24 de enero de 2019

Copiar

(Publicado en Escuela el 24  de enero de 2019)

Copiar e innovar. Dos características definitorias de la condición humana. Nuestra especie no se adaptó a un medio determinado sino que creó los medios que le permitieron escapar a cualquier determinación. Y lo hizo copiando e innovando. Introduciendo novedades en el mundo y replicándolas una y otra vez. La técnica del azar de la que hablaba Ortega era la innovación imprevista, sorpresiva y no planificada. La que puso una piedra entre la mano y la presa y convirtió en depredador al primate. La que hizo saltar una chispa y le permitió cocinar la carne. Desde entonces copiar ha sido lo más importante. Aprender de los otros y con los otros. Compartir los hallazgos y multiplicarlos. Y es que el derecho a copiar es quizá el más antiguo y natural de los derechos humanos. El que hizo posible la existencia del más importante de los bienes: el bien común. Y así surgió el lenguaje, la escritura y también esa técnica que Ortega llamó del artesano. Según él, incorporándose a una tradición insondable, el aprendiz se iba convirtiendo en maestro. Así que el Homo sapiens ha sido antes que nada el animal que copia, el que comparte lo que sabe hacer y lo que sabe. Y es que la técnica y la ciencia nacieron comunistas. Por eso cada nueva generación mira al mundo y lo reconstruye a hombros de gigantes.

No es extraño, por tanto, que la escuela sea, entre otras cosas, el lugar en el que se aprende a copiar. Ese entorno en el que descubrimos con otros lo que se sabe sobre el mundo. El escenario en el que copiamos las destrezas e imitamos los valores destilados por la historia. La escuela mira, por tanto, hacia el pasado para dotar a cada generación del acervo cultural heredado. Por eso aprender a copiar todo lo bueno, todo lo útil y todo lo necesario es una de sus funciones principales.

Pero aprender a copiar no es aprender a reproducir, a producir de nuevo lo que ya existe. La etimología de la palabra remite a la abundancia y a la riqueza y es de eso de lo que se trata. De que las nuevas generaciones se apropien de ese inmenso caudal heredado que son la ciencia, la técnica, las artes y, en general, la cultura. Reproducir los contenidos de los libros de texto y los ejercicios en la pizarra es una versión espuria del significado profundo de aprender a copiar, de ir asumiendo como propia esa riquísima herencia.


Identificando copiar con reproducir es como ha llegado a alcanzar tanto protagonismo el examen, ese extraño dispositivo que ha devenido en detector pretendidamente infalible de la verdad pedagógica. El examen exalta el valor de la copia como reproducción y condena el de la copia como coproducción. Porque el examen es siempre individual. En él se espera que el alumno devuelva lo que ha recibido, que demuestre que sabe reproducir lo que otros produjeron. Y que sabe hacerlo a solas, en un tiempo (día y hora) y un lugar (aula, mesa y papel) establecidos. Es una prueba que solo prueba que se ha hecho bien esa reproducción individual durante ese acto prefijado. En el examen el alumno y el profesor pactan un simulacro: que el segundo certificará que el primero se ha apropiado para siempre de los contenidos establecidos si logra reproducirlos en ese momento concreto para el que se ha estado preparando. El examen es un ejercicio teatral monologado que solo prueba el cumplimiento puntual de ese pacto, pero no el acopio continuo y permanente de un acervo cultural que no es únicamente conceptual y que no puede ser concebido como individual.

En la medida en que la dimensión antropológica del copiar tiene que ver con coproducir, el examen es justamente su antítesis. En él la (re)producción es solo escrita, siempre individual y tiene la forma de respuesta atinada a un repertorio de preguntas o problemas cuya principal naturaleza es ser precisamente susceptibles de entrar en un examen. El examen es tan contrario al sentido prístino del copiar humano que, en una dialéctica perversa, llega a demonizar toda colaboración durante el tiempo en que se celebra esa ceremonia. Coproducir no cabe en el examen, así que en él toda copia es delito. El examen solo acepta y legitima la copia que ha pasado por la memoria y se expresa en la reproducción, más o menos fiel y sin ayuda ajena, de los conceptos que se han memorizado o de las estrategias que permiten resolver problemas canónicos.

En el examen escrito coproducir está proscrito porque copiar es el delito. Pero no por la injusta desigualdad que ello genera, sino porque copiar (y ser descubierto) supone impugnar aquel simulacro. De hecho, ni el profesor que vigila ni el alumno que se esconde tienen presente la inmoralidad de la desigualdad derivada del acto de copiar en un examen. El alumno que copia solo percibe el mal (su mal) cuando es descubierto, mientras que el profesor cree estar haciendo el bien (su bien) cuando vigila, cuando acepta, persigue y así normaliza la querencia de los alumnos a copiar mientras no sean descubiertos. El profesor presupone la culpabilidad en estos (en el examen todos copiarían si pudieran) y los alumnos presuponen que aquel es antes que nada un policía que mantiene el orden pactado. Así es el terrible imaginario sobre los valores comunitarios que se va transmitiendo en las instituciones escolares cada vez que se hace un examen.

Copiar producciones originales sin citar su origen, apropiarse de producciones ajenas haciéndolas pasar como propias son el tipo de efectos inmorales que acaba teniendo esa cultura del examen que prostituye el sentido cooperativo del copiar humano convirtiéndolo en rutina, sospecha o delito. Con ese pacto insidioso entre el profesor que vigila y el alumno que se arriesga se pierde la oportunidad de fomentar otros valores mucho más importantes y mucho más relevantes para aprender a cooperar. Por ejemplo, la lealtad y la confianza.

Quien hace pasar como suyo un proyecto o un trabajo ajeno traiciona la confianza y la lealtad que merece ese ser humano que ha asumido como propia toda esa rica tradición del bien común que es la cultura, pero que nunca la confundiría con la obra firmada. Eso también debería enseñarlo la escuela. Pero quién sabe, quizá para aprender a innovar y a copiar, esas cualidades tan esencialmente humanas, lo primero que tendríamos que hacer es deshacernos de los exámenes, unos dispositivos en los que la innovación se hace imposible y la copia honesta y genuina se convierte en aberrante.

5 comentarios:

  1. Excelente artículo que nos interpela en nuestro rol docente. Incipientes propuestas sobre evaluaciones alternativas al examen están surgiendo que intentan romper una tradición de años en la Escuela y la Universidad. Adhiero completamente a esta propuesta del Dr. Gordillo, que como siempre, arroja luz sobre el tema.
    Cecilia Culzoni
    Universidad Tecnológica Nacional
    Argentina.

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  2. El examen tradicional,a nivel de universidades q proponen un currículo x competencias, debe ser reemplazado por diferentes aportes científicos, técnicos o tecnológicos que realizados en equipo de trabajo, pueden trascender la copia y reproducción teórica, metogologica y práctica= innovar

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  3. Entonces ¿Como medir o evaluar el aprendizaje de un alumno?
    No se trata de cuestionar el sistema, sino de dar una alternativa de solución.
    ¿Cuales son esos diferentes aportes científicos.....que pueden reemplazar la copia?
    La vida practica me enseño que mi aprendizaje necesariamente tiene que pasar por ser evaluado lo aprendido por mi tutor, capacitador, etc. quien por la experiencia sabe del conocimiento que me impartió. A partir de esa "copia" podre asumir nuevos métodos y técnicas para mejorar lo aprendido. En el campo laboral, no todo es grupal o en equipo, existen algunas actividades que por su naturaleza tienen que ser individuales.

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  4. Exelente informacion que habla del ser humano y su historia y como se va adaptando y cambiando al mundo y lo que le rodea

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