14 de noviembre de 2019

Con boli rojo

(Publicado en Escuela el 14 de noviembre de 2019)

Corregidos con boli rojo. Así nos devolvían muchos profesores nuestros exámenes. En ellos tachaban, marcaban, subrayaban y anotaban en rojo todo lo que encontraban mal. Lo bueno apenas merecía una B o un simple trazo que, a modo de nihil obstat, venía a indicar que no había nada que objetar. De hecho, lo bueno, si lo había, no solía merecer muchos comentarios ni elogios en los exámenes.

Además de las correcciones, algunos profesores también nos ponían en rojo la nota numérica que asignaban a cada respuesta. Así podíamos entretenernos comprobando que nuestra calificación era correcta. Era un tiempo en el que se evaluaba mayormente con exámenes y en el que no se reparaba en la cercanía semántica entre evaluar y valorar. Quizá porque valorar es dar valor a algo y en los exámenes evaluar se entiende como sinónimo de calificar. Mejor dicho, de cuantificar o de clasificar. De modo que si la nota que figuraba en lo alto de nuestro examen se acercaba al diez se convertía en un trofeo que no requería aclaraciones. Pero si bajaba del cinco solía ir acompañada de garabatos, enmiendas y tachones con boli rojo que hacían aún más penosa esa calificación vergonzante.


La letra con sangre entra. Así se decía en aquellos tiempos y, aunque la horrenda metáfora no fuera más que una amenaza, algo del dolor de la letra mancillada quedaba en aquellos exámenes infantiles que habíamos escrito en gris lapicero y nos devolvían corregidos en rojo autoritario.


Así era aquel tiempo en el que el boli rojo teñía el campo de batalla de nuestros exámenes escolares y en el que enseñar y aprender, más que educar y formarse, parecían significar adiestrar y someterse. Entonces corregir era principalmente buscar errores y encontrar defectos. De hecho, a veces parecía que el propio boli rojo acababa intuyendo si estos se debían a que quien los cometía no se esforzaba lo suficiente o a que era incapaz de hacerlo mejor. Si era vago por naturaleza o si simplemente era cortito. El boli rojo solía ensañarse con el primero, aunque algunas veces (las menos) podía mostrarse compasivo con el segundo.

Y es que había algo sádico en aquella sanción con maneras de sentencia judicial emitida por aquel boli rojo entarimado. Tras su pronunciamiento numérico en lo alto del examen unos respiraban satisfechos mientras otros pasaban a los purgatorios de la recuperación, la repesca, la suficiencia, septiembre o la repetición.   


Algo de aquel sadismo del boli rojo ha llegado hasta nuestros días. Como ese dulce masoquismo que parece suscitar en algunos la evocación de aquella perversa relación escolar. Quizá por eso tienen éxito esos programas televisivos en los que la evaluación de las destrezas en la cocina es la excusa para exhibir actitudes altivas desde las que se dictamina la salvación o la condena de los concursantes con palabras que parecen pronunciadas con boli rojo. Como en toda relación sadomasoquista, quién fue esclavo y no llegó a rebelarse acaba interiorizándola hasta tal punto que le parece natural, e incluso disfrutable, la contemplación del sadismo convertido en espectáculo. 


Es la vieja cultura de la picota, el escarnio y el boli rojo que todavía añoran algunos. Es esa forma de entender la relación educativa como intercambio de pruebas (es decir, de exámenes) en las que uno tiene que demostrar en un día determinado sobre un papel en blanco y en un tiempo acotado que “se sabe” el contenido de “lo que entra” en el examen. Al otro le toca juzgar, corregir y dictaminar con un número el mérito o el demérito de quien se ha sometido a la prueba. Es una relación con reglas bien definidas en las que la pregunta y la respuesta tienen papeles nítidamente repartidos. Un formato bien distante de la oralidad propia del diálogo, de la cooperación que caracteriza al trabajo colaborativo y de la creatividad que caracteriza a las producciones humanas no destinadas únicamente a ser juzgadas y convertidas en números para un expediente. En esas otras maneras de entender la relación educativa el boli rojo está de más. Su brusquedad no sirve allí donde el intercambio de palabras, gestos y valoraciones, que no (des)calificaciones, va tejiendo esa confianza y esa sinceridad que estimulan el aprendizaje y convierten los fracasos no en motivos para el reproche sino en condiciones necesarias para los éxitos.


Pero el boli rojo es también una querencia y una actitud que se expresa en negro sobre blanco. Por ejemplo en esas prescripciones normativas que todo lo resuelven creando nuevas asignaturas, añadiendo contenidos a las existentes o sumando nuevos fichajes de temporada a las tipologías curriculares, como esa moda de multiplicar y numerar, más allá de lo soportable, los estándares susceptibles de ser calificados con boli rojo.


Una actitud que también está presente en el trabajo de esos inspectores que entienden su labor como la burocracia del boli rojo. Y así cotejan actas, proyectos, programaciones y memorias con decretos, resoluciones, instrucciones y circulares para señalar aquello que no está “ajustado a norma”, obviando cualquier valoración sobre la pertinencia o viabilidad de lo prescrito y entendiendo que la labor más importante de los directivos y los docentes no es lo que hacen sino la forma en que ponen por escrito lo que dicen que hacen
.

De modo, que todos deberíamos estar muy atentos al uso del boli rojo y, una vez desechados los de tinta, vigilar esos otros que siguen vivos en nuestras actitudes cotidianas. Quizá el mejor uso del boli rojo fuera precisamente ese: el de advertirnos de nuestras querencias hacia el boli rojo.

3 comentarios:

  1. Bellísima descripción de nuestros recuerdos de estudiante aunque siempre me he preguntado ¿no sería acaso ese boli rojo o marca cruzada o un sinfín de manifestaciones con la misma interpretación lo que marcó la diferencia entre lo alcanzado y la posibilidad de logro a partir de un mayor esfuerzo? Porque como docentes hemos usado en muchas ocasiones el boli rojo, hemos llegado incluso a personalizar comentarios para reactivar actitudes frente al conocimiento, si cada uno de nosotros llevara un registro de las interacciones que realizamos para "enamorar" a los alumnos con la intencionalidad no precisamente de que se sometieran al campo disciplinar de nuestra preferencia sino a la inquietud por conocer para aplicarlo en la cotidianeidad, que vean en la simplicidad lo grandioso de la ciencia. Gracias por compartirnos sus pensamientos, son lo que me permiten corregir acciones. Un saludos desde Tapachula, Chiapas; México.

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  2. Perfecto ejemplo de infantilización de la enseñanza

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  3. ¿Como evaluar los saberes y las competencias?
    ¿Los que pasamos esas experiencias, del boli rojo, estamos mal o bien como personas?

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