“Como
no nos vamos a poner de acuerdo, mejor lo votamos”. Lo he oído mil veces en
esta profesión. Es una frase habitual en esos equipos docentes que encuentran
más fácil votar que razonar. Mucho más rápido y menos complicado. Resolver los problemas
contando manos alzadas siempre es más sencillo que analizar datos, contrastar
argumentos y consensuar decisiones. Es la democracia burocrática. La de unos
equipos profesionales y unos órganos colegiados que entienden que la mejor manera
de tomar decisiones es votando. Y haciéndolo pronto. Sin pensar mucho. Como les
gusta a los que no atienden a razones, los que confunden el diálogo con la
disputa y el desacuerdo con la crispación.
La
del voto rápido es la democracia banalizada. La de los poderes tácitos. La de
quienes saben que el resultado de muchas votaciones no depende de la
importancia de lo que se decide, ni de los argumentos que se exponen. Depende
de quién lo propone, de quién se opone, de a qué grupo refuerza y a qué grupo
molesta el resultado de lo que se vota.
Los
defensores de esa democracia trivializada tienen alergia al debate. No creen en
la cultura del diálogo ni en buscar el consenso a través de las razones. Saben
que en el contraste de argumentos pueden salir malparadas la inercias, que los
poderes implícitos resisten mejor si sus intereses no son desvelados, que la
votación inmediata es la mejor forma de atajar la funesta manía de pensar que tienen
esos réprobos que no aceptan la adhesión como la única forma de integración en
las culturas profesionales.
La
votación preventiva hace que las decisiones no puedan cuestionarse. Porque son
democráticas. Porque las ha decidido la mayoría. Cada votante puede ser así
irresponsable. No tiene que responsabilizarse de lo que se decide. Ni dar
respuestas a los problemas. Ni tener en cuenta otras posibles. Solo tiene que levantar
la mano y pronunciarse. Quizá mirando de reojo qué están votando los propios, qué
está bien visto que se vote para pertenecer al grupo, para seguir siendo uno de
los nuestros.
Pero
no todas las votaciones tempranas son arteras o vigiladas. A veces solo buscan
la distensión. Decidir sin tener que hablar mucho. Resolver pronto sin que
nadie se sienta muy implicado. Es la democracia browniana. Como el movimiento aleatorio
de las partículas desorientadas. Esas que nada buscan ni huyen de nada, que van
de acá para allá sin ningún rumbo coherente. Es la democracia indolente. La que
adopta las decisiones que generen menos conflicto. Aunque resulten erráticas.
Aunque parezcan azarosas. Aunque su racionalidad sea invertebrada.
En
esa democracia devaluada gustan poco las palabras. Se prefiere medir fuerzas
que contrastar razones. Pero las organizaciones más democráticas son aquellas
en las que se habla y se escucha más para así votar menos y votar mejor. En
ellas lo más importante es siempre llegar a acuerdos razonables y razonados.
Allí también se vota, pero nunca antes de tiempo. En ellas ese último acto ya
no es el más importante porque lo que se decide ha concitado acuerdos en los que
se han tenido más en cuenta las evidencias que los intereses, las razones que
las motivaciones, las consecuencias para otros de las decisiones que se adoptan
y no los beneficios que obtienen los que deciden. En las mejores organizaciones
la mayor parte de las decisiones son de este tipo y la votación se convierte
las más de las veces en ratificación de los acuerdos logrados con la
participación continua. En ellas se intenta evitar las votaciones traumáticas, esas
que rompen los nudos cuando ya no es posible desatarlos. Y cuando, como último
recurso y solo en momentos críticos, las votaciones agónicas resultan
inevitables, todos lo lamentan. Porque saben que ganar una votación no es haber
vencido si otros no han quedado convencidos.
¡Pero
votemos de una vez! El grito es habitual en muchos claustros. Suele venir de
las filas de atrás, las de esos que vigilan mucho y se implican poco. Aunque a
veces son los propios directores los que quieren cerrar los debates cuanto
antes haciendo que se vote. Son esos que gustan de llamar salomónicas a sus
actuaciones ignorando que aquel rey, a diferencia de ellos, no buscaba solo esquivar
el conflicto sino encontrar a la verdadera madre.
En
esos claustros informar sobre un proyecto significa solo votarlo. En ellos ni siquiera
se imagina que pudiera consistir en consensuar un informe que destaque sus
fortalezas y subraye los desafíos que comporta. Son los claustros en los que informar
es solo asentir o disentir globalmente sobre un documento del que ni siquiera
ha sido necesario leer sus partes.
Pero
donde esta democracia de voto fácil se hace más peligrosa es en los equipos
docentes que deciden tantas cosas sobre la evaluación, la titulación y, en
general, sobre el futuro de los alumnos. Es allí donde el voto rápido e
irreflexivo puede hacer más daño. Allí, donde los acuerdos deberían alcanzarse tras
un diálogo que buscara siempre lo mejor para cada alumno, no es extraño que
muchos reclamen que se vote cuanto antes. Y entonces la junta de evaluación se
convierte en jurado y sus decisiones en veredictos. Un jurado compuesto por
docentes que deciden a mano alzada sobre el futuro de una persona. Algunos sin
pensar siquiera si votarían lo mismo si el futuro sobre el que se decide fuera
el de su hijo. No. Esos equipos docentes constituidos en jurados no quieren
dilemas complejos, ni perder el tiempo especulando sobre distintas opciones.
Prefieren emitir pronto sus veredictos computando manos levantadas en esas votaciones
rápidas en las que a muchos se les pone lo que Agustín García Calvo llamaba la
cara del que sabe.
Son
esos equipos docentes que no sienten vértigo por lo que están decidiendo: que
el alumno repita el curso, que no siga en la ESO, que se vaya del centro, que
pierda oportunidades para que su futuro no esté escrito… No es raro que en
muchos de esos equipos lo poco que se hable sea moralizando (para mal) los
juicios y politizando (para peor) las decisiones. Se vota lo que el alumno “se
merece” y no lo que le vendría mejor para que las cosas le fueran bien. Se vota
a favor de lo que propone el amigo o en contra de lo que plantea el adversario
y no aquello que necesita un sujeto que en ese trance parece solo el objeto de
una decisión o el reo de un juicio sumarísimo.
No
percibir la inmoralidad de esas decisiones moralizadas demuestra las carencias
deontológicas de unos profesionales que seguramente entenderían muy bien que no
sería aceptable que un grupo de médicos decidiera de ese modo los tratamientos
de los pacientes, que juzgara lo que el enfermo se merece y no lo que necesita.
Y aún es más grave que sea en nuestra profesión donde haya gentes dispuestas a actuar
así. Que un profesional de la educación vote sobre el futuro de un menor que se
encuentra en momentos críticos de su vida considerando si merece o no determinadas
alternativas es aún más perverso que si unos médicos negaran la mejor atención
al fumador, al obeso, al que no se puso el cinturón de seguridad o a aquel
profesor que les trató como objetos cuando eran alumnos.
Pero
estas reflexiones son ya demasiado largas. Quienes gustan de votar mucho y
hacerlo pronto suelen hablar poco (si no es para quejarse) sobre la naturaleza
de su trabajo y aún menos leer sobre cómo podrían mejorarlo. A ellos no les
gusta pensar mucho sobre los temas educativos. Así que seguramente todo esto no
lo tendrán en cuenta en la próxima votación en la que seguirán levantando la
mano con agilidad. Casi como un acto reflejo en cuanto alguien cerca de ellos
pronuncie las palabras mágicas. “Mejor votamos”. Pues no. Mejor votamos menos y
lo hacemos mejor.
Magnífico artículo. Enhorabuena.
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