(Publicado en Escuela el 14 de junio de 2012)
¿Qué código moral tienen en la cabeza quienes defienden la segregación como el mejor medio para promover la excelencia educativa? La respuesta está seguramente en el pasado, en nuestro pasado histórico y en su pasado biográfico.
Aunque ellos no lo sepan, España nunca ha tenido tantos alumnos excelentes como ahora. Ni tan excelentes como los de ahora. Además de la equidad, ese es también uno de los frutos del progreso de nuestra sociedad en las últimas décadas. Un progreso que no debe hacernos olvidar cómo era la época en que cursaban bachillerato quienes ahora ponen en peligro estos logros.
Nuestros bachilleres de excelencia son esos jóvenes brillantes que de todo saben y a los que todo interesa. Leen con pasión, piensan con lucidez, se expresan con soltura (también en otras lenguas), dialogan con respeto y escriben con música en sus palabras. Son buenos alumnos, pero sobre todo son buena gente. Para ellos la vida es más ancha que el currículo y, aunque el nueve y el diez frecuentan sus exámenes, valoran también otras cosas. Por ejemplo, a sus amigos, a quienes quieren y cuidan aunque sean de esos para los que el cinco es ya un sobresaliente. La excelencia y la convivencia se refuerzan mutuamente cuando aquella no es solo curricular y esta es también escolar.
En los institutos públicos españoles abunda este tipo de excelencia educativa. Seguramente también se da en los centros privados. Y también la habrá en el Instituto San Mateo de Madrid, ese extraño centro que solo tiene bachillerato y que lo organiza siguiendo dos ideas muy simples: densificar el currículo y densificar los sobresalientes con que llegan sus alumnos.
Pero los resultados de ese experimento parecen estar más en la sublimación simbólica de la segregación escolar que en los beneficios reales para quienes participan en él. De hecho, a muchos alumnos no les ha ido muy bien allí. Algunos abandonaron a mitad de curso. Otros suspendieron materias en la segunda evaluación (parece que uno de cada cuatro). Y otros obtienen calificaciones más bajas de lo esperado. Ese tipo de excelencia estrecha es lo que tiene, necesita de la distinción para manifestarse. Y siempre habrá alguien dispuesto a decidir no solo cuáles son las diez mejores pinturas del Prado sino también cuáles de entre ellas son las peores.
Muy sensatamente la Federación Giner de los Ríos desaconseja a las familias llevar a sus hijos a ese tipo de centros. Por su parte, la administración insiste en el error e invertirá dos millones más en ese instituto. Incluso se plantea extender el modelo creando más aulas de (aislamiento de la) excelencia.
Quienes defienden este tipo de experimentos hablan mucho de cultura del esfuerzo, pero la asocian más con los dolores del estreñimiento que con los goces de la tenacidad. Ignoran que no es la adusta sobredotación disciplinar del profesorado lo que genera ambientes educativos enriquecedores, sino su ilusión profesional y su densidad cultural. Cultivar la excelencia no consiste en añadir temas a los programas y horas a algunas materias, sino en asumir que fuera del currículo hay vida y que se puede (y se debe) tender puentes entre las aulas y los entornos culturales y científicos. Eso es lo que promueve realmente la excelencia educativa.
Mientras se generan falsos debates sobre la troncalidad y la optatividad, sobre los méritos exigibles para tener beca a quienes carecen de posibles o sobre las aulas separadas para esa mal llamada excelencia, siguen quedando sin resolver los verdaderos problemas de nuestro bachillerato: su excesivo academicismo, su escasa flexibilidad o la sangría de abandonos que desde 2009 ha supuesto la supresión del artículo 14.2 del RD 1467/2007 (promovida por la FERE-CECA) para los alumnos que repiten con sueltas.
Pero los defensores del elitismo no quieren saber nada de esto. Solo insisten interesadamente en que hay países más destacados que el nuestro en excelencia educativa. Obvian por completo las trayectorias históricas de cada sistema educativo o la importancia de nuestros buenos resultados en equidad. Simplemente buscan justificaciones para unas querencias segregadoras que seguramente proceden de sus propias biografías.
En los tiempos en que cursaban bachillerato algunos de los políticos que hoy apuestan por esa excelencia estrecha, Daniel Vindel entretenía las tardes televisivas de los sábados con Cesta y Puntos, un programa en el que alumnos de distintos centros, mayormente privados, competían por sus conocimientos sobre lo esencial y lo accidental. Poco se sabe de la influencia de aquel programa del franquismo tardío (resucitable en youtube) en la trayectoria profesional de quienes compitieron en él, pero parece claro que algunos políticos lo tienen bien grabado en su imaginario educativo.
Separar y distinguir eran las claves de aquel juego en blanco y negro. Las mismas que parecen inspirar ahora la idea de reducir la excelencia educativa a la segregación escolar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario