(Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 26 de abril de 2022)
Si quitamos las mesas y las sillas, un aula puede
convertirse en un espacio vacío. Un lugar propicio para cualquier cosa. Como un
ágora. Como el escenario de un teatro.
Fueron los griegos los que descubrieron la
importancia de los espacios vacíos. En ellos inventaron la democracia y alrededor
de ellos aprendieron a mirar. Teatro (théatron) significa precisamente eso: lugar desde el que se mira.
Igual que el iris de un ojo, las gradas de los teatros clásicos tenían forma
radial y desde ellas los griegos presenciaban los conflictos, cómicos o dramáticos,
entre la libertad humana y el destino marcado por los dioses. Ese encuentro era
posible en el espacio vacío de un escenario circular (la orchestra) que también
recuerda a la pupila de un ojo que mira al cielo, a ese otro espacio supralunar
desde el que quizá los dioses también contemplaban las creaciones que los humanos
les ofrecían.
Con el tiempo los teatros se fueron cubriendo y,
sin perder la forma radial de sus gradas, se convirtieron en cúpulas que
enfatizan aún más la metáfora del ojo, ahora casi como cámara oscura. El teatro
siguió siendo, pues, albergue de la mirada. Primero en el de Paladio en Vicenza
y luego en cientos de teatros de todo el mundo, allá en lo alto, sobre las
cabezas del público, justo donde el Panteón de Roma tiene un círculo vacío a
modo de pupila, se pintaron cielos y se colgaron lámparas para que, antes de que
se haga el oscuro y el silencio, no olvidemos que el espacio vacío de los
teatros sigue siendo celestial y divino.
Y es que el teatro es, antes que nada,
oscuridad y silencio. Porque solo desde la oscuridad completa y el silencio
absoluto es posible asistir a esa creación primigenia que comienza cuando se
hace la luz y surge la palabra.
Un espacio vacío propicio para el silencio y la mirada de los seres atencionales. Así entienden el teatro Peter Brook, Juan Mayorga o Javier Gomá. A los dos lados de la cuarta pared, que separa (y une) al público y los intérpretes, se establece un pacto tácito desde el momento mágico en que se hace el oscuro hasta esa emocionante fracción de segundo en que, acabada la obra, el público aún no es capaz de aplaudir. Durante ese tiempo no hay más vida ni más realidad que la que acontece en el escenario. El espectador es entonces un ser expectante que presta toda su atención a una realidad cautivadora que pone entre paréntesis a la de fuera. Presta toda su atención, pero solo la ofrece temporalmente. No la paga ni la debe (nuestra lengua es así de precisa). Y lo hace de forma completa hasta ese instante final en que, tras el último oscuro, son las personas y no los personajes quienes salen a recibir el reconocimiento de un público que aplaudiendo deja de ser silente.
Rescatar las posibilidades del aula como
espacio vacío supone, por tanto, heredar una tradición insondable que reúne las
cualidades del silencio, la luz, la atención y la mirada.
Igual que las virtudes de la democracia no están solo en disfrutar de sus leyes sino en participar desde el ágora en la construcción de la convivencia, las del teatro no están solo en leerlo, contemplarlo o analizarlo. También están en hacerlo. En tomar parte en el proceso de creación de ese arte de las artes en el que se dan cita la música, la danza, la poesía, la iluminación, la escenografía y el vestuario. Y también las almas y sobre todo los cuerpos. Unos cuerpos animados capaces de encarnar otras vidas haciendo que las personas se transfiguren en personajes. Porque en el teatro el intérprete, como el filósofo, es también hermeneuta. Su trabajo no es, por tanto, mera repetición sino ensayo continuo, riguroso y atento. De hecho, la experimentación escénica y la experiencia teatral hacen cómplices a los actores, al público y a los distintos demiurgos del verbo, la luz y la tramoya haciendo posible un encuentro que puede ser conmovedor o lúdico, pero que siempre resulta catártico.
El teatro es, por tanto, humanizador, sanador y
educativo. Sus virtudes, ya casi trimilenarias, benefician por igual a los
individuos y a los pueblos, porque el teatro parodia y desnuda al tirano dando
voz al poeta y haciendo mundano al filósofo. Por eso sorprende que en estos
tiempos en que no se duda de que en los espacios curriculares debe haber mucho sitio
para las matemáticas y algo de sitio para la filosofía, se le niegue al teatro (que
comparte con ellas tiempo y lugar de nacimiento) la posibilidad de entrar en
las aulas para vaciarlas de ángulos rectos y llenarlas de vida. Sófocles, Lorca,
Ionesco, Calderón, Beckett, Lope de Vega o Chéjov parecen merecer menos crédito
educativo que las competencias digitales, la emprendimiento individual o la
ilusión bilingüe en el mercado curricular que define lo que se enseña (aunque
no siempre lo que se aprende) en las aulas.
Así que habrá que rescatarlas de algún modo
para el teatro. Aunque solo sea durante dos o tres horas a la semana, habrá que
sacar las mesas y las sillas de las aulas para romper con su ortogonalidad
habitual y generar ese maravilloso espacio vacío que las convierta en talleres de expresión escénica en los que sea posible recrear lo fingido verdadero. Y es
que el teatro es también aula que educa. Por eso todos los docentes deberían amarlo
y frecuentarlo y así sabrían que en él es posible creer que un cielo en un
infierno cabe. Eso es el teatro, e igual que el amor, quien lo probó lo sabe.
Ojalá llegue un tiempo mejor que este. Un
tiempo en el que el teatro no sea menos valorado en nuestras legislaciones
educativas que la economía financiera, la obsesión anglófila o la
digitalización de las conciencias. Mientras tanto, con la ayuda de Lope y de
los demás teatreros y teatreras del pasado, del presente y del futuro, tendremos
que construir como podamos trincheras curriculares desde las que defender la
existencia de espacios vacíos propicios para la expresión escénica en los
centros educativos. Espacios vacíos que hagan posible que el aula sea también un
ágora y un teatro.
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