21 de mayo de 2016

¿Mejor votamos?

“Como no nos vamos a poner de acuerdo, mejor lo votamos”. Lo he oído mil veces en esta profesión. Es una frase habitual en esos equipos docentes que encuentran más fácil votar que razonar. Mucho más rápido y menos complicado. Resolver los problemas contando manos alzadas siempre es más sencillo que analizar datos, contrastar argumentos y consensuar decisiones. Es la democracia burocrática. La de unos equipos profesionales y unos órganos colegiados que entienden que la mejor manera de tomar decisiones es votando. Y haciéndolo pronto. Sin pensar mucho. Como les gusta a los que no atienden a razones, los que confunden el diálogo con la disputa y el desacuerdo con la crispación.

La del voto rápido es la democracia banalizada. La de los poderes tácitos. La de quienes saben que el resultado de muchas votaciones no depende de la importancia de lo que se decide, ni de los argumentos que se exponen. Depende de quién lo propone, de quién se opone, de a qué grupo refuerza y a qué grupo molesta el resultado de lo que se vota.

Los defensores de esa democracia trivializada tienen alergia al debate. No creen en la cultura del diálogo ni en buscar el consenso a través de las razones. Saben que en el contraste de argumentos pueden salir malparadas la inercias, que los poderes implícitos resisten mejor si sus intereses no son desvelados, que la votación inmediata es la mejor forma de atajar la funesta manía de pensar que tienen esos réprobos que no aceptan la adhesión como la única forma de integración en las culturas profesionales.

La votación preventiva hace que las decisiones no puedan cuestionarse. Porque son democráticas. Porque las ha decidido la mayoría. Cada votante puede ser así irresponsable. No tiene que responsabilizarse de lo que se decide. Ni dar respuestas a los problemas. Ni tener en cuenta otras posibles. Solo tiene que levantar la mano y pronunciarse. Quizá mirando de reojo qué están votando los propios, qué está bien visto que se vote para pertenecer al grupo, para seguir siendo uno de los nuestros.

Pero no todas las votaciones tempranas son arteras o vigiladas. A veces solo buscan la distensión. Decidir sin tener que hablar mucho. Resolver pronto sin que nadie se sienta muy implicado. Es la democracia browniana. Como el movimiento aleatorio de las partículas desorientadas. Esas que nada buscan ni huyen de nada, que van de acá para allá sin ningún rumbo coherente. Es la democracia indolente. La que adopta las decisiones que generen menos conflicto. Aunque resulten erráticas. Aunque parezcan azarosas. Aunque su racionalidad sea invertebrada.

En esa democracia devaluada gustan poco las palabras. Se prefiere medir fuerzas que contrastar razones. Pero las organizaciones más democráticas son aquellas en las que se habla y se escucha más para así votar menos y votar mejor. En ellas lo más importante es siempre llegar a acuerdos razonables y razonados. Allí también se vota, pero nunca antes de tiempo. En ellas ese último acto ya no es el más importante porque lo que se decide ha concitado acuerdos en los que se han tenido más en cuenta las evidencias que los intereses, las razones que las motivaciones, las consecuencias para otros de las decisiones que se adoptan y no los beneficios que obtienen los que deciden. En las mejores organizaciones la mayor parte de las decisiones son de este tipo y la votación se convierte las más de las veces en ratificación de los acuerdos logrados con la participación continua. En ellas se intenta evitar las votaciones traumáticas, esas que rompen los nudos cuando ya no es posible desatarlos. Y cuando, como último recurso y solo en momentos críticos, las votaciones agónicas resultan inevitables, todos lo lamentan. Porque saben que ganar una votación no es haber vencido si otros no han quedado convencidos.

¡Pero votemos de una vez! El grito es habitual en muchos claustros. Suele venir de las filas de atrás, las de esos que vigilan mucho y se implican poco. Aunque a veces son los propios directores los que quieren cerrar los debates cuanto antes haciendo que se vote. Son esos que gustan de llamar salomónicas a sus actuaciones ignorando que aquel rey, a diferencia de ellos, no buscaba solo esquivar el conflicto sino encontrar a la verdadera madre.

En esos claustros informar sobre un proyecto significa solo votarlo. En ellos ni siquiera se imagina que pudiera consistir en consensuar un informe que destaque sus fortalezas y subraye los desafíos que comporta. Son los claustros en los que informar es solo asentir o disentir globalmente sobre un documento del que ni siquiera ha sido necesario leer sus partes.

Pero donde esta democracia de voto fácil se hace más peligrosa es en los equipos docentes que deciden tantas cosas sobre la evaluación, la titulación y, en general, sobre el futuro de los alumnos. Es allí donde el voto rápido e irreflexivo puede hacer más daño. Allí, donde los acuerdos deberían alcanzarse tras un diálogo que buscara siempre lo mejor para cada alumno, no es extraño que muchos reclamen que se vote cuanto antes. Y entonces la junta de evaluación se convierte en jurado y sus decisiones en veredictos. Un jurado compuesto por docentes que deciden a mano alzada sobre el futuro de una persona. Algunos sin pensar siquiera si votarían lo mismo si el futuro sobre el que se decide fuera el de su hijo. No. Esos equipos docentes constituidos en jurados no quieren dilemas complejos, ni perder el tiempo especulando sobre distintas opciones. Prefieren emitir pronto sus veredictos computando manos levantadas en esas votaciones rápidas en las que a muchos se les pone lo que Agustín García Calvo llamaba la cara del que sabe.

Son esos equipos docentes que no sienten vértigo por lo que están decidiendo: que el alumno repita el curso, que no siga en la ESO, que se vaya del centro, que pierda oportunidades para que su futuro no esté escrito… No es raro que en muchos de esos equipos lo poco que se hable sea moralizando (para mal) los juicios y politizando (para peor) las decisiones. Se vota lo que el alumno “se merece” y no lo que le vendría mejor para que las cosas le fueran bien. Se vota a favor de lo que propone el amigo o en contra de lo que plantea el adversario y no aquello que necesita un sujeto que en ese trance parece solo el objeto de una decisión o el reo de un juicio sumarísimo.

No percibir la inmoralidad de esas decisiones moralizadas demuestra las carencias deontológicas de unos profesionales que seguramente entenderían muy bien que no sería aceptable que un grupo de médicos decidiera de ese modo los tratamientos de los pacientes, que juzgara lo que el enfermo se merece y no lo que necesita. Y aún es más grave que sea en nuestra profesión donde haya gentes dispuestas a actuar así. Que un profesional de la educación vote sobre el futuro de un menor que se encuentra en momentos críticos de su vida considerando si merece o no determinadas alternativas es aún más perverso que si unos médicos negaran la mejor atención al fumador, al obeso, al que no se puso el cinturón de seguridad o a aquel profesor que les trató como objetos cuando eran alumnos.

Pero estas reflexiones son ya demasiado largas. Quienes gustan de votar mucho y hacerlo pronto suelen hablar poco (si no es para quejarse) sobre la naturaleza de su trabajo y aún menos leer sobre cómo podrían mejorarlo. A ellos no les gusta pensar mucho sobre los temas educativos. Así que seguramente todo esto no lo tendrán en cuenta en la próxima votación en la que seguirán levantando la mano con agilidad. Casi como un acto reflejo en cuanto alguien cerca de ellos pronuncie las palabras mágicas. “Mejor votamos”. Pues no. Mejor votamos menos y lo hacemos mejor.

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