(Publicado en Escuela el 19 de junio de 2018)
El ágora era el topos de lo público. El espacio abierto de la polis donde los demos se empoderaban y lo político se hacía democrático. El ágora era, por tanto, el espacio del diálogo. El lugar en el que, compartiendo el logos, se deliberaba para sopesar las razones e intentar ordenarlas. En el ágora se hablaba, se razonaba y se discrepaba sabiendo discutir, negociar y finalmente decidir. Porque el ágora nació como lugar de celebración de lo público, ese ámbito en el que los ciudadanos se sentían concernidos por el compromiso democrático con el bien común.
La picota también estaba en lugares abiertos pero su propósito era el contrario. Allí se hacía escarnio público del reo y se celebraba su sufrimiento. A su alrededor el regocijo y el miedo se fundían. La picota concitaba el morbo de contemplar el horror sin ninguna conciencia de que el efecto implícito de aquel espectáculo era la generación de mansedumbre ante la jerarquía. La picota ha sido siempre el hábitat natural de los exaltados que no dudan en tirar la primera piedra. Y también el de quienes les siguen para no tener que imaginarse en el lugar de los lapidados.
El ágora es la plaza que acoge y reconoce derechos. La picota es el hito que excluye y demoniza. En el ágora impera la lucidez y la cordialidad. En la picota es la víscera la que manda.
Nuestras plazas son herederas de ese espacio de encuentro e intercambio que los griegos fundaron en el ágora. Pero los pueblos españoles también estuvieron sembrados de picotas. En cierto modo, la lucha por la libertad puede ser simbolizada en este país por la tensión entre los valores propios de esos dos escenarios metafóricos. Los de las Cortes de Cádiz que ordenaron demoler las picotas en España y los de aquel rey infausto que restauró la cultura del escarnio.
En cierto modo, esa tensión entre el ágora y la picota ha seguido viva en nuestra historia reciente. La dictadura franquista asumió con orgullo la tradición de la picota y, simulando maneras judiciales, engendró causas generales, juicios sumarísimos, tribunales de orden público y leyes infectas que demonizaban al otro por masón, por homosexual, por vago, por maleante o por cualquier otra cosa de la que pudiera sentirse a salvo una sociedad enferma que no era consciente de que su verdadera patología era precisamente padecer aquel “palo largo y mano dura para evitar lo peor”.
Así que el gran logro de nuestra democracia no fue solo el regreso del ágora. También fue la demolición de la picota. Durante algún tiempo la recuperación de la democracia tuvo una de sus señas de identidad en la poda del código penal. Despenalizar fue una de las maneras de deshacernos de los miedos, de recuperar las libertades y también muchos derechos. Y así, despenalizando muchas cosas, este país se fue haciendo más libre, más sano y más habitable. Y también más lúcido, más cordial y más entrañable conforme iba reduciendo la visceralidad y agresividad de su código penal.
Sin embargo, últimamente parecemos empeñados en recorrer el camino contrario. Hoy la picota ha regresado a los telediarios y a esas redes sociales que inoculan a diario dosis recurrentes de espectáculo y miedo para construir inadvertidamente un imaginario social heredero de nuestros miedos atávicos (el sacamantecas, el hombre del saco…) Es una picota mediática que hipostasia las categorías de victima y de victimario, haciendo que en la mente de los espectadores (que no ciudadanos) se conviertan en condiciones esenciales o estigmas vitalicios y no en circunstancias indeseables de las que querríamos rescatar cuanto antes a quienes las padecen.
Esos medios anencefálicos y visceralizados han sido precisamente el mejor instrumento para este retorno imperceptible pero continuo a la cultura de la picota. Ellos crean y recrean imágenes fugaces e imaginarios perdurables dirigidos a una sociedad que se ha acostumbrado a consumir dócilmente la dosis de crispación que le suministran puntualmente las nuevas picotas judiciales, políticas y mediáticas
Es así como surgieron la prisión permanente revisable (esa expresión que no es un eufemismo, sino oxímoron deleznable), la ley mordaza y también esa tendencia a judicializarlo todo y a reducir lo judicial a lo penal. Así hemos llegado a estos tiempos en los que se discute en qué orden deben pronunciarse las palabras preso y político, como si su condición de sustantivo o adjetivo fuera lo importante y no la aberración de una conjunción preventiva que ha alejado de sus escaños a representantes del ágora. Son tiempos en los que los gritos a la puerta de los juzgados y las demandas de aumento de las penas también proceden sorprendentemente de colectivos que antes eran vanguardia y ahora comparten el gusto por la picota con los más reaccionarios. Unos tiempos extraños en los que ya no se demandan menos penas y más libertades, sino justamente lo contrario. Si acaso con una única excepción tristemente sintomática. La de eutanasia, que parece ser el último ámbito que concita demandas despenalizadoras para ampliar libertades.
Algunos éramos muy jóvenes en aquellos hermosos tiempos de la transición en que aprendíamos a distinguir entre la información y el morbo (y a despreciar El Caso), a celebrar cada despenalización como una conquista y a avanzar hacia ese horizonte utópico en el que fuera posible convivir sin cárceles ni miedos. Entonces no éramos conscientes de que estábamos asistiendo a la maravillosa demolición de las picotas y a la restauración del ágora en el lugar más importante: el de nuestra mirada.
Esa falta de conciencia sobre lo que suponían aquellos cambios es quizá lo que nos ha hecho menos beligerantes frente a este retorno de la cultura de la picota al que asistimos ahora. Una cultura que se ha hecho cotidiana e invisible en la política, en los medios y hasta en las escuelas.
Asumiendo dócilmente cosas tan aberrantes como la presunción de culpabilidad o la necesidad de demostrar la inocencia (lo señalé en otro artículo: "Los docentes, los delitos sexuales y la Ley Orgánica", ESCUELA, 24/01/17), el profesorado se hizo sumiso a esa lógica de la picota defendida por un gobierno reaccionario que quería hacernos creer que en la restauración de la sospecha y en el incremento de las penas estaba la solución de todo. Y ello ha sucedido en el lugar más sensible: en el entorno educativo. Justamente allí donde se debería reivindicar siempre el ágora para servir de contrapunto de esos telediarios que escupiendo sangre y miedo deforman las miradas y conforman las mentes.
Por eso tenemos que trabajar por hacer de nuestras escuelas lugares en los que aprender a demoler las picotas y recrear el ágora. Hay que hacerlo en el aula, pero no solo en esa hora semanal de Valores Éticos a la que renuncian quienes quieren (y pueden) recibir enseñanzas religiosas en los tiempos y espacios escolares. Hay que hacerlo también en el conjunto de unos centros que deben ser concebidos como mucho más que una suma de aulas o un almacén de asignaturas. Así que habrá que cuidar más el clima moral de los centros educativos, ese ambiente consciente que hace posible que los ojos de la escuela se abran a la vida.
Tenemos mucho por hacer. Como ciudadanos debemos enfrentarnos a las nuevas picotas que a nuestro alrededor se levantan cada día. Y como docentes debemos promover esa convivencia cordial que hace de las instituciones escolares lugares propicios para la lucidez y la libertad que caracterizan al ágora.
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