(Publicado en Escuela el 18 de junio de 2019)
Con expresiones como esas se reconoce que no siempre tienen éxito los empeños humanos por proteger la salud, que la naturaleza impone sus leyes y que en el cuidado de los cuerpos hay límites objetivos. ¿Sucede lo mismo con la educación? ¿Se ha hecho todo lo posible por los alumnos que fracasan? ¿Hay casos imposibles? ¿Tienen justificación los desahucios escolares?
En el ámbito sanitario parece más fácil responder a todo eso. En medicina se usan parámetros y tipologías graduadas para los diagnósticos y están predefinidas y pautadas las correspondientes terapias. Con ello la comunidad médica busca reducir la subjetividad en sus prácticas, algo posible al trabajar con un sustrato biológico susceptible de estudios empíricos y de tratamientos objetivos pero en general bastante refractario a las actitudes humanas. De hecho, en la jerga médica a veces se alude coloquialmente a algunos procesos patológicos describiéndolos en tercera persona y despersonalizando al sujeto que los sufre: “hizo un neumotórax”, “hizo un trombo”…
A algunos docentes quizá también les gustaría contar con procedimientos análogos para poder decir que el niño “hizo un suspenso” o que el adolescente “presenta un cuadro compatible con repetición”. De hecho, en ocasiones se busca en los estándares, en las rúbricas y en los criterios de calificación ese tipo de herramientas de apariencia objetiva con las que simular que se revela el estado de las almas con la misma precisión con que la medicina evalúa el de los cuerpos. Pero lo que el alumno y el profesor hacen no es como lo que hacen los órganos de los que hablan los médicos. A diferencia de estos, en las actuaciones de aquellos la conciencia, las intenciones y la voluntad determinan mucho. Quizá casi todo.
No poder. No saber. No querer. Esos son seguramente los factores esenciales que explican los fracasos. De hecho, esos tres verbos son condiciones sin cuya conjunción no son posibles los progresos, esos que permiten superar las circunstancias, conocer la manera de lograrlo y tener determinación para hacerlo. Y quizá de esos tres verbos sea el querer, la voluntad, el más importante. En efecto, aunque el alumno pueda y sepa si no quiere es difícil que progrese. Y lo mismo sucede con el profesor: aunque sepa y pueda nada mejorará si él no quiere. En eso los organismos humanos somos bien diferentes de los órganos con los que se las ven los médicos. Nuestros éxitos dependen en gran medida de nuestras expectativas y de nuestras motivaciones. Así que en educación no cabe presuponerlas. Ni en los alumnos ni tampoco en los profesores.
¿Hace todo lo que puede? ¿Lo intenta? ¿Podría hacer más? No es raro que preguntas como estas se planteen en las juntas de evaluación cuando no le va bien a un alumno. Y no es raro que las respuestas acaben por responsabilizarlo de sus problemas (como esos pacientes que tienden a hacer trombos o neumotórax) olvidando que se está hablando de menores, incluso de niños, a los que tácitamente parece considerarse merecedores de unos fracasos que pueden condicionar el resto de sus vidas.
Quizá preguntas como esas sean pertinentes, pero no para buscar con ellas justificaciones de los fracasos, sino para encontrar pistas con las que educar el deseo, modos de despertar nuevas motivaciones y maneras de hacer crecer las expectativas que fortalecen la voluntad. Para ello los docentes tendremos que aprender a no usarlas como coartada. A no decir (ni pensar) que se ha hecho todo lo que se ha podido. Porque de lo que se trata no es de afirmar que se ha hecho lo que no ha tenido éxito, sino de buscar o imaginar aquello otro que aún no se ha probado.
Kant hablaba de ideales regulativos para aludir a las ideas de la razón que sirven de horizontes morales. Quizá un ideal regulativo de esta profesión debería ser esa pequeña utopía cotidiana por la que ningún docente se permita decir (ni pensar) banalidades como que, tratándose de la educación de un ser humano, ya no se puede hacer más.
Se hizo todo lo que se pudo. Se intentó pero no hubo manera. Era un caso imposible… Parecen frases propias del mundo sanitario con las que se intenta explicar los fracasos. O más bien justificarlos, porque vienen a recordarnos que no todas las guerras se ganan o que algunas batallas se libran cuando ya es demasiado tarde.
Con expresiones como esas se reconoce que no siempre tienen éxito los empeños humanos por proteger la salud, que la naturaleza impone sus leyes y que en el cuidado de los cuerpos hay límites objetivos. ¿Sucede lo mismo con la educación? ¿Se ha hecho todo lo posible por los alumnos que fracasan? ¿Hay casos imposibles? ¿Tienen justificación los desahucios escolares?
En el ámbito sanitario parece más fácil responder a todo eso. En medicina se usan parámetros y tipologías graduadas para los diagnósticos y están predefinidas y pautadas las correspondientes terapias. Con ello la comunidad médica busca reducir la subjetividad en sus prácticas, algo posible al trabajar con un sustrato biológico susceptible de estudios empíricos y de tratamientos objetivos pero en general bastante refractario a las actitudes humanas. De hecho, en la jerga médica a veces se alude coloquialmente a algunos procesos patológicos describiéndolos en tercera persona y despersonalizando al sujeto que los sufre: “hizo un neumotórax”, “hizo un trombo”…
A algunos docentes quizá también les gustaría contar con procedimientos análogos para poder decir que el niño “hizo un suspenso” o que el adolescente “presenta un cuadro compatible con repetición”. De hecho, en ocasiones se busca en los estándares, en las rúbricas y en los criterios de calificación ese tipo de herramientas de apariencia objetiva con las que simular que se revela el estado de las almas con la misma precisión con que la medicina evalúa el de los cuerpos. Pero lo que el alumno y el profesor hacen no es como lo que hacen los órganos de los que hablan los médicos. A diferencia de estos, en las actuaciones de aquellos la conciencia, las intenciones y la voluntad determinan mucho. Quizá casi todo.
No poder. No saber. No querer. Esos son seguramente los factores esenciales que explican los fracasos. De hecho, esos tres verbos son condiciones sin cuya conjunción no son posibles los progresos, esos que permiten superar las circunstancias, conocer la manera de lograrlo y tener determinación para hacerlo. Y quizá de esos tres verbos sea el querer, la voluntad, el más importante. En efecto, aunque el alumno pueda y sepa si no quiere es difícil que progrese. Y lo mismo sucede con el profesor: aunque sepa y pueda nada mejorará si él no quiere. En eso los organismos humanos somos bien diferentes de los órganos con los que se las ven los médicos. Nuestros éxitos dependen en gran medida de nuestras expectativas y de nuestras motivaciones. Así que en educación no cabe presuponerlas. Ni en los alumnos ni tampoco en los profesores.
¿Hace todo lo que puede? ¿Lo intenta? ¿Podría hacer más? No es raro que preguntas como estas se planteen en las juntas de evaluación cuando no le va bien a un alumno. Y no es raro que las respuestas acaben por responsabilizarlo de sus problemas (como esos pacientes que tienden a hacer trombos o neumotórax) olvidando que se está hablando de menores, incluso de niños, a los que tácitamente parece considerarse merecedores de unos fracasos que pueden condicionar el resto de sus vidas.
Quizá preguntas como esas sean pertinentes, pero no para buscar con ellas justificaciones de los fracasos, sino para encontrar pistas con las que educar el deseo, modos de despertar nuevas motivaciones y maneras de hacer crecer las expectativas que fortalecen la voluntad. Para ello los docentes tendremos que aprender a no usarlas como coartada. A no decir (ni pensar) que se ha hecho todo lo que se ha podido. Porque de lo que se trata no es de afirmar que se ha hecho lo que no ha tenido éxito, sino de buscar o imaginar aquello otro que aún no se ha probado.
Kant hablaba de ideales regulativos para aludir a las ideas de la razón que sirven de horizontes morales. Quizá un ideal regulativo de esta profesión debería ser esa pequeña utopía cotidiana por la que ningún docente se permita decir (ni pensar) banalidades como que, tratándose de la educación de un ser humano, ya no se puede hacer más.
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