26 de abril de 2019

(dis)funcionarios

(Publicado en Escuela el 24 de abril de 2019)

Ser funcionarios del Estado no ha beneficiado a la imagen de los profesores de la educación pública. A los tópicos sobre sus condiciones de trabajo (vacaciones, puentes, horarios…) se les han unido a veces los que se atribuyen supuestamente al conjunto de la función pública (inercia, procrastinación, moscosos…) Así se ha ido construyendo una imagen negativa del funcionariado en la que la estabilidad en el empleo y la relativa protección frente a los riesgos del mercado no serían derechos deseables para todos los trabajadores sino privilegios que quizá deberían perder los funcionarios.

Según esta visión malévola, el funcionariado sería algo así como un cuerpo sin alma, un peso muerto que lastra a la Administración y beneficia más a quienes poseen esa condición que al conjunto de la sociedad. Los fundamentalistas del mercado han insistido siempre en esta idea que, de forma más o menos explícita, cuestiona el valor del sector público y descalifica a los funcionarios. Son generalmente los adalides de unas políticas que favorecen la precariedad en el empleo y los recortes en los servicios públicos sin preocuparse por los efectos que ello tiene en el aumento de la desigualdad.

En todo caso, la imagen pública del funcionariado docente ha ido variando con el tiempo. Si los viejos profesores entarimados de la dictadura daban bastante miedo, a partir de la transición los docentes pasaron a dar cierta envidia. Sin embargo, ahora parece que los profesores debemos dar, más bien, algo de pena. De hecho, cierto discurso victimista está calando entre algunos ciudadanos que, a la vez que repudian los supuestos privilegios de los funcionarios, apoyan que se conceda a los profesores una autoridad que consiste principalmente en reconocer que este trabajo es de difícil desempeño, que la conflictividad es el estado natural de la escuela pública y que se debe blindar la autoridad y el derecho de los profesores a expulsar a los alumnos de las aulas cuando lo consideren necesario.

Hace tiempo que Esperanza Aguirre puso en circulación ese exitoso reclamo de la autoridad del profesorado que sigue sirviendo para justificar las derivas punitivas de las normas que regulan los derechos y deberes de los menores escolarizados. En relación con las expulsiones, algunas de aquellas parecen interpretar que la Constitución pone el derecho a la enseñanza de los profesores por encima del derecho a la educación de los alumnos.

Antes, a muchos profesores nos molestaba que se envidiara nuestro trabajo no porque nos dedicamos a la educación de las nuevas generaciones (lo más importante para el futuro de cualquier sociedad), sino porque se consideraba que la nuestra es una labor fácil y con mucho tiempo libre. Ahora nos sentimos aún peor al haber pasado de dar envidia por los horarios y las vacaciones a dar pena por trabajar con eso que para muchos adultos es una molesta enfermedad transitoria: la adolescencia.

Quizá por eso hemos renegado a veces de esa condición funcionarial que asociaba nuestro trabajo con las inercias burocráticas y rechazamos ahora el regalo envenenado de una rancia autoridad punitiva (superada hace tiempo en otros cuerpos de funcionarios del Estado) que se pretende convertir en seña de identidad de la función pública docente. 

Sin embargo, lejos de disimular nuestra condición de funcionarios quizá debamos reivindicarla con más ahínco. En efecto, somos funcionarios porque en nuestro trabajo lo importante no es el órgano o el organismo para el que trabajamos sino la función que desempeñamos. Somos funcionarios porque tenemos funciones nobles e importantes. Porque nuestra labor no es pertenecer a un cuerpo sino hacer que funcione la cosa pública y, en el caso de los funcionarios docentes, garantizar las mejores condiciones para el ejercicio del derecho a la educación de los ciudadanos en la escuela pública. Por eso los funcionarios docentes necesitamos que se entiendan y atiendan nuestras funciones y no que se nos reconozcan supuestas autoridades punitivas que presuponen la normalidad de los conflictos y llegan a permitir algo tan disfuncional como poner entre paréntesis el derecho a la educación de los menores.

Somos funcionarios docentes porque tenemos funciones tan importantes como la orientación educativa y la atención a las necesidades educativas de los alumnos. Entre nuestras funciones también están tareas tan relevantes como la dirección escolar o la jefatura de estudios (es decir, el liderazgo pedagógico en las instituciones educativas) y, por supuesto, la docencia de los diversos ámbitos en los que somos especialistas. Entre todos desempeñamos coordinadamente todas esas funciones para las que hemos sido seleccionados como funcionarios. Y, quizá aún más importante, sabemos que un servicio público que realmente funcione no puede consistir en el reparto parcelado de determinadas tareas sino que, especialmente en las instituciones educativas, la flexibilidad y el compromiso compartido con el acompañamiento a ese proceso complejo y delicado que es la educación no requiere de tarimas ni de una supuesta autoridad otorgada por las normas, sino de la centralidad y el empoderamiento de labores tan emparentadas con el significado etimológico de la educación como las que caracterizan a la acción tutorial, una tarea para la que no hay funcionarios especialistas porque es función esencial de todos los docentes.

Así que somos funcionarios porque asumimos nuestras funciones e intentamos hacer que las instituciones en las que trabajamos funcionen correctamente. Para ello los funcionarios sensatos ponemos entre paréntesis esas disfunciones que, como la monserga de la autoridad del profesorado, perturban notoriamente las finalidades y el quehacer cotidiano de nuestro trabajo y, pese a invocarla, comprometen la calidad de la convivencia educativa.

Por suerte, entre los jóvenes que aspiran a ser futuros funcionarios se advierte bastante compromiso e ilusión y no se les escucha hablar de esa cantinela casposa de la autoridad del profesorado. Quizá porque esos profesores del futuro quieren comprometerse con su función en la escuela pública. Por eso no quieren ser disfuncionarios.

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