(Publicado en Escuela el 24 de enero de 2013)
Hoy no se discute la importancia de la evaluación de los sistemas educativos. Pero tampoco se discute mucho sobre cómo es (o cómo debería ser) la evaluación en ellos. Me refiero a la evaluación cotidiana de los alumnos. Esa que se concreta en los boletines que reciben las familias varias veces cada curso.
Es obvio que las competencias básicas no son lo mismo que los contenidos de determinadas materias. Ni que tampoco es lo mismo evaluar que calificar. Sin embargo, esas dos confusiones parecen perpetuarse en nuestro sistema educativo. Los boletines de evaluación que reciben las familias no suele informar sobre el progreso (o las dificultades) de los alumnos en el desarrollo de sus competencias. Por lo general, se limitan a señalar un número entre el cero y el diez por cada una de las materias que cursan. Todos asociamos esos números con el éxito y el fracaso escolar. Cuanto más altos sean más probable será el éxito escolar (y luego social), cuanto más bajos más cerca se está del fracaso. En medio queda la mediocridad que supuestamente caracterizaría a la mayoría.
Esta visión simplista de la evaluación era diáfana y funcional en sociedades que solo esperaban de los sistemas educativos la determinación del lugar que correspondía a cada cual en la escala social. Las notas numéricas eran, por tanto, muy pregnantes para una concepción jerárquica de la vida. Pero no sirven si de lo que se trata es de identificar cuáles son las fortalezas y las debilidades en el desarrollo de las competencias de las personas, de promover las primeras y de atender a las segundas.
Imaginemos que un centro educativo quisiera superar esa reducción de la evaluación a la calificación, de las competencias a los contenidos, de la educación integral de las personas a la suma de enseñanzas de las disciplinas. Imaginemos que renuncia a las clásicas calificaciones numéricas y decide que los boletines de evaluación que entregarán a las familias lo van a ser realmente, que van a evaluar y no solo a clasificar. Imaginemos que en ese centro se quiere hacer visible lo cotidiano informando expresamente de cómo va el alumno, en qué progresa y en qué tiene dificultades.
Sería un boletín con información completamente cualitativa. Un documento en el que se haría transparente la evaluación porque se basaría en esa valiosa información que los profesores escribimos en los trabajos de nuestros alumnos, comentamos cotidianamente con ellos o intercambiamos en las reuniones de nuestros equipos docentes. Toda esa riquísima y útil información cualitativa suele quedar sepultada bajo el peso de una calificación numérica que tiende a encerrar todo lo demás en una caja negra en la que se oculta lo más valioso de los procesos de enseñanza y evaluación.
Para que esa información cualitativa fuera procesable, en ese centro se consensuarían una serie de indicadores (pongamos cuarenta) consistentes en frases que describirían la situación del alumno en distintos aspectos con formulaciones positivas y negativas (“trabaja bien en equipo”, “tiene dificultades con la expresión escrita”, “resuelve bien los problemas”, “a veces provoca conflictos o entorpece la marcha de las clases”…) De ese amplio repertorio cada profesor elegiría las tres frases que mejor describieran la situación de cada alumno en el correspondiente periodo de evaluación. El boletín resultante contendría, por tanto, unas treinta frases (muchas coincidentes, quizá algunas discrepantes) que expresarían con precisión cómo va el alumno en ese momento de su formación.
Esos indicadores serían genuinamente cualitativos, estarían relacionados con competencias comunes a distintas materias y resultarían tan informativos como contextualizados, porque sería el propio equipo docente el que los definiría y revisaría cada año. Pero también serían susceptibles de un procesamiento cuantitativo según su frecuencia de uso, desvelando así qué aspectos se valoran (o se postergan) en las practicas de enseñanza y evaluación. Esos análisis aportarían información muy rica sobre lo que está pasando en la formación de nuestros alumnos y abrirían por fin la caja negra de los procesos cotidianos de enseñanza y de aprendizaje.
Muchos dirán que esto es imposible en nuestro sistema educativo. Que una evaluación de este tipo, dadas las inercias y las culturas dominantes en los centros educativos, es hoy una utopía. Quizá tengan razón. Seguramente lo es. O más bien lo fue. Porque la hicimos realidad en un instituto de enseñanza secundaria hace ahora exactamente veinte años.
Pero aquellos eran otros tiempos. En lugar de tener que luchar, como ahora, contra la implantación de una ley reaccionaria, muchos nos dedicábamos a sacarle el mejor partido a las oportunidades de innovación que nos ofrecía la LOGSE. Es triste pensar que algo tan sensato como hacer que la evaluación sea coherente con los fines de la educación quizá sea más difícil hoy que hace veinte años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario