(Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 10 de marzo de 2021)
El examen convive mal con cualquier otra actividad. Se apropia del tiempo del recreo, roba parte de la clase siguiente y secuestra la atención del alumnado si hay alguno previsto en otra asignatura. Su poder es tal que se convierte en coartada para faltar a clase y es lo único que se mantiene cuando hay huelga. De modo que hasta el propio currículo se ve damnificado por la proliferación de exámenes en el currículo. Tan solo las clases particulares parecen salir beneficiadas de la primacía absoluta del examen como referente evaluador.
El examen también goza de buena salud en el ámbito universitario. Así que no es extraño que la selectividad, la PAU y la EVAU (o EBAU) hayan perfeccionado la exactitud cuantificadora dejando atrás la pregnancia del 10 y afanándose por ordenar con tres decimales las cercanías del 14, ese nuevo número mágico que cada año se convierte en el sueño (o la pesadilla) de tantos bachilleres. Sin duda, los últimos libros de Marina Garcés (Escuela de aprendices), César Rendueles (Contra la igualdad de oportunidades) o Michael Sandel (La tiranía del mérito) ayudarían a comprender mejor las implicaciones de todo esto en relación con el elitismo meritocrático, pero quizá no sean lecturas habituales entre rectores, vicerrectores y responsables educativos.
¿Por qué perduran los exámenes si hasta los propios jesuitas se han distanciado de su vieja lógica? Sin echar mano de las tesis de Michael Foucault o de Pierre Bourdieu, quizá podamos decir que se mantienen simplemente por inercia. O quizá también porque los docentes realmente existentes hemos sido premiados y promocionados desde que éramos niños precisamente por nuestras buenas aptitudes para los exámenes. Seguramente por eso muchos no pueden imaginar un mundo escolar sin ellos.
Pero lo cierto es que es el examen resulta incompatible con la mayoría de las competencias prescritas para la educación del siglo XXI. Su variedad hace imposible que puedan ser valoradas con la estrecha lógica del examen: siempre individual, unidireccional y sincrónico, siempre conceptual y por escrito, siempre con papel y tiempo tasados, siempre presuponiendo esa inmoralidad de que el docente debe ser antes que nada un vigilante porque el alumno puede ser antes que nada un delincuente. Pero, a pesar de su impertinencia para valorar las competencias, el examen nunca es sometido a examen. Nunca es evaluado pero cuenta por defecto con el aprobado como detector infalible de la verdad pedagógica. De hecho, también es la herramienta y el rito de paso principal en la selección del profesorado. Y eso que el examen memorístico ni siquiera está presente en la formación inicial y continua de una profesión que ha de hacer tanto uso de la memoria como es la de los actores, con cuyas competencias, destrezas y culturas quizá debiéramos tener más afinidad los educadores.
Peter Brook decía que en inglés el verbo actuar (to play) define muy bien el trabajo del actor como alguien que juega con los textos. Pero el léxico del español es aún más rico y el actor es también el intérprete, casi el hermeneuta. En nuestra lengua llamamos ensayo a lo que los franceses llaman répétition. Y es que en el espacio vacío de un aula hay mucho que interpretar, mucho con lo que jugar y mucho que ensayar más allá de esa vana y tediosa repetición que caracteriza al examen como sortilegio para conjurar (o decidir) otras temidas repeticiones.
Hace ya cincuenta años que la Ley General de Educación prescribió en España la evaluación continua e intentó poner coto normativo a los deberes. También hace ya treinta años que la LOGSE habló de capacidades y puso de moda los conceptos, los procedimientos y las actitudes. Con el cambio de siglo las capacidades se convirtieron en competencias (también prescritas por otras leyes) que, como todo lo anterior, tampoco caben en los exámenes. Sin embargo, más acá de los boletines oficiales del Estado y las leyes orgánicas, en la vida cotidiana del aula y en los ritos de paso hacia la universidad, siguen multiplicándose los exámenes con la fuerza de las especies invasoras bien arraigadas, propiciando el cultivo intensivo de unos deberes (ahora llamados tareas) que no dejan tiempo para que crezcan los verdaderos haberes. Así, la tinta del boli rojo sigue calificando (y descalificando) miles de exámenes cada día, convirtiendo en simple retórica o impostura los discursos sobre las aulas invertidas, el aprendizaje basado en proyectos, las rúbricas y toda la parafernalia de la evaluación formativa y cualitativa que sirve a muchos docentes (luego practicantes fieles de la cultura examinadora) para acceder a esta profesión invocando espuriamente esas letanías pedagógicas en sus exámenes de oposición o en sus programaciones docentes.
Aprobarás con dolor. Tal parece ser el mandato bíblico que está detrás de esa pervivencia del examen como herramienta evaluadora dominante. Quizá también se usen otras pero, si se examinan los porcentajes de valor asignados a los exámenes o se analiza qué predomina cuando la evaluación se convierte en extraordinaria, parece claro que nuestros sistemas educativos siguen siendo radicalmente examenófilos y examencéntricos. Y es que sus devotos no reparan en que el examen es solo un simulacro, una escenificación en la que el alumno aparenta saber para siempre lo que se le pregunta en un lugar, un momento y un formato determinado. Y en la que el profesor acredita que ese aprendizaje es permanente aunque sepa a ciencia cierta que si el mismo examen con las mismas preguntas se repitiera después de unos meses (no digamos después de unos años), o simplemente se le pusiera al profesor de la clase siguiente, muchos sobresalientes mermarían notablemente.
En nuestra sociedad hemos naturalizado el examen escolar igual que en otro tiempo se naturalizaba la esclavitud, la pena de muerte o la prostitución. Por eso, para desnaturalizarlas ha resultado muy apropiado el uso de la palabra abolición. Hay que abolir los exámenes. Hay que alumbrar una escuela libre de exámenes, que no fomente la abulia de unos docentes que renuncian a la creatividad y a buscar alternativas. Hay que propiciar la tenacidad y la ilusión necesarias para diseñar formas de enseñanza y evaluación que no repliquen, con aditivos digitales, lo esencial de unas prácticas que eran funcionales hace cuatro siglos. De hecho, al reivindicar la abolición de los exámenes sintonizamos con la mejor tradición de la intelectualidad española. Con la de Emilio Lledó que ya en 1982 escribía contra la carga de los exámenes y hasta con Miguel de Unamuno que allá por 1899 denunciaba los males del asignaturismo dominante.
En su provocador manifiesto, Bob Black planteaba hace tiempo la conveniencia de abolir el trabajo y recuperar la dimensión lúdica de la condición humana. Su utópica propuesta quizá resulte seductora para algunos pero es infinitamente más improbable que prescindir de los exámenes (y sus sucedáneos) en nuestros entornos escolares. Hacer real una evaluación diferente (continua, cualitativa, no siempre individualizada, más valiosa y más estimable) es un proyecto necesario, asequible, respetuoso con las normas y muy estimulante. Quizá no lo logre una ley orgánica, pero lo tendrá más fácil una consejería de educación, una dirección general o un servicio de inspección educativa que se plantee como objetivo a corto plazo que el valor de los exámenes en los centros no supere la mitad de la evaluación. Pero aún más fácil que las leyes o las administraciones lo tenemos nosotros, los docentes reales que, sin ser finlandeses, jesuitas ni galeses, podemos declarar cuando queramos (y con el amparo de las normas) que nuestras aulas son espacios libres de exámenes. De hecho, lo que debería sorprender es que se sigan haciendo exámenes en estos tiempos pandémicos en los que muchas clases solo duran cuarenta y cinco minutos y son muchos los alumnos que solo van a las aulas en días alternos.
¿Qué sucedería si empezáramos a hacerlo? ¿Qué pasaría si aboliéramos los exámenes en nuestras asignaturas y rescatáramos las muchas horas que ahora ocupan en nuestro sistema escolar? Pasaría que podríamos dedicar ese tiempo a hacer muchas cosas realmente educativas. Sucedería que estaríamos en disposición de superar unos modelos de enseñanza y aprendizaje secuestrados por esos hitos caducos. Así que hay que demandar y practicar de una vez la eliminación de los exámenes, la desaparición de unas prácticas que deberían haber sido abolidas hace tiempo.
¿Y cómo eliminar lo tradicional de la mente de los docentes?
ResponderEliminarSí, y de la de los padres. Muchos buscan precisión y detalle sobre la evaluación de su hijos y creen que esto se refleja en un examen, y una nota numérica del mismo.
EliminarDe acuerso con lo expresado... pero, ¿Cómo constatar los aprendizajes de los estudiantes? Tal vez, podría ser a través de los productos realizados durante las clases reforzando con retroalimentación de calidad...
ResponderEliminar¿Buscamos calificar a la persona o que desarrolle sus competencias y se forme como persona? ¿Cómo podemos hacer entonces? Les invito a revisar este pequeño video https://youtu.be/2-mKkYQ7hA4
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