1 de febrero de 2022

Paradigmas evaluadores y derecho de veto

  (Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 22 de enero de 2022)

Este año se cumplen sesenta de la publicación de La estructura de las revoluciones científicas, el emblemático libro en el que Thomas S. Kuhn cuestionó la imagen lineal de la evolución de la ciencia y puso en circulación conceptos como ciencia normal, ciencia revolucionaria, comunidad científica o cambio de paradigma. Según él, un paradigma es bastante más que una teoría científica e incluye también una visión del mundo compartida. Así, el paradigma aristotélico-ptolemaico no aludiría solo a una teoría sobre el movimiento de los planetas sino a una concepción de la realidad que incluía el geocentrismo, el antropocentrismo y los presupuestos ideológicos desde los que el giro copernicano era considerado como una peligrosa amenaza.

La referencia a la visión compartida es particularmente adecuada porque, según Kuhn, el paradigma tiene la pregnancia propia de una gestalt y se impone de forma tan intensa que quien lo asume parece incapaz de percibir la realidad de otro modo. Así les sucedía a los que obligaron a Galileo a abjurar de sus ideas. Y así les pasa también a quienes piensan que la calificación de las asignaturas es lo que debe determinar la titulación de los alumnos y defienden el derecho de veto del profesor cuando no alcanzan el cinco en su asignatura.

Viene esto a cuento porque la semántica de aprobar y suspender es tan central en el paradigma tradicional de evaluación como lo fueron las órbitas circulares, el carácter inercial de los movimientos celestes o los movimientos retrógrados de los planetas en el paradigma aristotélico-ptolemaico. De hecho, para el paradigma tradicional resulta incuestionable que la evaluación se expresa de forma cuantitativa y que el cinco es un Rubicón que ha de ser superado inexorablemente. Se trata de una idea de naturaleza radicalmente binaria, como lo es la diferencia entre lo blanco y lo negro, entre el día y la noche o el trabajo propio de los sexadores de pollos. Estos separarían con mucha seguridad los machos de las hembras y los docentes distinguirían con la misma convicción los aprobados de los suspensos.

El paradigma tradicional de evaluación es, por tanto, docéntrico porque cada profesor tiene en él un poder determinante. De hecho, la escisión binaria entre el aprobado y el suspenso no se aplica solo de forma global al término de cada etapa formativa (como era el caso de los reclutas que se licenciaban -todos ellos- al terminar el servicio militar obligatorio). Aprobar o suspender es algo que sucede en cada una de las asignaturas, en cada uno de los trimestres y en cada uno de los exámenes, controles o tareas. Y es algo que debe quedar muy claro, tanto si se utilizan las clásicas anotaciones con boli rojo como si se cumplimentan las más modernas rúbricas analógicas o digitales. Y también algo que tiene consecuencias muy precisas que, en el caso de los suspensos, se expresan con la semántica de las recuperaciones, las pruebas extraordinarias, las pendientes y, por supuesto, las repeticiones.

Por eso, no es raro que en el ámbito escolar se hable constantemente de aprobados y de suspensos. Se hace tras cada examen, en cada reunión de equipos docentes o en cada informe trimestral que los jefes de estudios presentan a los claustros. Así, en el paradigma evaluador binario la causa final de la acreditación sirve de coartada continua para que la evaluación no lo sea y se convierta, por el contrario, en la multiplicación paroxística de aprobados y suspensos. Por tanto, el juicio final que, según parece, distinguiría a los elegidos de los réprobos se anticipa y fragmenta hasta el infinito como un espejo roto que refleja y multiplica la misma imagen cristalina y cristalizada de la distinción, más ontológica que epistémica, entre el aprobado y el suspenso.

Es cierto que el paradigma evaluador binario era funcional en aquellos años sesenta en que Kuhn publicó su libro. Era la época de una demografía explosiva y una red escolar escuálida en España. De modo que la salida temprana del sistema educativo era un hecho natural y naturalizado. A modo de ejemplo, puedo decir que yo estrené la EGB en un aula de una escuela pública en la que estábamos más de cuarenta niños al cuidado de un maestro y fui a un instituto en el que había más de diez grupos de 1º de BUP y en el que, tres años después, estábamos en solo cuatro grupos de COU. Y, ya como profesor, formé parte a finales de los ochenta de un equipo directivo que nos pusimos como objetivo elevar significativamente en nuestro instituto el treinta o cuarenta por ciento de titulados en la evaluación final ordinaria de COU que en aquel tiempo  les parecía a muchos docentes lo más natural del mundo.

Pero la situación ha cambiado radicalmente. Hace medio siglo había muchos trabajos que no requerían formación media ni superior, por eso el país podía permitirse tanto fracaso y tanta desescolarización. Hace medio siglo había muchos más niños y jóvenes que plazas dotadas dignamente en nuestras escuelas, institutos y universidades. Y, aunque los de las pedagogías cipotudas se empeñen en mitificar todavía los exámenes de ingreso y las reválidas, aquellos eran tiempos en los que las instituciones escolares servían de ascensor para algunos pero para la mayoría seguían reproduciendo y legitimando la desigualdad social.

Hoy ya no hay empleos que no requieran formación y esta ya no garantiza el acceso a un buen empleo. Los escolares de los años sesenta están próximos a jubilarse y en sus familias quizá haya ahora más mascotas que menores. Por eso resulta temerario que en la tercera década del siglo XXI el paradigma binario de evaluación siga teniendo tan buena salud. Como si debiera preocuparnos más custodiar muy bien la frontera del cinco que llevar a todos y cada uno de los niños y jóvenes lo más lejos que podamos en el desarrollo de sus potencialidades, propiciando siempre la equidad y la excelencia en todos los ámbitos. Y para esto, más que la obsesión por que no se cuele nadie sin un cinco, sería importante que estuvieran muy vivos otros debates como el de la diferencia entre calificación y valoración o el de la abolición de los exámenes (esos curiosos dispositivos que generan apariencia de objetividad pero que no existen, ni nadie los echa en falta, en las etapas más valoradas y menos cuestionadas de nuestro sistema educativo: la educación infantil y los posgrados universitarios). Pero, lamentablemente, las culturas evaluadoras de quienes reclaman para cada asignatura el derecho de veto a la titulación del alumnado no son residuales. De hecho, no faltan actitudes de este tipo en muchos docentes que cuando eran alumnos tenían como principales virtudes la capacidad para memorizar y la habilidad para hacer exámenes y que en el ejercicio de su profesión siguen pensando que esas son las únicas competencias relevantes.

Sin embargo, no somos pocos los que, habiendo sido también muy hábiles memorizando y superando exámenes, hemos renegado de la idea de que ello defina la calidad educativa. Por eso hemos promovido desde hace décadas formas de humanizar los efectos del paradigma binario en las evaluaciones finales del bachillerato (y antes del COU). Así, hemos venido defendiendo en nuestros centros procedimientos razonables como que los equipos docentes puedan instar para que se apruebe alguna asignatura a quien es considerado apto para hacer la selectividad, la PAU o la EBAU según la mayoría de sus docentes y así pueda optar a los estudios deseados y no quede en suspenso por alguna asignatura. Son parches que cumplen escrupulosamente la definición normativa de los objetivos de las etapas y la primacía de las competencias en ellas. Son procedimientos consensuados que han resultado útiles para paliar los vicios propios de ese asignaturismo que ya denunciaba Unamuno hace más de ciento vente años. Prácticas de este tipo, de forma más o menos formalizada, vienen siendo habituales desde hace tiempo en las evaluaciones finales de muchos centros. Por eso resulta tan sorprendente y lamentable que el paradigma binario y asignaturesco siga inspirando con tanta fuerza los planteamientos recogidos en el Real Decreto 984/2021 en lo relativo a la evaluación de nuestros bachilleres y a la forma, sumamente condicionada, en que se perdonaría la vida a los que no alcancen el cinco en una de las casi veinte asignaturas que componen esa etapa.

¿Cómo es posible imaginar que si un equipo docente considera que un alumno ha alcanzado los objetivos y las competencias vinculados al título de bachillerato aquel podría no obtenerlo? ¿Cómo es posible aludir como requisito al abandono del alumno de una materia sin pensar siquiera en la posibilidad de que también podría haber sido el alumno el abandonado por ella? ¿Cómo es posible presuponer que la evaluación en bachillerato ha de hacerse necesariamente con exámenes? ¿Cómo es posible que para el acceso a esta profesión se acepte que se hagan medias que pueden incluir calificaciones inferiores a cinco en las oposiciones y eso mismo parezca extraordinario y se plantee como condicionadísimo en bachillerato? ¿Para qué le serviría ese perdón de los pecados a un alumno que, cumpliendo todos esos requisitos incalificables, obtendría la titulación solo en la evaluación extraordinaria y no podría, por tanto, presentarse a la EBAU ordinaria? ¿Qué visión de la vida y el merecimiento tienen quienes consideran útil que alguien dedique un año a repetir una asignatura?

¿Es aceptable tanta cautela y tanto respeto ante el pretendido y viejuno derecho de veto de un docente docéntrico entre las cerca de veinte materias que componen los dos cursos de bachillerato? ¿Por qué tienen tanto predicamento los prejuicios de los cancerberos del cinco y en ese mismo Real Decreto no se repara en los problemas que comporta que la media del bachillerato se establezca redondeada a la centésima y los resultados de la EBAU se redondeen a la milésima? ¿Por qué hay tanta inquina para que algunos no pasen por motivos numéricos y, sin embargo, no se repara en que las calificaciones de las materias en la EBAU de algunos distritos son siempre múltiplos de 0,5?

Tras el Real Decreto 984/2021 la evaluación en bachillerato (y las culturas docentes asociadas a ella) se mantendrá, por tanto, fiel al viejo paradigma binario que era dominante en los lejanos tiempos en que Kuhn publicó su famoso libro. Pero los destinatarios inmediatos de lo previsto para el bachillerato en ese Real Decreto son los alumnos y alumnas que en el 2050 serán profesionales en ejercicio y alcanzarán la jubilación en el último tercio del siglo XXI. Los desafíos que ellos vivirán tendrán muy poco que ver con la disciplina de las disciplinas y con la ideología asignaturesca. Los retos de su tiempo serán seguramente los de la habitabilidad del planeta y los de la justicia y la igualdad en un mundo hipertecnificado. Y también los del advenimiento de la superinteligencia, de las eventuales hibridaciones entre cerebros y redes digitales y las consecuencias que todo ello podría llegar a tener en la propia definición de la condición humana. Por eso produce pavor pensar que, en la regulación normativa sobre evaluación en nuestro sistema educativo, mantendrá tanto poder el paradigma binario y asignaturesco, el de las culturas docentes más retrógradas, el de la naturalización de los exámenes. Un paradigma rancio que perpetuará procedimientos de evaluación y acreditación que resultan tan arcaicos como seguir hablando de epiciclos y deferentes en los tiempos de la materia oscura.

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