(Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 24 de mayo de 2024)
Con el paso del tiempo me he dado cuenta de que quizá aquella lección no era solo para nosotros. La Ley General de Educación se acababa de aprobar y aquel inspector seguramente estaba cumpliendo una misión de ejemplaridad hacia mi maestro. Ignoro si ello formaba parte de un plan modernizador de la función docente o era la iniciativa individual de un hombre comprometido con la futura democracia. Pero no he olvidado aquella tarde.
Otra experiencia singular con la función inspectora la tuve hace unos veinte años. Fue lejos de aquí, en la República Oriental del Uruguay. Allí participábamos con la OEI en actividades sobre educación en Ciencia, Tecnología y Sociedad colaborando con un grupo de inspectoras que tenían especial protagonismo en la formación docente de su región. Ellas hacían de enlace entre los centros, promovían la innovación educativa y, con antenas internacionales bien sintonizadas, estimulaban a unos docentes de secundaria bastante motivados y cuya capacitación inicial era muy distinta a la nuestra. Ellos se formaban para el ejercicio de la docencia en una especialidad, no para una especialidad al margen de la docencia.
Tras aquella experiencia infantil con una inspección ejemplarizante y la de una inspección formativa y colaborativa en un país de larga tradición democrática, en España he conocido todo tipo de inspectores. Algunos todavía llegan a los centros trajeados y encorbatados, como si el hábito hiciera al monje. Otros vienen más miméticos y cercanos, como si lamentaran que no se les perciba como unos de los nuestros. Lo que apenas he visto después son esos modelos ejemplarizantes o formativo-colaborativos. Y no me extraña porque, si la queja de la burocracia en el trabajo docente es recurrente, en la función inspectora esa realidad debe ser asfixiante. Ahogados entre comisiones, planes, informes, instrucciones, protocolos y actas, no es raro que acaben considerando que los límites de su mundo son los límites de sus documentos. Lo cierto es que, aunque algunos seguramente se sienten alienados por ello y buscan respirar otros aires pedagógicos y académicos (por ejemplo, en la investigación educativa), también lo es que hay otros muchos que están en su salsa entre los papeles y gustan de practicar una suerte de labor pseudojurídica, con notable querencia por las citas normativas y la prosa leguleya.No es extraño, pues, que el trabajo cotidiano de la inspección educativa pueda dejar en la penumbra dos peligrosas patologías que acechan a nuestras organizaciones: el mal sádico y la banalidad del mal. Y es que las instituciones burocráticas son lugares especialmente propicios para que, en el ejercicio del poder que se tiene (o se supone que se tiene), prosperen las pulsiones autoritarias de algunos (dis)funcionarios con responsabilidades docentes, directivas o inspectoras. Por otra parte, las inercias institucionales y la apelación discrecional (cuando no arbitraria) a las normas puede hacer germinar también esa banalidad del mal que provocan quienes desempeñan su labor negándose a pensar.
Sin duda, el tecnicismo, las letanías y las logomaquias que enmarañan la regulación educativa y el trabajo docente hacen más probable la distancia entre la cotidianidad de los centros y esa superestructura programática plasmada en unos documentos que, más que explicitar, a veces ocultan o enmascaran la naturaleza real de las prácticas. En este sentido, llama la atención la diferencia en la forma en que estas se prescriben y planifican en los niveles de educación básica y media respecto del ámbito universitario. Nuestras programaciones generales, proyectos curriculares y programaciones docentes (también las prescripciones curriculares y organizativas) tienen una clara tendencia al desbordamiento. Comparando tales documentos con las guías docentes universitarias resulta envidiable ese saludable laconismo suyo que algunos hemos defendido al hablar de programaciones mínimas. Cabe constatar, por otra parte, que en la educación preuniversitaria tiene bastante presencia (efectiva o tácita) la función inspectora dependiente de las administraciones (desde la Alta Inspección hasta los servicios correspondientes servicios autonómicos), que no existe como tal en el ámbito universitario.
La inspección educativa figura de forma expresa en el artículo 27.8 de la Constitución Española y, con diversas vicisitudes, tiene sus orígenes en el siglo XIX. En el debate constitucional no hubo apenas discrepancias sobre la oportunidad de su mantenimiento y sobre el modo de vincularla con los poderes públicos y con la garantía del cumplimiento de las leyes. Pero, más acá de eso, en el imaginario docente (y debido quizá a nuestra larga tradición no democrática) es frecuente la idea de una inspección educativa de naturaleza casi oracular que pontifica, interpreta y sabe lo que hay que hacer en cada caso. Es un mecanismo psicológico curioso porque a la vez que tiende a desresponsabilizar a los docentes y a las direcciones escolares en sus decisiones (“consulta al inspector a ver qué dice”) también sirve de coartada y atribución externa de responsabilidades sobre lo que se hace (o no se hace) en los centros (“la inspección no nos deja”, “hay que hacerlo como ellos dicen”). Seguramente en tiempos en los que el Estado de derecho era más débil, y el acceso a los textos reglamentarios más difícil, se podía entender esa actitud de vasallaje, pero resulta absurda en estos momentos en que todos los reales decretos, decretos y resoluciones están al alcance de cualquiera que tenga un móvil y la competencia lectora que cabe suponer en un docente.
Lo cierto es que ese papel que tiene la inspección como superyó de los docentes limita, y también define, el yo profesional de estos. A unos les sirve para percibir su trabajo como algo presidido por las inercias y sin apenas autonomía, mientras que otros sitúan en la inspección educativa una suerte de techo de cristal que les sirve de coartada para no enfrentarse a aquellas. Y así se va consolidando ese lamentable consenso del “es lo que hay”.
Por eso, aunque seguramente parecen lejanos aquellos modelos de inspección democrática y ejemplarizante o formativa y colaborativa, quizá convendría que las culturas propias del gremio de la inspección educativa fueran menos impostadas y burocráticas y, además de su esencial función en el asesoramiento, prevención y garantía del cumplimiento de las leyes, tomaran más conciencia de que tienen también otra función tácita que (sabiéndolo o no, deseándolo o lamentándolo) es la de haberse convertido en el superyó, el techo de cristal y hasta en la coartada de las actuaciones de muchos docentes y directivos.
Sobre lo primero, quizá convendría insistir una y otra vez en que la inspección educativa no debe olvidar nunca su esencial compromiso con la interdicción de la arbitrariedad. Pero también en que más allá (en realidad, más acá) de las resoluciones, instrucciones, circulares, protocolos y actas debería contribuir activamente en la mejora de numerosos aspectos no burocráticos, sino candentes, de nuestro sistema educativo. Por ejemplo, la segregación escolar (con y sin ilusiones bilingües), el campeonismo meritocrático rampante, los indeseables efectos algorítmicos presentes en la EBAU, la proliferación en el bachillerato de tantos evaluadores silentes, el monopolio de los entornos digitales sin contornos educativos, los riesgos de las telerreuniones docentes para los derechos de los menores y tantas otras cosas que no reciben atención mediática pero llenan una agenda de necesidades mucho más importantes que las obsesiones burocráticas.
Quizá no estaría mal recuperar algo de aquellos modelos ejemplarizantes, democratizadores, formativos y colaborativos aludidos al comienzo. Sin duda, ayudarían a que los servicios de inspección educativa dejaran de reforzar la disciplina de las disciplinas y ayudaran a abrir puertas y ventanas en las aulas, a generar culturas profesionales autónomas, a contribuir a que la realidad de los centros (y no los documentos) esté siempre en el centro, a fortalecer la red pública tejiendo redes de colaboración y a propiciar intercambios (no solo de proyectos, también del alumnado) entre las comunidades españolas más acá (mucho más acá) de cualquier Erasmus.
Y es que, para acabar con ese gólem de la inspección como superyó de los docentes se impone que aquella deje de fomentarlo y estos se liberen de él. Hace falta, por tanto, más encuentro y más diálogo entre unos y otros. Sin trajes ni corbatas. Sin informes, actas, ni reglamentos. A cuerpo limpio. Formando corros democratizadores y colaborativos. Como aquel de mi vieja escuela. Como los de aquellas docentes e inspectoras uruguayas.
El artículo "La inspección educativa como superyó de los docentes" ofrece una reflexión interesante sobre la evolución y el impacto de la inspección educativa en España. El autor comparte experiencias personales que ilustran cómo la inspección ha oscilado entre un enfoque autoritario y uno formativo-colaborativo. Critica la burocratización actual y su efecto limitante sobre los docentes, sugiriendo la necesidad de una inspección más democrática y menos burocrática para fomentar una educación más autónoma y colaborativa. Una lectura que invita a repensar el papel de la inspección en el sistema educativo. ¡Gran análisis!
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Estudio la maestria en administración