Carolin Emcke acaba de publicar en El País un interesante artículo en el que recuerda y saca consecuencias del debate que tuvo lugar en Westminster el 19 de noviembre de 2015 entre Boris Johnson y Mary Beard. Era una suerte de concurso moderado por un periodista de la BBC a cuyo término se votaría por Grecia o por Roma según lo bien que el político rubio hubiera defendido a la primera o la venerable historiadora argumentara a favor de la segunda.
Boris Johnson intervino primero y basó su defensa de la Grecia clásica en la cólera, en ese espíritu de rebeldía que, según él, habría heredado de ella su país. Roma, según Johnson, fue al fin y al cabo una creación de Grecia como Estados Unidos lo era de los británicos, y representaría a su juicio lo tiránico, la actitud propia de una cultura capaz de abolir herencias griegas tan valiosas como los Juegos Olímpicos. Sus argumentos tenían la soberbia característica de quien no le importa realmente el tema que se debate con tal de conseguir exasperar al adversario y derrotarlo. Pero frente a él estaba Mary Beard que, más que reivindicar la antigua Roma, se dedicó a defender la verdad frente a un embaucador que, mediante la apología y el ejercicio de la cólera, pretendía convencer al auditorio de lo que ella desveló como mentiras, ensueños y distorsiones.
Mary Beard trabaja siempre con el pasado y con la verdad. Y así consigue no solo hacernos más sabios sino también más lúcidos para entender nuestro complejo presente y prepararnos para afrontar mejor los retos del futuro. Boris Johnson hace todo lo contrario. Simplifica los problemas del presente para convencer al público de que el futuro solo requiere actitudes viscerales y acciones contundentes. Y lo hace con un absoluto desprecio hacia la verdad. Aquel debate lo demuestra, como también lo pone de manifiesto esa actitud bronca con que Johnson parece anhelar el abismo y, sobre todo, la posibilidad de conducir a todos hacia él.
Platón, un ateniense de pura cepa, advirtió en la República de los peligros de iniciar a los jóvenes demasiado pronto en la dialéctica y que aprendieran no a buscar con ella la verdad sino a lanzarse dentelladas por el puro placer de ganar. Algo de eso parece deducirse de lo que señala Carolin Emcke en su artículo cuando sostiene la posible verosimilitud de la anécdota de aquel pequeño Johnson, superdotado y empollón, que invitaba a los demás niños a “jugar a los libros”.
Pero las dentelladas del presente no solo están en las desquiciantes maneras de esos rubios gobernantes anglosajones que parecen encarnar a aquel Calígula que retrató Albert Camus hace ahora setenta y cinco años. También están en políticos más atractivos que confunden en nuestro entorno la retórica con la dialéctica y utilizan su habilidad oratoria no para dilucidar la verdad y encontrar puntos de encuentro con el otro, sino para ahondar los fosos de las diferencias y sembrar esas consignas y letanías que se levantan como barreras para el diálogo y concertinas ante cualquier intento de negociación.
Por eso tengo algunas dudas sobre esas ligas de debate que en nuestras universidades y en nuestros institutos se han puesto de moda desde hace unos años. Sus formatos me recuerdan al Cesta y Puntos de la televisión en blanco y negro de la época en que Esperanza Aguirre cursaba el bachillerato. En esos debates no es el tema y su complejidad e incertidumbre intrínseca lo que fascina a los participantes y al público, sino lo que esos actos tienen de pugilatos en los que se busca vencer al adversario. Igual que en el fútbol, de lo que se trata es de ganar y volver a ganar, no de entablar diálogos orientados a convencer y aún menos a consensuar sin vencedores ni vencidos. Que tales debates se celebren en los espacios deliberativos de nuestras instituciones representativas parece querer aportarles ese pedigrí que garantiza su utilidad para la formación de una cultura democrática orientada al quehacer político. Pero, al margen de las buenas intenciones de sus organizadores y preparadores, quizá favorezcan, más bien, que los participantes y espectadores de esas pugnas verbales acaben creyendo que allí lo importante no es defender la verdad y construir entre todos ese bien común que a través de la negociación hace honor al sustantivo y al adjetivo, sino convencer a la mayoría de cualquier cosa. Por ejemplo, de que se puede defender por igual la Grecia clásica y el brexit.
Boris Johnson intervino primero y basó su defensa de la Grecia clásica en la cólera, en ese espíritu de rebeldía que, según él, habría heredado de ella su país. Roma, según Johnson, fue al fin y al cabo una creación de Grecia como Estados Unidos lo era de los británicos, y representaría a su juicio lo tiránico, la actitud propia de una cultura capaz de abolir herencias griegas tan valiosas como los Juegos Olímpicos. Sus argumentos tenían la soberbia característica de quien no le importa realmente el tema que se debate con tal de conseguir exasperar al adversario y derrotarlo. Pero frente a él estaba Mary Beard que, más que reivindicar la antigua Roma, se dedicó a defender la verdad frente a un embaucador que, mediante la apología y el ejercicio de la cólera, pretendía convencer al auditorio de lo que ella desveló como mentiras, ensueños y distorsiones.
Mary Beard trabaja siempre con el pasado y con la verdad. Y así consigue no solo hacernos más sabios sino también más lúcidos para entender nuestro complejo presente y prepararnos para afrontar mejor los retos del futuro. Boris Johnson hace todo lo contrario. Simplifica los problemas del presente para convencer al público de que el futuro solo requiere actitudes viscerales y acciones contundentes. Y lo hace con un absoluto desprecio hacia la verdad. Aquel debate lo demuestra, como también lo pone de manifiesto esa actitud bronca con que Johnson parece anhelar el abismo y, sobre todo, la posibilidad de conducir a todos hacia él.
Platón, un ateniense de pura cepa, advirtió en la República de los peligros de iniciar a los jóvenes demasiado pronto en la dialéctica y que aprendieran no a buscar con ella la verdad sino a lanzarse dentelladas por el puro placer de ganar. Algo de eso parece deducirse de lo que señala Carolin Emcke en su artículo cuando sostiene la posible verosimilitud de la anécdota de aquel pequeño Johnson, superdotado y empollón, que invitaba a los demás niños a “jugar a los libros”.
Pero las dentelladas del presente no solo están en las desquiciantes maneras de esos rubios gobernantes anglosajones que parecen encarnar a aquel Calígula que retrató Albert Camus hace ahora setenta y cinco años. También están en políticos más atractivos que confunden en nuestro entorno la retórica con la dialéctica y utilizan su habilidad oratoria no para dilucidar la verdad y encontrar puntos de encuentro con el otro, sino para ahondar los fosos de las diferencias y sembrar esas consignas y letanías que se levantan como barreras para el diálogo y concertinas ante cualquier intento de negociación.
Por eso tengo algunas dudas sobre esas ligas de debate que en nuestras universidades y en nuestros institutos se han puesto de moda desde hace unos años. Sus formatos me recuerdan al Cesta y Puntos de la televisión en blanco y negro de la época en que Esperanza Aguirre cursaba el bachillerato. En esos debates no es el tema y su complejidad e incertidumbre intrínseca lo que fascina a los participantes y al público, sino lo que esos actos tienen de pugilatos en los que se busca vencer al adversario. Igual que en el fútbol, de lo que se trata es de ganar y volver a ganar, no de entablar diálogos orientados a convencer y aún menos a consensuar sin vencedores ni vencidos. Que tales debates se celebren en los espacios deliberativos de nuestras instituciones representativas parece querer aportarles ese pedigrí que garantiza su utilidad para la formación de una cultura democrática orientada al quehacer político. Pero, al margen de las buenas intenciones de sus organizadores y preparadores, quizá favorezcan, más bien, que los participantes y espectadores de esas pugnas verbales acaben creyendo que allí lo importante no es defender la verdad y construir entre todos ese bien común que a través de la negociación hace honor al sustantivo y al adjetivo, sino convencer a la mayoría de cualquier cosa. Por ejemplo, de que se puede defender por igual la Grecia clásica y el brexit.
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