22 de febrero de 2019

Innovar

(Publicado en Escuela el 19 de febrero de 2019)

Copiar e innovar. Dos características definitorias de la condición humana. Introducir novedades en el mundo y luego reproducirlas, multiplicarlas y mejorarlas. Esas fueron las claves del éxito adaptativo de nuestra especie, de su capacidad para modificar el medio haciéndolo primero propicio a sus necesidades y después a sus deseos. La innovación y la reproducción de lo creado nos han acompañado siempre y son rasgos definitorios de nuestra idiosincrasia filogenética, la de una especie que desciende de multitud de estirpes que innovaron y supieron copiar y multiplicar sus hallazgos.
 
La técnica del azar de la que hablaba Ortega era, por tanto, la de la innovación imprevista, la propia de un primitivo curioso, dispuesto siempre a jugar y a experimentar. Y también a reproducir y multiplicar los resultados satisfactorios de sus ensayos azarosos. Tras ella vendría la técnica del artesano, la que nos arrancó del estado de naturaleza y con la que comenzó la división del trabajo. La técnica del artesano miraba más al pasado que al futuro, copiaba las formas tradicionales de hacer las cosas sin arriesgarse a cambiarlas. En ella el aprendiz se formaba con el maestro durante un largo proceso de incorporación al oficio. Era la técnica propia de un mundo de gremios, de una sociedad que aún no era industrial ni urbana. Por eso la educación aún no era escolar en aquel tiempo. El adiestramiento técnico se producía desde la infancia en el propio desempeño de los diversos menesteres domésticos o artesanos. Y la conducta moral se aprendía en el seno de una comunidad que aún no había crecido tanto como para que surgiera el anonimato. La sociedad del primer entorno, como la llama Javier Echeverría, la del cambio suprageneracional, del que habla Mariano Fernández Enguita, o la de la técnica del artesano de Ortega era, por tanto, más la sociedad de la copia que la de la innovación. Esta vendría después y tendría como característica más destacada esa profunda indeterminación sobre la que ya nos advirtió en los años treinta ese gran filósofo de la técnica.
 
La innovación es, por tanto, propia de la técnica del técnico. Esa en la que se separan el diseño y la ejecución. El diseño innova, la ejecución repite. El ingeniero se las ingenia para encontrar la solución adecuada a cada nuevo problema mientras que el obrero solo opera siguiendo un plan prefijado. El primero piensa y crea. El segundo actúa y reproduce. Una escisión antropológica que va más allá de la vieja división del trabajo y que añade nuevos sentidos a la idea de alienación. Ortega fue premonitorio al señalar los riesgos que caracterizan a la indeterminación propia de la técnica del técnico. Una apertura que está llegando al paroxismo en este siglo y que encuentra nuevos horizontes en unos tiempos en los que el desarrollo de la tecnología y singularmente del trabajo podrían dejar de estar en manos de los humanos.

La innovación propia de las sociedades industriales precisó, por tanto, de la escuela como antesala de la fábrica y como hito relevante en las sociedades urbanas emergentes. Así, aunque la escuela ha sido tradicionalmente el escenario en el que aprender a copiar más que el de aprender a innovar, en los últimos tiempos parece abrirse paso una demanda que, con el runrún de la emprendeduría y de la creatividad, parece apostar por una escuela que también eduque para innovar.
 
Así que la escuela a la que ya están entrando los niños que llegarán a conocer el siglo XXII debe dejar de mirar solo al pasado y enfrentar también el reto que supone educar para innovar. Pero para eso ella misma ha de aprender a innovar. Y hacerlo teniendo presente que ello contraría sus propias inercias.
 
En efecto, la escuela graduada, la de los contenidos prescritos, la que ha hecho que cristalice una determinada organización del currículo en el espacio (las aulas como jaulas seriadas) y en el tiempo (los horarios y los calendarios como ritos repetidos), la que confunde valorar con evaluar, evaluar con calificar y calificar con cuantificar, la que todo lo expresa en una escala de cero a diez que tiene su rubicón en el cinco, la que confunde aprender con enseñar, la que conjuga sin complejos los verbos suspender y repetir, la que sigue manteniendo al examen como epicentro que define, decide y orienta el ser y el deber ser de la profesionalidad docente y de la estancia discente en las aulas… La escuela, esa institución no nacida para la innovación, se ve obligada ahora a repensar todo eso, a desentarimarse, a dejar de repetirse, a sustituir las certezas y las rigideces por las incertidumbres y la flexibilidad. Y tiene que hacerlo sin que aún esté claro cuál ha de ser su nuevo contrato con la familia y con la sociedad. Y sin que tampoco cuente en su seno con una mayoría de profesionales que anhelen esos cambios, que hayan sido seleccionados para hacerlos posibles y que tengan la ilusión suficiente y la capacidad necesaria para garantizar que pueden llevarse adelante con éxito.
 
Pero, aún en este difícil escenario, la escuela tiene que aprender a educar para innovar y aprender también a innovar para educar. Y para ello nada le ayudaría más que tres medidas sencillas pero radicales que la obligaran a salir de las inercias y le ofrecieran una oportunidad para innovar sin rémoras. Por ejemplo, un paréntesis de dos o tres años en los que se debiera enseñar y aprender sin libros de texto, en los que estuvieran prohibidos los exámenes y en los que tampoco se pudiera evaluar con calificaciones numéricas. Sería una simplísima utopía en la que cada uno (y entre todos) tendríamos que vérnoslas con un escenario prístino singularmente propicio para repensar el sentido y el valor de la actividad educativa. Serían tres medidas de una política educativa quizá utópica, pero simple y radical (en el verdadero significado de la palabra) que podría dar inicio a la mejor y más sencilla reforma educativa. Esa que empoderaría a tanto trabajo innovador que hoy ha de ser subrepticio cuando no clandestino en muchos centros, la que deslegitimaría a quienes hasta ahora han estado amparados por las inercias y las burocracias, la que pondría en cuestión muchas prácticas que nunca fueron reflexivas, la que permitiría en suma que la innovación fuera el vivero cotidiano para hacer posibles otras inercias alternativas en las que el sentido, el valor y las razones de lo que se hace no queden en el olvido. 
 
De un modo u otro y más pronto que tarde la escuela tendrá retomar y actualizar la esencia de su labor humanizadora. Esa que la hace útil para ofrecer a las nuevas generaciones las mejores versiones de aquellas dos características esenciales de la condición humana: copiar, asumiendo y conservando lo mejor de nuestro pasado, e innovar responsablemente para orientar, decidir y definir nuestro futuro.

1 comentario:

  1. Estupendo Mariano, me ha encantado lo que has escrito y cómo lo has hecho!
    Saludos cordiales. Rosa Isusi

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