23 de mayo de 2019

(de)formación inicial

(Publicado en Escuela el 20 de mayo de 2019)

En 2009, tres años después de que se aprobara la LOE, comenzó la primera edición del Máster de Formación del Profesorado de Secundaria,  unos estudios dirigidos a completar la formación inicial de los docentes de secundaria más allá de la enseñanza disciplinar proporcionada en los grados. Por tanto, ya son diez las cohortes que han tenido una formación orientada a las necesidades reales de la práctica docente, que han vivido durante algunos meses la experiencia de un Prácticum concebido como inmersión planificada y completa en las diversas dimensiones propias del trabajo docente y que han preparado y defendido un Trabajo Fin de Master según los requisitos que caracterizan la formación universitaria de posgrado.
 
Aunque todavía son pocos los profesores de secundaria en activo con esta nueva formación, parece indiscutible que el Máster es mucho más pertinente y exigente que aquel Certificado de Aptitud Pedagógica que acreditó a quienes entraron en la profesión entre los años setenta y la década pasada. Por ello, no deja de ser curioso el éxito de ese discurso adanista que reclama insistentemente un MIR educativo obviando por completo los cambios habidos en la formación inicial de los docentes.
Lo cierto es que, con independencia de la conveniencia de incrementar y mejorar la formación inicial con más tiempo de prácticas tuteladas, el problema de fondo que sigue sin ser abordado es el de la relación entre esa formación inicial renovada y el caduco sistema de acceso a la profesión.
El Máster de Profesorado de Secundaria se ofrece cada año pero, en el mejor de los casos, las oposiciones se convocan bianualmente. De modo que quienes pretenden ser profesores han de esperar hasta uno o dos años, tras concluir su formación específica, para tener la primera oportunidad de acceder a la función pública docente.

La finalización del periodo de prácticas del Máster sería el momento ideal para que parte de sus egresados se incorporaran a los centros en un segundo periodo de prácticas relativamente tuteladas, relativamente retribuidas y relativamente consideradas para el acceso a la profesión. Sin embargo, es entonces cuando se inicia para ellos un tiempo muerto de uno o dos años en el que quien salió del Máster como animoso profesor en prácticas debe olvidarse de todo eso para convertirse en tenaz opositor. Así, a la tensión práctica del primer contacto con la profesión le sucede la renuncia a toda relación con la práctica y la necesidad de concentrarse en la preparación teórica de un temario de oposiciones de contenidos quizá renovados, pero de maneras casi decimonónicas.

Al concluir el Máster los alumnos egresados (ya casi profesores noveles) tienen una acreditación detallada sobre sus competencias que se añade a la de su expediente del Grado. De hecho, no todos los que pretendieron cursar el Máster obtuvieron plaza para hacerlo, ni todos los que lo superaron obtuvieron las mismas calificaciones. De modo que las competencias acreditadas son múltiples y variadas, desde las correspondientes a las distintas asignaturas del Grado y el Máster, hasta el desempeño en el Prácticum y la calidad de su Trabajo Fin de Máster. Pero esa acreditación matizada no tiene más relevancia que la de ser un mero requisito para presentarse a la oposición, cuando podría ser un primer elemento objetivo y significativo (al incluir valoraciones sobre el desempeño en la práctica) para iniciar un itinerario de nuevas prácticas tuteladas que pudiera conectar una formación inicial de calidad con un acceso en el que las competencias profesionales reales fueran más valoradas que las habilidades propias del buen opositor.

Por otra parte, en ese tiempo entre el Máster y las pruebas surge un intermediario relativamente invisible, pero costoso y determinante, como es la presencia de academias privadas dedicadas a preparar oposiciones. Hagan o no uso de ellas, la forma en que los opositores se ven obligados a afrontar la preparación de esas pruebas acaba impregnando la naturaleza de ese rubicón veraniego en el que se decide quién será profesor por criterios que quizá no estén muy emparentados con las competencias fomentadas y acreditadas en la formación de posgrado.

Y es que las universidades y los institutos de secundaria en los que desarrollan las prácticas preparan a los alumnos del Máster para una profesión que se ejercerá durante  varias décadas, pero las academias privadas preparan a sus opositores para un proceso que se resuelve en pocas semanas. Por otra parte, las universidades seleccionan a los alumnos que entran en el Máster según su expediente y finalmente acreditan su formación de forma objetiva, pero las academias privadas reciben a quienes les pagan y su meta no es que sus clientes lleguen a ser profesores competentes sino que consigan una plaza. Nada de eso sería importante si no fuera porque las oposiciones son un sistema de acceso que presupone la acreditación del Máster pero finalmente es menos sensible a las competencias profesionales en él promovidas y demostradas que a las estrategias (más bien las tácticas) que resultan eficaces en la preparación de la oposición.

Mark Bray acuñó la expresión de educación en la sombra para aludir al papel de las clases particulares en el proceso educativo. Esa idea también podría aplicarse a esta selección en la sombra a la que contribuyen las academias de preparación de opositores que se colocan entre un sistema universitario que, mejor o peor, está regulado y se orienta a las necesidades de la profesión y un sistema de selección del profesorado que, en cierta medida, se ve afectado por la existencia de aquellas. En efecto, los profesores que componen los tribunales de oposiciones son sorteados y un par de meses antes de formar parte de ellos ni siquiera saben que van a tener que seleccionar a quienes ejercerán esta profesión durante muchos años. Mientras tanto, y pensando en ellos, los preparadores de las academias privadas van generando estrategias para enfrentarse a esa ceremonia selectiva que pueden dar lugar a cierta deformación de la selección docente respecto de las competencias que realmente requiere esta profesión. En todo caso, el problema no es solo la existencia de esos actores en la sombra, sino el largo tiempo en barbecho que queda entre la finalización del Máster y la oposición.

Ahora que llevamos una década con un modelo de formación inicial del profesorado que seguramente será mejorable pero que no es despreciable, vendría bien que reflexionáramos sobre si la lógica burocrática de los sistemas de acceso (principalmente las convocatorias bianuales y la inexistencia de prácticas tras el Máster con algún papel en el acceso) no estará generando una deformación inicial en la selección del profesorado que hace que acabe siendo más relevante el papel de los preparadores privados que los programas de posgrado de las universidades públicas. Esta reflexión seguramente es más urgente ahora que se avecina una década en la que se jubilará hasta un tercio del profesorado. Sería deseable que quienes lo sustituyan sean seleccionados por las competencias reales que requiere esta profesión y no solo por la eficacia táctica con que son capaces de enfrentarse a un examen.

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