Las palabras son importantes. Por eso conviene analizar las trampas
que a veces nos tienden. Por ejemplo, en el título de este texto. Sin
empezar a leer su contenido es fácil suponer que pretende desenmascarar
los valores ocultos de la llamada gestación subrogada, expresar la
inmoralidad de que se regulen los vientres de alquiler y defender que el
cuerpo de la mujer no puede entrar en el mercado como un artefacto
susceptible de transacción económica.
En este punto algunos lectores ya habrán suscrito estas tesis. Así que prestarán atención al texto. Y se agradece. Porque quien escribe siempre quiere eso. Que el lector preste atención a las afirmaciones y a los argumentos. Y si, tras haberla prestado, suscribe aquellas y se apropia de estos, estará muy bien. Como también lo estará si descubre falsedades en las primeras o fallos en los segundos. Porque de lo que se trata no es de vender ideas. Ni siquiera de alquilarlas. Solo de enriquecer el debate y mejorar su salud lógica y axiológica. Pero, hay que insistir en esto. En que a veces las palabras nos tienden trampas.
Por ejemplo, en la controversia sobre la gestación altruista o los vientres de alquiler. La propia denominación del asunto es ya un problema. La primera expresión subraya la buena intención de la mujer que gesta, mientras que la segunda enfatiza la cosificación de su cuerpo para satisfacer mercantilmente deseos ajenos.
La expresión gestación subrogada parece
más neutral en relación con las intenciones de ambas partes. Subrogar
significa sustituir o poner a alguien o algo en lugar de otra persona o
cosa. Su sentido es, por tanto, jurídico y parece requerir, igual que en
otros ámbitos, algún tipo de regulación. Pero eso es seguramente lo que
a algunos repugna de este tema. Que la gestación pueda ser susceptible
de negociación o trato. En este sentido, la gestación alienada podría
resultar una expresión más grata tanto para quienes pretenden su
regulación como para quienes se oponen a ella. Atendiendo a su
significado literal (gestación de otro o para otro) los primeros podrían
considerarla meramente descriptiva mientras que los segundos saludarían
su sentido valorativo y entenderían que denuncia la falta de libertad
de la mujer que se somete a ella. Así que tampoco habría un campo
semántico compartido en esta nueva expresión. Sus palabras satisfacen a
los dos enfoques sobre el tema pero ocultan tramposamente sus
diferencias.
Vayamos por partes e intentemos buscar cuáles pueden ser
los puntos más importantes que, tácitos o expresos, se dan cita en este
debate sobre los vientres altruistas o de alquiler y las gestaciones
subrogadas o alienadas. Tendrían que ver con tres campos semánticos: el
del sujeto de derecho, el de la idea de maternidad y el de la forma en
que se considera el cuerpo de la mujer.
Empecemos por el primero. Por
suerte, la parte más importante en este debate es la que plantea menos
problemas. Y eso hace que, aunque fascinante para filósofos morales y
juristas, esta controversia sea menos relevante (que no menos
importante) en la realidad. El principal sujeto cuyos derechos deben ser
garantizados es el ser humano sobre cuya posibilidad de nacimiento se
disputa. Y, al menos en nuestro país, la protección de los hijos
prevalece sobre la voluntad de los padres (sean estos quienes sean) y
obliga a los progenitores (o, en su ausencia, al Estado) a garantizarla.
En todo caso, este derecho prioritario de los nacidos conllevaría algún
tipo de regulación ya que, incluso si esa práctica de gestación
subrogada o alienada se lleva a cabo en otro país, se deberá garantizar
la protección de quien ha nacido de ella y, por tanto, los deberes de
quienes se determinen como progenitores.
En cuanto a los adultos,
además de comportar deberes para garantizar la protección de los
menores, la maternidad (o la paternidad) también es un derecho. Un
derecho al que no se suelen poner límites ni condiciones cuando es la
naturaleza la que actúa pero que se limita bastante cuando intervienen
otros seres humanos, como sucede en las adopciones y en los tratamientos
de reproducción asistida. En este sentido, algún tipo de regulación
parece también conveniente para la maternidad subrogada o alienada. Una
regulación que deberá ser bastante restrictiva si es mayoritaria la
repugnancia moral que suscita o que podrá plantearse de modo más
flexible si se considera que son importantes los bienes derivados de
estas prácticas y que es posible impedir los eventuales males que
pudieran comportar. Lo difícil del debate es que esos bienes y esos
males afectan a sujetos distintos, haciendo que el deseo de ser madre (o
padre) de unas (o unos) solo se haría realidad a través de la gestación
por otra mujer. Y eso compromete una idea tan central en nuestra
cultura como es la de maternidad. Vayamos con ella.
El segundo campo
semántico en este debate en el que las palabras nos tienden trampas es
el de la maternidad. Aunque también conviene tener en cuenta la idea de
la paternidad porque, si bien la controversia tiene como escenario
principal el embarazo, hay también papeles masculinos en ella: tanto el
del imprescindible progenitor genético, como el del eventual (o
eventuales) padre (o padres) del ser humano cuyo nacimiento se desea.
En
otras épocas todo esto era mucho más simple. La madre que ovulaba era
la misma que la que paría y, casi siempre, también era la misma que
después criaba. La paternidad era menos obvia porque durante mucho
tiempo se aceptó el derecho del padre a reconocer (o no) a los hijos y
la posibilidad de que los hubiera solo naturales (como si los
reconocidos no lo fueran). Sin embargo, ahora podemos hablar de tres
tipos de maternidad: la genética, la gestacional y la de la crianza (la
paternidad quedaría limitada, lógicamente, al primer tipo y al tercero).
Hasta
hace bien poco era imposible que dos mujeres distintas pudieran ser
madres del mismo hijo antes del parto. Pero hoy la maternidad biológica
ya puede tener dos sentidos porque pueden ser diferentes la mujer que
aporta genes al embrión y la que lleva a termino su gestación. Esto
entraña problemas nuevos ya que la paternidad/maternidad genética parece
tener gran importancia cuando se trata de determinar la tutela o los
derechos de sucesión, pero no parece concedérsele la misma cuando de lo
que se trata es de hacer posible un embarazo deseado. En este caso,
aunque se está planteando también cierta polémica sobre la donación de
óvulos, no parece que se ponga especiales problemas a la necesaria
donación de esperma que permite que una mujer pueda gestar a su hijo en
ausencia de un posible padre. El tema no es baladí porque en la disputa
entre la prioridad de los genes o el alumbramiento en la definición de
la maternidad parece estar uno de los núcleos de este debate en el que
unos defienden la prioridad de la maternidad gestacional frente a la
genética, mientras que otros consideran que una mujer puede llevar
adelante un embarazo asumiendo que no considerará como hija suya a la
criatura que nazca.
La postura contraria a la gestación subrogada
parece considerar repugnante que una mujer pueda prestarse a llevar a
término un embarazo para terceros. De hecho, muchos consideran que la
mujer que lo decidiera solo podría hacerlo por necesidades (o
pretensiones) económicas que explicarían una conducta que se les antoja
aberrante. Sin embargo, ese mismo juicio no se aplica, por ejemplo, a
las mujeres que llevan a término un embarazo que no desearon pero que,
por motivos religiosos, deciden no interrumpir sino que, tras el parto,
asumen como propio ese hijo no deseado o lo entregan en adopción. No
deja de ser curioso que esas motivaciones ideológicas no se consideren
alienantes aunque, en relación con el embarazo, tengan los mismos
efectos. Los planteamientos que niegan que haya sido una decisión
verdaderamente libre la que lleva a una mujer a gestar subrogadamente
por motivaciones altruistas o económicas, no parecen poner ninguna
objeción a una maternidad no deseada que puede terminar en una
subrogación anónima cuando son religiosas las motivaciones por las que
ese embarazo se lleva a término.
La equiparación de la maternidad
adoptiva con la genética parece bastante asumida. De hecho, de ello
depende que no tengan menos derechos los hijos adoptivos que los
genéticos. Pero también depende de esa idea (al menos en relación con
los genes de procedencia masculina) que las clínicas de reproducción
asistida puedan ayudar a ser madres a mujeres sin pareja, a mujeres con
pareja femenina o a mujeres con pareja masculina no fértil. En estos
casos, los todavía imprescindibles genes masculinos se desprecian en la
determinación de la paternidad. Sin embargo, no sucede lo mismo con la
maternidad biológica. Sobre ella unas mujeres (las dos que participan en
la subrogación) consideran muy relevante la maternidad genética, y
(sobre todo la que no gesta) considera que es preferible el embarazo
subrogado que la adopción.
En las últimas líneas se ha hablado solo de mujeres y de maternidad, pero las palabras pueden tendernos de nuevo trampas porque en el contrato de subrogación, si bien una de las partes ha de ser necesariamente femenina, la otra podría no serlo. Y quizá sea este uno de los elementos críticos en este debate. Aunque en el mundo masculino (homosexual o no) las pulsiones paternales parecían tradicionalmente menores y hasta vicarias de las femeninas, tras la ampliación del contrato matrimonial a las parejas homosexuales y los cambios de comportamientos que en las últimas décadas del pasado siglo impuso la lacra del sida sobre la homosexualidad masculina, se van abriendo paso demandas de paternidad homosexual que, mientras no existan úteros artificiales, solo pueden ser satisfechas con la colaboración de mujeres (la adopción no es siempre una opción posible para ellos). Y quizá pueda estar ahí una de las claves de esta controversia. Quizá se estén librando en ella las primeras contiendas entre determinadas posiciones del feminismo y esa nueva masculinidad que, no lo olvidemos, aunque integrada en el activismo LGTB tiene separada (y en segundo lugar) su sigla.
Así que la polémica de la maternidad subrogada quizá pueda ser el primer asalto de una lucha más larga y compleja. La de la redefinición de la maternidad y el derecho a la paternidad en un mundo en que la heterosexualidad pudiera ser declinante y aún no parece próxima la existencia de úteros artificiales.
Esta contienda, quizá menos simple de lo que parece, tiene en el cuerpo de la mujer (el tercer campo semántico) su principal escenario. Del “nosotras parimos, nosotras decidimos” de hace unas décadas, que reclamaba el derecho a no parir frente a las imposiciones patriarcales derivadas de la moral religiosa, se ha pasado a un nuevo significado del lema en el que, distinguiendo entre “nosotras”, se niega la capacidad de decisión a unas mujeres considerando que no se les debe permitir que utilicen su útero para una maternidad transitiva. La imposición no viene solo de la Iglesia o de las legislaciones que pudieran tener en ella su superyo, sino principalmente del propio movimiento feminista. De modo que, si interrumpir un embarazo no deseado se consideraba antes un crimen por la ley de Dios y de los hombres, parece que ahora la continuación de un embarazo deseado por motivaciones que no sean la maternidad propia se considera también pecaminosa. Un pecado neoliberal según la nueva moral feminista.
Toda moral lleva consigo un lenguaje y en este caso en palabras como la compra, la venta y el alquiler del cuerpo femenino es donde se halla la poco sutil trampa lingüística del tercer ámbito que cabe distinguir en este debate. Son palabras que también vienen siendo utilizadas a propósito de la prostitución, cuya prohibición también se reclama con argumentos análogos a los que sostienen para rechazar cualquier regulación del embarazo subrogado. La mujer que se prostituye, igual que la que gesta para terceros, estaría vendiendo su cuerpo y convirtiéndolo en objeto de negocio en el mercado.
La palabra venta aplicada a los humanos (excepto si son futbolistas) es emotiva, muy emotiva, y cuando aún no está tan lejana la memoria de la esclavitud y está bien presente la explotación y el sufrimiento de tantos seres humanos, provoca una lógica actitud de rechazo a toda práctica que pudiera comportar la compra-venta o el alquiler de un cuerpo. Una actitud y un rechazo, por lo demás, análogos a los que despierta el tráfico de órganos.
Sin embargo, que la prostitución o la maternidad subrogada se conviertan en modos de explotación inaceptables es precisamente lo que ocurre cuando se niega cualquier regulación sobre unos temas que no tienen en el uso mercantil de los cuerpos su única clave, sino también en la sacralización de una sexualidad y una maternidad herederas de cierto imaginario religioso.
Conviene pensar si lo que repugna es que la sexualidad y la gestación puedan convertirse en obligadas y motivo de explotación o simplemente que la sexualidad y la gestación pueda considerarse un servicio por el que se puede cobrar y pagar. Que lo segundo implica siempre y necesariamente lo primero es lo que sostienen determinadas visiones de la vida que, aunque se consideren laicas, siguen entendiendo la sexualidad y la maternidad gestacional como usos singulares y sagrados del cuerpo que se corresponden con categorías metafísicas situadas en el ámbito de lo impagable.
Por más que nos puedan ser ajenos esos mundos, es fácil entender que, tanto en la relación sexual mediada por dinero como en la maternidad subrogada, nadie vende ni compra un cuerpo. Ni siquiera lo alquila. Como no lo hace tampoco el publicista que contrata a un hombre o a una mujer para que, exhibiendo el suyo, genere determinadas actitudes en el público. Ni el cirujano que tiene en sus manos la vida del paciente. O el peluquero que pone las suyas al servicio del cuidado estético de quien le paga. Esas manos o esos cuerpos no han sido comprados ni alquilados. Ni siquiera por un tiempo. El sentido común y la costumbre hace que no solo paguemos justamente sino que también agradezcamos los servicios que esas personas nos prestan en un mundo en el que la mayoría de los humanos de bien trabajamos dignamente para los demás sin considerarnos sus esclavos ni siquiera por un instante. Si con la prostitución o la gestación subrogada se considera imposible que la relación sea así es por otro motivo. Porque aún sigue muy vivo un imaginario en el que la sexualidad y la maternidad es, por defecto, la matrimonial. La de la sagrada familia.
Y esto último es literal. Porque esa idea según la cual el hijo solo lo es realmente de la madre que lo concibió y lo parió y el claustro materno no debe ser mancillado gestando otra vida que no sea la del hijo propio debe mucho a esa imagen de la madre arquetípica que lo fue siendo virgen (el modelo ideal del que la prostitución sería su negativo) y fue liberada de la mácula del pecado original por ser quien iba a dar vida al hijo de Dios, su verdadera y última razón de ser como mujer: “bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre”.
El 8 de diciembre celebramos en España la declaración en 1854 del dogma de la Inmaculada Concepción de María. También celebramos su activa participación en la misma fecha de 1585 en favor de las tropas españolas en Flandes con el milagro de la batalla de Empel. Y contra ello no se alzan cada año voces feministas ni de otros colectivos rechazando una conmemoración que resalta el papel ideal del cuerpo femenino: la maternidad gestacional (parir al hombre) y la virginidad sin pecado (reservarse para un hombre). De hecho, desde el imaginario de ese modelo arquetípico, la gestación subrogada sería inaceptable porque supondría asumir que la madre que concibe puede renegar de su fruto y que el “hágase en mi según tu voluntad” puede transformarse en un acuerdo entre dos voluntades.
Que se obvie cada año una mínima reflexión sobre el sentido de esa festividad (que, por lo demás, complica bastante nuestro calendario), a la par que se radicalizan las posturas sobre la maternidad subrogada, pone de manifiesto la notoria desorientación existente en el debate sobre este tema. Un debate que debería ser más cuidadoso en el uso de las palabras y buscar los matices para una regulación atenta a las garantías de los derechos de todos y de todas en lugar de ver solo en blanco y negro unos asuntos tan complejos y en los que, por el contrario, deberíamos controlar nuestros prejuicios y a estar más atentos a los detalles.
Definir los límites legales de los acuerdos sobre la paternidad y la maternidad genéticas, las garantías que deben tener las donaciones de esperma y óvulos, establecer las condiciones y los límites de los acuerdos relacionados con la maternidad gestacional, garantizar siempre los derechos del que nace, fomentar una cultura en la que el cuidado y la crianza no estén menos identificados con la condición de padre o madre que la relación biológica… Esos son algunos de los aspectos que habría que contemplar en la necesaria regulación de estos temas. Una regulación que no será fácil, ni estará exenta de controversias en las que las palabras nos seguirán tendiendo trampas. Pero cualquier consenso que se alcance en estos temas será mejor que la negativa a regularlos. Porque la prohibición total, o ese dejar hacer que en la práctica se deriva de ella, es lo que causa tanto mal a tantas mujeres en este y en otros temas.
Y es que la gestación más alienada es la que se produce en nuestros razonamientos cuando dejamos que las palabras se conviertan en letanías y que las letanías acaben subrogando nuestras ideas.
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