de jesuitas para empezar a cambiar las cosas. Por ejemplo, con esta sencilla apuesta por la flexibilidad y la innovación a través de una rotación horaria que algunos ya estamos practicando en bachillerato.
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