(Publicado en Escuela el 29 de enero de 2020)
“No hizo las tareas”, “no trajo el cuaderno”, “aún me
debe varias fichas”. Frases como esas se escuchan con frecuencia en las
reuniones de equipos docentes y en las sesiones de evaluación. Con ellas se
enuncia el diagnóstico y la explicación de muchos problemas. A veces se resumen
con un lacónico “no trabaja nada en casa” que parece explicar los fracasos. Y
es que para el éxito escolar resulta muy relevante lo que se hace con el tiempo
extraescolar en el espacio doméstico. Las veinticinco horas que los menores
pasan en las aulas de la educación primaria y las treinta de la secundaria no
parecen suficientes. Y no solo para que las valoraciones sobre ellos lleguen a
ser sobresalientes sino simplemente para que no se les declare insuficientes.
Desde los primeros años de Ley General de Educación ha
habido un runrún crítico hacia los deberes bastante justificado. Si para el
éxito escolar resulta determinante el trabajo extraescolar (la educación en la
sombra de Marc Bray) la escuela no solo confirma y acredita la desigualdad de
las familias (el capital cultural de Pierre Bourdieu) sino que menosprecia el propio
valor del tiempo escolar al declararlo insuficiente para el aprendizaje. Sin
embargo, esa supuesta carencia de tiempo lectivo no lleva a que los
profesionales demanden su incremento (con la jornada partida, con la extensión
del calendario lectivo o con el cuestionamiento de que las horas escolares
tengan menos de sesenta minutos), sino que se convierte en reproche hacia los
alumnos y sus familias por los incumplimientos de unos deberes que los docentes
tendrían derecho a encargar y a evaluar pero de cuyo tiempo de ejecución no
serían responsables. Es como si el tiempo escolar fuera el de la enseñanza pero
el tiempo del aprendizaje fuera otro. Es el viejo modelo entarimado según el
cual la clase está para que el profesor explique y el alumno atienda, pero este
habrá de estudiar y aprender fuera de ella lo que aquel someterá a prueba en el
examen, ese detector infalible de la verdad pedagógica que tanta presencia tiene
en las instituciones escolares y tan poca fuera de ellas.
No es extraño, por tanto, que el tiempo extraescolar
incluya momentos de tedio o de tortura doméstica con los dichosos deberes
escolares. Ni que proliferen y se hagan imprescindibles esas clases tan
oportunamente denominadas particulares. Porque, efectivamente, parece ser
privada y particular la forma en que se adquieren unos aprendizajes para los que
esas veinticinco o treinta horas semanales no deben ser suficientes.
Pasan las décadas y se suceden las formulaciones de
los fines educativos (objetivos generales, objetivos específicos, capacidades,
competencias…) pero la relevancia de los deberes en el imaginario escolar se
mantiene intacta. De hecho, su erradicación parece imposible en un sistema
educativo en el que la jornada continua es mayoritaria y en el que el paradigma
dialógico-participativo, con sus trabajos por proyectos y sus hiperaulas, aún
no está tan presente (ni en las normas ni en las prácticas) como ese viejo
paradigma narrativo-contemplativo en el que los libros de texto y los exámenes
siguen siendo esenciales.
De modo que nuestro sistema educativo sigue dominado por
una economía escolar en la que se presupone el defecto, el déficit, la deuda.
Por eso tienen sentido los deberes. Para saldarla, para no entrar en números
rojos, esos que no permiten aprobar las cuentas y dejan a los morosos con
pendientes y suspensos.
Pero, hasta en esa semántica económica, a los deberes parecen
faltarles los haberes. De hecho, la propia etimología de la palabra remite a la
de haber (debere, de-hibere: privación de habere –tener-). Una enseñanza basada en
presuponer y reclamar deberes está en las antípodas de una educación orientada
a proporcionar y garantizar haberes a los ciudadanos. La educación como derecho
al enriquecimiento personal o la educación como deber de saldar cuentas con el currículo prescrito. Ese es
el dilema que subyace en el debate sobre los deberes escolares.
Por eso la evaluación (que es sinónimo de valoración y
no mera excusa para una calificación entendida como cuantificación o
clasificación) debería poner el acento en los haberes, en el incremento de los
enriquecimientos alcanzados, más que en los deberes, en esas deudas que en la
forma exámenes suspensos, materias pendientes y cursos repetidos parecen
suponer que la evaluación es fundamentalmente el control por los docentes de
las débitos de los alumnos.
Quizá en vez de concentrar la atención en la
superación de exámenes, evaluaciones, materias y cursos, deberíamos pensar en la importancia de la
acumulación de experiencias enriquecedoras. Se trataría de poner de manifiesto
la importancia no de aquello de lo que se carece, sino de aquello que se logra.
Con un planteamiento así la relación entre el tiempo escolar y el extraescolar
podría ser mucho más fértil que la actual exigencia de deberes impuestos desde
el primero al segundo. Esa idea de una educación como enriquecimiento continuo,
y no como serie interminable de deberes escolares, hace que el valor de la
institución escolar se halle no tanto en lo que exige a sus alumnos como en las
oportunidades de enriquecimiento que les garantiza. Y en eso la sinergia con el
entorno es aún más importante. De él no se demandarían tardes tediosas de
deberes domésticos ni clases particulares pagadas para compensar lo que la
escuela no aporta. En el modelo de la escuela de los haberes, los docentes son profesionales
cultivados, inquietos y comprometidos con la riqueza cultural de su entorno. Su
labor es la de verdaderos nodos culturales y agentes intergeneracionales que
propician y valoran el acceso a la cultura por parte de los alumnos. Y que la
promueven en el horario escolar y la estimulan en el tiempo extraescolar porque
para ellos lo importante no es tanto el volumen curricular acreditado como la
densidad cultural conseguida.
Por lo demás, esta idea de una educación centrada en los haberes no ha nacido con los portfolios ni con la deseable apuesta por aperturas más o menos novedosas como el aprendizaje en servicio. En nuestro país tiene referentes mucho más antiguos, aunque dramáticamente olvidados. Cuando se acaba de cumplir, con menos celebraciones de las que merece (excepción hecha de la magnífica exposición de la Fundación Francisco Giner de los Ríos y del imprescindible libro Laboratorios de la Nueva Educación), el centenario del Instituto-Escuela, conviene recordar que su plan de estudios incluía tres horas semanales dedicada a excursiones y visitas. Si en la España de 1918 algunos consideraron que aquel empobrecido entorno cultural aún tenía mucho que ofrecer a los alumnos de hace un siglo, ¿cuántas horas de intercambio con la cultura real del entorno tendríamos que favorecer desde las actuales instituciones escolares? Parece obvio: bastantes más que las muchas que ahora se dedican a los tediosos deberes.
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