3 de diciembre de 2024

PAU

     (Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 18 de noviembre de 2024)

En catalán significa paz, pero en España hace tiempo que la PAU (antes la EBAU) es motivo de intensas fricciones. Hay polémica sobre si la prueba de acceso a la universidad debería ser más competencial o memorística. Si debiera consistir, como la del MIR, en preguntas con respuesta cerrada y calificación objetiva o en preguntas abiertas con valoración más interpretable. También se han generado tensiones, de notable componente político, sobre si debiera haber una prueba única para toda España. Sin embargo, solo la penalización de las faltas de ortografía parece haber suscitado un gran consenso.

Dejando de lado ahora las polémicas sobre las cuestiones cualitativas, convendría analizar determinados aspectos cuantitativos de los que apenas se habla. Y eso que algunos comportan efectos obscenos para el ideal objetivista y meritocrático que caracteriza a esa prueba que hace de bisagra entre el bachillerato y los estudios universitarios. Curiosamente, siendo graves, algunos de esos aspectos tendrían fácil solución, pero en este tema parecen interesar más las controversias apasionadas que los consensos en torno a las razones mesuradas.

Empezaremos por el final. Por las calificaciones, por la manera en que se obtienen esas puntuaciones finales que a unos les abren las puertas de los estudios deseados y a otros se las cierran. Para evitar en lo posible los empates, esas notas llevan hasta cinco dígitos pudiendo ir, en el caso de la fase de admisión, desde el 5,000 hasta el 14,000. Una precisión aparente que oculta algo bastante extraño. Si en la prueba un alumno hubiera obtenido una calificación media de 4,563 y la del bachillerato fuera de 5,294, teniendo cuenta que en la fase de acceso esta pondera el 60 % y aquella el 40 %, debería haber accedido a la universidad porque su calificación final sería de 5,002. Sin embargo, el muchacho se quedó fuera (el caso es real) porque la calificación asignada fue de 4,999. ¿Cómo es posible? La razón es tan sencilla como irracional: la media de las calificaciones en la prueba se expresa con tres decimales y la del bachillerato con dos. Eso se hace así desde hace muchos años. Y se seguirá haciendo de ese modo porque tanto el Real Decreto 243/2022[1] (artículo 22.4) como el RD 534/2024[2] (artículo 14.2)

8 de julio de 2024

Aulas generativas

  (Publicado en DyLE -Dirección y liderazgo educativo-,Nº 22, julio de 2024)

Quizá siempre ha sido así, pero el nuestro parece un tiempo especialmente extraño. Nos debatimos entre la intensidad ansiosa del presente continuo y la incertidumbre ante fenómenos que nos recuerdan miedos atávicos. Así, los temores por el calentamiento global, los nubarrones bélicos y las motosierras políticas coinciden con la celebración por todo lo alto del crecimiento del turismo, los desfiles de las Fuerzas Armadas o el próximo partido del siglo.
 
Algo parecido sucede con la educación y las nuevas tecnologías. Tras la pasión tecnófila que despertó la pandemia en las administraciones educativas (con suculentos contratos para las corporaciones de los señores del aire), el advenimiento de la inteligencia artificial ha coincidido con el despertar de un nuevo celo prohibicionista en el ámbito educativo. César Rendueles lo ha llamado la ley seca digital y no deja de ser curioso que el acuerdo, casi unánime, que suscitó en España el reciente pacto de Estado contra los móviles en los centros escolares coincidiera en el tiempo con el escaneo en los centros comerciales de los iris de muchos adolescentes. Parece que, desde las redes sociales y los móviles, el hombre del saco hubiera vuelto para acechar a los niños. Sin embargo, los hijos de sus abuelos se consideran a salvo de cualquier alienación digital. Algo curioso porque es precisamente esa generación la que más intensamente usa (y abusa) y la que ha generado (y degenerado) ese mundo digital que parece tan dañino para los menores.
 
El asunto es serio porque las tentaciones prohibicionistas y penalizadoras pueden plantear dilemas complejos a la escuela en tiempos tan ciberacelerados como estos. ¿Desaparecerán los proyectos e investigaciones de los alumnos por temor a las posibles colaboraciones generativas? ¿Prescindiremos de los trabajos de equipo en favor de los exámenes orales? ¿Deberían incorporarse en las ceremonias de la EBAU sistemas para detectar microauriculares en los tímpanos?

27 de mayo de 2024

La inspección educativa como superyó de los docentes

       (Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 24 de mayo de 2024)

Mi primer recuerdo profesional de la inspección educativa es el de un hombre de traje gris, con corbata y gemelos, que revisaba y firmaba papeles hace casi cuarenta años. Como alumno tengo otro recuerdo aún más lejano. Era en la EGB de principios de los setenta. El maestro nos había anunciado que vendría un inspector y nos pidió que nos portáramos bien. Aquella tarde pasó algo extraño. Aquel señor nos hizo formar un corro cerca de la tarima, pero no para preguntarnos nada (o al menos yo no lo recuerdo) sino para darnos una clase. Su contenido era la religión. Mejor dicho, las religiones. Allí mismo, delante del crucifijo, la imagen de la Inmaculada y el retrato del caudillo, nos desveló que en el mundo había más religiones que la nuestra y que para otras personas su dios era tan verdadero como el de los cristianos. Nos habló incluso de los agnósticos y los ateos y nos hizo ver que nadie debía imponer sus ideas a los demás. Para unos niños de una escuela pública española que al final del invierno éramos llevados a los ejercicios espirituales de la iglesia, la lección de aquel inspector relativista fue inolvidable. Mi fascinación en aquella tarde debía ser parecida a la del niño que escuchaba al maestro republicano en La lengua de las mariposas.

Con el paso del tiempo me he dado cuenta de que quizá aquella lección no era solo para nosotros. La Ley General de Educación se acababa de aprobar y aquel inspector seguramente estaba cumpliendo una misión de ejemplaridad hacia mi maestro. Ignoro si ello formaba parte de un plan modernizador de la función docente o era la iniciativa individual de un hombre comprometido con la futura democracia. Pero no he olvidado aquella tarde.

Otra experiencia singular con la función inspectora la tuve hace unos veinte años. Fue lejos de aquí, en la República Oriental del Uruguay. Allí participábamos con la OEI en actividades sobre educación en Ciencia, Tecnología y Sociedad colaborando con un grupo de inspectoras que tenían especial protagonismo en la formación docente de su región. Ellas hacían de enlace entre los centros, promovían la innovación educativa y, con antenas internacionales bien sintonizadas, estimulaban a unos docentes de secundaria bastante motivados y cuya capacitación inicial era muy distinta a la nuestra. Ellos se formaban para el ejercicio de la docencia en una especialidad, no para una especialidad al margen de la docencia.

21 de marzo de 2024

Pacto de Estado contra los móviles

      (Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 19 de marzo de 2024)

Según Javier Gomá los humanos somos seres atencionales, capaces de abstraernos y concentrarnos plenamente en algo que nos interesa. Lo hacemos cuando leemos un poema, una novela, un ensayo o un cómic. Cuando disfrutamos con una película, una obra de teatro o un concierto. O cuando nos ensimismamos contemplando un crepúsculo, escuchando el canto de una oropéndola o siguiendo el vuelo de unos estorninos. Esa entrega no es solo sensorial o intelectual. También dedicamos toda nuestra atención a practicar un deporte, a participar en un juego, a cuidar un jardín o a darle lo mejor de nosotros a un hijo, a una madre o a un amor. La atención plena es esencialmente humana y puede ser tanto contemplativa como activa, pero siempre tiene que ver con la pasión. En nuestra lengua decimos prestar atención (no to pay atention) para referirnos a esa dedicación temporal de la voluntad. Por eso se respeta y agradece tanto la atención prestada.

La atención como obligación es algo muy distinto. Es trabajo retribuido, a veces penoso y hasta alienante, sin efectos emancipadores. Cultivar nuestra capacidad para prestar atención a aquello que lo merece es un desafío que nos humaniza. Por eso, la cultura, la naturaleza, la ciencia y la vida deben formar parte de una educación que promueva el cultivo apasionado de la atención. Para ello, como dicen algunos personajes de Lorca, es necesario abrir puertas y ventanas. Cuando lo hacen, nuestras aulas se convierten en lugares sensibles al conocimiento y a la belleza, pero refractarias a ese silencio opresivo y radical que pretendía imponer Bernarda Alba.