(Publicado en Escuela el 26 de septiembre de 2018)
A finales de los setenta yo estudiaba bachillerato en el instituto masculino de mi ciudad. Era un centro grande, moderno y relativamente céntrico que habían estrenado en 1968 los chicos que hasta entonces estudiaban con las chicas en el antiguo edificio de los años treinta. Ellas se quedaron allí hasta que se construyó un instituto femenino, bien lejos por cierto del centro de Avilés. Pero el nombre del instituto mixto de la República se lo llevó el flamante edificio masculino de la época del desarrollismo franquista dejando al edificio histórico, el de las chicas, sin nombre y sin historia. De modo que el instituto en el que yo estudié bachillerato no está celebrando ahora los cincuenta años que cumple en 2018 porque hace diez que ya celebró, como si fueran solo suyos, los setenta y cinco años que entonces cumplía la enseñanza media en mi ciudad. Este es un buen ejemplo de cómo se falsifica la memoria escolar y se ignora el simbolismo de la ubicación, el nombre y la asignación por sexos de los institutos de enseñanza media en muchas ciudades de España.
Hace pocos meses volví a ese instituto para dar una conferencia y aproveché para recorrer los pasillos de mi adolescencia y asomarme a algunas de sus aulas. Como esperaba, hay proyectores digitales en los techos, ordenadores en las mesas del profesor y un mobiliario escolar bastante distinto al de entonces. Así que ya no están aquellas parejas de pupitres clavados en el suelo en los que practicábamos el irónico acto de insumisión coordinada que consistía en imitar los movimientos de los remeros. Eso sí, los nuevos pupitres, ahora individuales, siguen mirando al frente. Hacia esa pizarra sobre la cual ya no hay ningún crucifijo pero que sigue teniendo delante la contundente tarima que yo recordaba.
La tarima era un elemento fundamental en las aulas de la buena parte de las escuelas e institutos que se construyeron en España antes de 1970. Desde ella el profesor siempre estaba por encima de nosotros aunque se mantuviera sentado a su mesa. Los alumnos también subíamos a veces a la tarima, pero como quien iba al patíbulo. A dar la lección, a resolver ecuaciones, a analizar oraciones... A sufrir o a sobrevivir. Y es que en lo alto de aquellas tarimas, que para unos eran podio y para otros picota, quedaba bien patente quién estaba a la altura de las circunstancias y quién debía bajar con la cabeza gacha. Vigilar, castigar y segregar. Esas eran algunas de las funciones primordiales de las viejas tarimas escolares.
Seguramente los años setenta marcaron un rubicón en la arquitectura escolar española. Los institutos que se construyeron a partir de esa década empezaron a ser distintos. No tenían capilla. La zona noble (dirección, sala de profesores, seminarios…) dejó de ser aristocrática. Y, desde el mobiliario hasta la accesibilidad (en algunos centros se puso incluso ascensor), se empezó a notar que la democracia (ya inminente o todavía reciente) llegaba a las aulas. De hecho, los centros de la transición nacieron desentarimados.
Sin embargo, las tarimas han seguido estando en las cabezas de mucha gente. Por ejemplo, en la de Esperanza Aguirre, esa campeona del conservadurismo español a la que debemos cinco de los males que más daño han hecho a nuestro sistema educativo en las últimas décadas. El primero, su apuesta para intentar que Madrid estuviera entre las regiones de Europa con menos escuelas públicas y más escuelas privadas. El segundo, esa segregadora y estúpida ilusión bilingüe que se ha extendido en el país en que nació la lengua europea con más hablantes en el mundo. El tercero, su cruzada por la enseñanza de la historia de España que en realidad tenía más que ver con los réditos electorales de la catalanofobia que con unas querencias por las humanidades que ella nunca tuvo. El cuarto, su casposa idea de un bachillerato de excelencia que ha pretendido extender el efecto Mateo más allá del Instituto San Mateo de Madrid. Y, por último, ese mito de la autoridad del profesorado con el que se empoderaba a lo más esclerotizado de la profesión y con el que la lenguaraz política conservadora (adelantándose a las ocurrencias de Trump) llegó a plantear en 2009 la idea de levantar tarimas en todas las aulas.
Me temo que aún sigue siendo muy necesario desentarimar las cabezas. Pero no estaría mal empezar por quitar las tarimas de los centros que aún las tienen. Solo el hecho de que una parte muy relevante del espacio de muchas aulas españolas siga siendo inaccesible para los alumnos y profesores con movilidad reducida ya sería suficiente motivo para desentarimarlas.
Algunos administradores de la educación, directivos escolares y, por supuesto, también bastantes profesores no ven prioritario quitar las tarimas de las aulas que aún las tienen. Si acaso lo consideran como un problema técnico de costes y recursos que todavía (¡después de medio siglo!) no se puede abordar. Cómo afrontar, dirán ellos, el cambio de todo el suelo de cada aula para no dejar un parche en la zona delantera. Así que, curiosamente, la dificultad para rematar la tarima es el principal argumento para mantenerla viva.
Sin embargo, precisamente ese parche sería lo mejor. En la Plaza de España de mi ciudad (a la que, por cierto, llamamos cariñosamente El Parche) hay baldosas de otro color que indican el lugar en el que estaba la antigua muralla medieval. Estaría muy bien que los institutos más veteranos de España en vez de mantener tarimas tridimensionales (a las que alumnos y profesores se han acostumbrado tanto que las ven como naturales) pusieran en ese lugar unas baldosas distintas que, haciendo accesible para todos esa zona del aula, también hicieran accesible y enseñable la memoria de su pasado.
Quizá habría que hacer un inventario de los centros entarimados. Y buscar cuanto antes la mejor ocasión para desentarimarlos. Pero no encargando ese trabajo a albañiles sino haciendo de él una fiesta escolar y una celebración democrática. Ya me imagino a alumnos, padres y profesores provistos con mazos y palas desentarimando con alegría sus propias aulas (algunas músicas de Pink Floyd o de Víctor Jara podrían acompañar oportunamente esos actos cívicos). También se podría filmar el proceso y documentarlo. Y, por supuesto, decidir bien la forma de rematar ese espacio recuperado. Quizá con vistosas baldosas que hagan del suelo del aula un lugar en el que la historia escolar sea legible. O poniéndole tatuajes creativos para celebrar que en el cuerpo escolar ya no quedan cicatrices de la historia sino lugares accesibles y recuperados para la igualdad.
Y es que la historia de las aulas también enseña. Sin salir de ellas podemos hacer memoria de la jerarquía simbólica de sus espacios. Pero solo cuando la hayamos superado. Así que manos a la obra. A desentarimar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario