3 de noviembre de 2018

Sandel en la junta de evaluación

(Publicado en Escuela el 29  de octubre de 2018)

“No se lo merece”. A veces se escucha esta frase en las juntas de evaluación. Sobre todo en esos momentos críticos en los que se ha de decidir si un alumno promociona. Es entonces cuando algún profesor puede llegar a decir que el alumno merece repetir y que él no está dispuesto a “regalarle” nada. Pronunciamientos de este tipo pueden ser determinantes para el futuro de los alumnos porque nuestro sistema educativo burocratiza este tipo de decisiones de una manera muy perversa al conceder a cada profesor una suerte de derecho de veto a la promoción de curso.
 
Si, por ejemplo, un alumno suspende Matemáticas y Física y Química en 4º de ESO y tiene pendientes las Matemáticas de 3º, deberá repetir el curso. Es decir, tendrá que cursar de nuevo las ocho materias que había aprobado. Y deberá hacerlo a pesar de que ocho profesores consideren que ha alcanzado las competencias propias de la etapa y de que en los estudios de bachillerato o de formación profesional que pretenda cursar no necesite los conocimientos de las materias en las que ha tenido dificultades. Algún miembro de la junta de evaluación puede recordar quizá estas circunstancias y sugerir que se le podría aprobar la materia de 3º para no impedirle pasar de curso por computarse dos veces la misma materia en la decisión sobre la titulación. Es entonces cuando quizá alguien aluda al dichoso “no se lo merece” para justificar su oposición a la propuesta. 
 
Evaluar es valorar, no solo calificar o cuantificar, por eso es tan importante matizar las valoraciones que se hacen sobre los progresos de los alumnos, identificar cuáles son sus fortalezas y dificultades y qué es lo que más les conviene en cada momento. Actualmente hay acuerdo casi unánime entre los analistas de la educación en que la repetición casi nunca es conveniente. Obviamente aquel alumno no aprenderá más matemáticas porque se le obligue a repetir las materias que ya había aprobado, pero sí puede resultar más probable su fracaso escolar si se le impone ese absurdo castigo que, además, le separa de su cohorte. Por eso resulta perversa esa apelación al merecimiento y esa moralización punitiva de las decisiones evaluadoras.

El profesor que dice que el alumno “no se lo merece” está haciendo un juicio en el que identifica la justicia de la promoción con el merecimiento personal. Y se arroga el derecho de adoptar el punto de vista de Dios para condenar a los réprobos al purgatorio de la repetición. Quien así se comporta en la junta de evaluación (y quienes no le reprenden por ello) está haciendo algo que consideraríamos inaceptable si, en lugar de tratarse del derecho a la educación, con lo que se jugara fuera con el derecho a la salud. En efecto, si un neumólogo privara del tratamiento más conveniente al que padece una enfermedad pulmonar porque, como fumador empedernido, “él se lo buscó” o un cirujano no pusiera todo su empeño en salvar la vida de quien acaba de cometer un delito, consideraríamos que tales médicos no están cumpliendo con los mínimos deontológicos exigibles en su profesión.
 
Si esto es así cuando se habla de la salud, aún más evidente debería ser cuando de lo que se trata es de la educación, un derecho fundamental de las personas y no un privilegio que administran los profesores según sus juicios sobre los merecimientos de los alumnos. La deontología docente debería llevarnos a saber que de nuestras decisiones depende en cierta medida el futuro de los menores y a no confundir los inaceptables juicios morales sobre sus merecimientos con nuestro deber de decidir aquello que en cada momento les resulte mejor para su progreso educativo. De hecho, tal confusión debería condenar al ostracismo docente a quienes así se pronuncian en las juntas de evaluación. Sin embargo, no son pocas las veces en que ese aberrante derecho de veto se impone en ellas precisamente con la apelación al merecimiento. 
 
En su libro Justicia: ¿hacemos lo que debemos? Michael J. Sandel, el flamante Premio Princesa de Asturias de las Ciencias Sociales, hace un interesante análisis sobre la cuestión del merecimiento poniendo en tela de juicio que quepa imputar al sujeto la responsabilidad completa de lo que supuestamente merece o no merece. Creer que lo sobresaliente o deficiente que pueda ser el desempeño en las competencias matemáticas se debe solo a los méritos o deméritos de la persona es obviar la influencia de las condiciones individuales con las que cada cual nace y de los factores ambientales (familia, entorno cultural…) en los que ha vivido sin que pueda atribuírsele mérito personal alguno por ello. Que las instituciones escolares deban promover y estimular virtudes como la tenacidad o la inteligencia supone que sus profesionales deben practicarlas y fomentarlas a diario pero no les faculta para establecer juicios morales de carácter punitivo sobre los merecimientos de los menores. Evaluar no es juzgar. Tampoco consiste en encumbrar ni en condenar. Evaluar es valorar e identificar lo que permite que cada persona alcance en el mayor grado posible los beneficios derivados de la educación a la que como ciudadano tiene derecho.
 
Sandel defiende la necesidad de promover una reflexión deliberativa sobre la justicia. Y, sin duda, la educación es uno de los lugares en los que esa reflexión resulta más importante. Identificar y defender lo que el dinero no puede comprar (ese es el título de otro de sus libros), repensar cuáles son las virtudes con las que debemos comprometernos como ciudadanos y como profesionales, o reconocer que existen dimensiones valorativas que deben ser discutidas más allá del ingenuo calculo utilitarista de los merecimientos, son algunos de los aspectos sobre los que los profesionales de la educación deberíamos estar especialmente interesados.
 
Cada vez tengo más claro que las competencias o virtudes más importantes en la profesión docente son las relacionadas con la logística y la deontología. La capacidad para organizar entornos y actividades cultural y educativamente enriquecedoras (no solo dentro del aula) y el compromiso con unas instituciones en las que se toman decisiones (no solo técnicas) que tienen consecuencias importantes para la vida de las personas. Está claro que las actuales oposiciones no sirven para valorar las competencias logísticas ni deontológicas y ello dificulta que muchos profesores tomen conciencia de que trabajan en algo más que en su asignatura.
 
Así que no estaría mal que los docentes leyéramos a Sandel y discutiéramos sobre los dilemas que plantea. Quizá no fuera mala idea llevar algunos de sus libros a las salas de profesores. Quién sabe, quizá pudieran ser útiles para que en las juntas de evaluación nadie diga “no se lo merece”.

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