22 de marzo de 2019

Pulsiones sádicas

(Publicado en Escuela el 18 de marzo de 2019)

Hay dos visiones sobre el mal. La que tiene más adeptos es la del mal radical, el de los malvados que lo hacen porque está en su naturaleza. Según esta visión, la maldad es una condición, no una circunstancia. El delincuente y la víctima serían, por tanto, los dos polos esenciales de una axiología maniquea que considera que esas no son circunstancias de las que queremos rescatar cuanto antes a quienes las sufren, sino condiciones esenciales que les marcan de por vida. Por eso se extienden con tanta fuerza la victimización de la victima y la estigmatización del victimario en estos tiempos en que el imaginario de la picota parece estar sustituyendo otra vez al del ágora. Un ejemplo cercano de la fuerza de esa idea es la exigencia de certificación negativa del registro delincuentes sexuales como requisito para ejercer, o seguir ejerciendo, la función docente. Y es que, desde esa concepción del mal radical, la de delincuente no sería una circunstancia remediable sino una condición permanente y no revisable.

Frente a esa idea de un mal esencial, casi diabólico, Hannah Arendt acuñó la noción de la banalidad del mal como explicación de algunas de las mayores desgracias que pueden sufrir los humanos. La idea de la banalidad del mal va más allá de las intenciones individuales o de los instintos perversos. Supone que, en las sociedades complejas, la desresponsabilización de los individuos puede hacer que lleguen a causar el mal creyéndose estrictos observantes del bien y leales cumplidores de las normas. Renunciando a razonar sobre los efectos de sus actos cuando los consideran “ajustados a norma” es como los funcionarios de las instituciones burocráticas pueden provocar grandes males sin tener conciencia de ello. El caso de Eichmann es el ejemplo extremo de hasta dónde puede llegar la banalidad del mal. Pero  también hay ejemplos menores, aunque nada inocuos, en contextos bien cercanos. 

La banalidad del mal aparece en las instituciones escolares cuando sus profesionales renuncian a pensar sobre los fundamentos y los efectos de lo que hacen. Se manifiesta, por ejemplo, en algunas decisiones de las juntas de evaluación, en ciertas formas de entender los derechos y los deberes del alumnado o en las maneras en que algunas instituciones escolares se relacionan con su público.

Ese mal sin malvados puede instalarse en nuestras instituciones precisamente por su perfil bajo y por su inserción imperceptible en unas culturas profesionales que consideran a los alumnos y a las familias como un ellos frente al que se construye un nosotros que se nutre de la continua victimización y la recurrente demanda de más autoridad para el profesorado.

La banalidad del mal también la facilitan esos decretos de derechos y deberes del alumnado que, a pesar de invocar los valores de la convivencia y la mediación en sus preámbulos, acaban favoreciendo en su articulado una concepción penal de las relaciones escolares. O también esos decretos de evaluación que la definen como formativa pero contienen criterios tan absurdos como los que condenan a que repita curso quien aprobó siete materias. Y, por supuesto, la banalidad del mal también está presente en los documentos organizativos de muchos centros que parecen cultivar con gusto ese peligroso género de la literatura burocrática.

A la sombra de esa banalidad del mal encuentran cobijo personalidades que también se sienten cómodas con el otro mal. Son los profesores con querencias expulsadoras, los que parecen disfrutar más vigilando exámenes que organizando visitas extraescolares, los que empuñan con brío el bolígrafo rojo porque le encuentran más gusto a señalar los defectos que a promover los aciertos. Son ese tipo de personalidades ariscas y permanentemente enfadadas a las que les viene bien la calificación de prisionadas (algunos educadores comprometidos llaman así a esos funcionarios de prisiones que están más alienados que los propios internos). Son seres que se adaptan bien a un hábitat escolar crispado y parecen empeñados en fomentarlo.

Aún siendo minoría, esos promotores del mal no banal consiguen algo inaudito: que en sus instituciones no sean ellos los condenados al ostracismo sino que acaben siéndolo quienes se atreven a cuestionarlos. De hecho, esos profesores suelen ser la pesadilla cotidiana para los directivos más sensatos y la coartada continua para los más insensatos.

Por pocos que haya en un centro, ese tipo de profesores siempre serán demasiados. Y es que, si está claro que los vegetarianos nunca deberían ser carniceros ni deberían ser médicos los hipocondríacos, también debería ser evidente que la primera condición para ser profesor debería ser no considerar que la minoría de edad es un defecto. Los niños y los adolescentes son ruidosos, inquietos, viven en presente continuo, apenas tienen pasado y el futuro todavía les queda lejos. Quien no entienda o no soporte esto no debería trabajar con ellos. Hay otras muchas profesiones a las que dedicarse sin tener que hacerse mala sangre cada día ni hacer mal a unos seres que siempre serán así, porque el profesor envejece pero los alumnos llegan siempre con la misma edad a los centros.

Quizá uno de los indicadores más significativos de la banalidad del mal en las instituciones escolares sea la forma en que se selecciona a sus profesionales. Ni la cordialidad ni la empatía, ni mucho menos la compasión, forman parte de las competencias evaluadas en las oposiciones para acceder a esta profesión. Esas virtudes solo se manifiestan en la práctica y nada está más lejos de la práctica docente que unas oposiciones a funcionario. Y es que la selección del profesorado según su capacidad para redactar y luego leer un tema o de preparar y luego defender una programación didáctica no protege a nuestras instituciones de la incorporación de profesionales tan poco aptos para este trabajo como los que intensifican en él sus pulsiones sádicas.

3 comentarios:

  1. Buenísimo articulo, este punto de vista, nunca lo había advertido. Gracias, seguiré investigando.

    ResponderEliminar
  2. inmejorable punto de vista para aplicarlo en educación y mas que nada en la condición para desempeñarse como docente.

    ResponderEliminar