14 de diciembre de 2019

Educar para...

(Publicado en Escuela el 11 de diciembre de 2019)

Educar para conocer, para manejar, para valorar, para participar. Cuatro fines para una educación que trascienda las coyunturas y no se limite a la mera yuxtaposición de asignaturas. Cuatro infinitivos de inspiración ilustrada que sintonizan con la idea de que educar es principalmente humanizar, propiciar que las nuevas generaciones se apropien del inmenso acervo de saberes, destrezas, valores y hábitos que son patrimonio común de los humanos y la mejor herencia para quienes se asoman ahora a la vida y llegarán a conocer el segundo siglo del tercer milenio. 

Son cuatro fines que van más allá de los currículos sustantivos y disciplinados. Por eso se formulan en infinitivo. Porque no se trata solo de enseñar conocimientos, técnicas, valores o normas. Se trata de aprender a relacionarse con todo eso con la apertura propia de lo infinitivo, la que da sentido a un sujeto que disfruta conociendo el mundo en el que vive, manejándose con soltura en él, valorando lo bueno, lo bello y lo justo y participando también en la mejora de ese mundo. Son infinitivos que promueven competencias pero no se limitan a ellas. Su alcance es más amplio porque tiene que ver con dimensiones esenciales de la condición humana.

Somos homo sapiens pero no nacemos sabios ni lúcidos, por eso tiene tanto sentido educar para conocer, para satisfacer esa innata curiosidad que en nuestra especie está estrechamente imbricada con el lenguaje, con la capacidad de poner nombres a las cosas, de evocar lo que ya no es, de anticipar lo que aún no es y de imaginar lo que podría ser o lo que nunca será. Educar para conocer no es solo acopiar conocimientos, porque la mayor riqueza de ese afán no es recordar los que se tienen sino seguir anhelando los que aún no se han alcanzado. Así son las ciencias. No meros almacenes de respuestas y teoremas sino viveros de preguntas y de hipótesis. Educar para conocer es, por tanto, alimentar una querencia insaciable. La propia de una especie que disfruta más indagando sobre lo que aún ignora que recreándose en lo que ya sabe.

Pero incluso antes de ser homo sapiens fuimos y en gran medida somos homo faber. Y es que además de cerebro los humanos tenemos manos y usándolas hemos desarrollado la técnica. Por eso la segunda finalidad de una educación humanizadora debería ser educar para manejar. Las habilidades técnicas son imprescindibles en un mundo en el que no queremos sentirnos como extraños. Pero educar para manejar no implica solo adquirir destrezas para saber vivir en ese mundo tecnificado. Manejar viene de mano y en nuestra lengua también significa (sobre todo en Latinoamérica) conducir o guiar. Y así debemos educar también en relación con lo técnico. No solo adaptando a las personas a sus exigencias, sino haciéndolas protagonistas de las decisiones que definen las características y orientan el rumbo de la técnica. Porque no tenemos que hacer todo lo que se puede hacer, sino solo lo que queremos hacer y, sobre todo, lo que debemos hacer. Educar para manejar como fin educativo también tiene que ver con eso.

Pero el mundo de los humanos no se limita a lo que puede ser conocido y lo que puede ser construido. También es aquello que puede ser valorado. Por eso tiene sentido educar para valorar. Para descubrir que las cosas tienen valor pero que sobre valores no siempre hay acuerdos definitivos porque en ellos es legítima la discrepancia acerca de qué es lo mejor, lo más deseable o lo más justo. Por tanto, educar para valorar no es educar desde valores ni educar en valores sustantivos. Es ejercitar el juicio valorativo entendiendo por tal tanto el juicio moral como el estético. Y es que la felicidad que propicia en los humanos aprender a conocer y aprender a manejar tiene otro ámbito aún más evidente cuando se aprende a apreciar lo que de bueno y de bello puede haber en la vida y en el arte.

Por lo demás, desde Aristóteles también es evidente que somos animales políticos. Los humanos somos los más gregarios y los más cooperativos (aunque también los más belicosos). Vivimos en comunidades políticas y por eso nos consideramos ciudadanos y aspiramos a que nuestra convivencia sea justa y democrática. Por eso conviene educar para participar. Para aprender a tomar parte en las decisiones que nos hacen responsables de nuestras formas de convivencia. Y es que participar es más tomar parte que tomar partido, más involucrarnos que alistarnos, y más comprometernos que alinearnos. Las diferencias son sutiles y por eso propiciar hábitos democráticos requiere educar cotidianamente en y para la participación.

Educar para conocer, educar para manejar, educar para valorar y educar para participar. Cuatro fines para una educación humanizadora en la que se trenzan lo epistémico con lo axiológico, lo contemplativo con lo práctico y lo individual con lo solidario. Cuatro fines para una educación que quiere tener horizontes relevantes y no verse reducida a una prescripción  curricular en la que la definición de las competencias acaba siendo más administrativa que reflexiva y su desarrollo acaba reduciéndose a la mera gestión de estándares y rúbricas.

Una ciencia más cordial, unas tecnologías más entrañables y una sociedad más competente para encarar democráticamente los riesgos son seguramente más probables en una educación orientada conscientemente por esos fines y no presidida simplemente por las inercias. Pero conocer, manejar, valorar y participar no definen solo horizontes de aprendizaje para los alumnos, también pueden orientar las principales cualidades que deberían tener los docentes.

En efecto, si en cierto modo educar es contagiar está claro que para ser un buen docente hay que disfrutar con los saberes que se enseñan, tener pasión por compartirlos y también ciertas habilidades para hacerlo. En suma, hay que conocer y manejar. Esto último implica también habilidades logísticas que van más allá del aula e involucran un trabajo que se desarrolla cooperativamente en instituciones complejas. Así que, además de conocer las disciplinas hay que aprender a manejarse en los entornos escolares. Logística y también deontología, porque en este trabajo los valores, la pasión y la compasión, en suma la dimensión ética de la profesión docente,  es tan central como la conciencia de que formamos parte, es decir participamos, de un afán compartido en el que un claustro es mucho más que una suma de profesores y un centro es mucho más que una suma de aulas

Educar para conocer, para manejar, para valorar y para participar son así fines humanizadores que dan sentido a la labor educativa. Y también elementos definitorios de una mejor formación docente.

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