18 de julio de 2018

No me vas a convencer

Se lo dice el padre a la niña en el parque. Se lo dicen las amigas en la playa. Y también se lo dicen a veces los amantes. La frase parece estar negando el acuerdo pero realmente invita y casi incita a intentarlo. De hecho, la niña, las amigas y los amantes saben que si esa frase se pronuncia sin acritud aún es posible conseguir ese helado delicioso, ese chapuzón compartido y tantas otras cosas deseadas. En las distancias cortas y en los ambientes amigables la sonrisa que acompaña a ese “no me vas a convencer” parece significar “todavía”. Y así la frase puede ser una invitación a esa insistencia dulce que acaba por camelar al que ahora no se deja convencer. Es un juego cómplice y respetuoso en el que quien niega solo espera un buen motivo para dejar de hacerlo. Entender bien las reglas de este juego tolerante, en el que los afectos se trenzan con las razones, no siempre es fácil pero es importante para aprender a convivir en armonía.

Sin embargo, esa misma frase, que en las distancias cortas revela sintonía, puede ser dicha de manera muy distinta en los entornos profesionales. En el claustro se lo dice el profesor que quiere que nada cambie a la directora que lo intenta. En la junta de evaluación se lo dice la profesora tozuda al tutor que argumenta a favor de que el alumno promocione. Y también se lo dice el profesor inercial al que hace una propuesta innovadora en la comisión de coordinación pedagógica. En esos escenarios no hay sonrisas que valgan. El que dice “no me vas a convencer” está diciendo también “es mi última palabra”. Y es que dejar de hablar es el propósito principal de esa advertencia cortante que puede ir seguida también de un “mejor votamos”. Otra frase que parece muy democrática pero que solo busca zanjar cuanto antes el debate porque quien propone votar rápido se sabe más fuerte sumando prejuicios que refutando argumentos.

Los aficionados al “no me vas a convencer” a veces acompañan la aspereza de ese punto final al debate con un “tú tienes tu opinión, yo tengo la mía y no nos vamos a poner de acuerdo”. Son los defensores de la respetabilidad de las opiniones. Los que identifican la objeción a una idea con una agresión a la persona. Como si la persona y sus opiniones fueran indisociables. Como si las opiniones fueran sus principios y también sus finales. Son los que no distinguen los juicios de los prejuicios y se aferran a estos para no tener que escuchar aquellos.

Curiosamente esta frase tan poco amigable no condena al ostracismo a quienes la repiten. De hecho, a veces se convierte en letanía compartida que acaba por negar el sentido de unos órganos profesionales cuya función es precisamente lograr acuerdos a partir de la deliberación sobre datos y razones. Así, esos espacios de debate van degenerando en estructuras fosilizadas en las que los prejuicios cristalizan y los argumentos molestan.

Por otra parte, ese “no me vas a convencer” arisco delata que quien lo pronuncia no es consciente de que con esa frase está despreciando al otro o se está declarando intransigente (o las dos cosas a la vez).

En efecto, con su aparente respeto por las opiniones ajenas, está indicando que no considera posible que su interlocutor le aporte una información que él ignore o alguna razón que no haya tenido ya en cuenta. “No me vas a convencer” es así una insultante advertencia de que “tú no tienes capacidad para decir algo que pueda llegar a convencerme”.

Pero también puede ser la flexibilidad propia la que se declara limitada. De hecho, junto a la dichosa frase hay también un sobreentendido “digas lo que digas” refractario a cualquier nuevo dato o argumento. La intransigencia es, por tanto, la otra característica de una postura que resulta muy cercana al “lejos de mi la funesta manía de pensar”.

Así que, cuando en un equipo docente o en un claustro alguien pronuncia ese acre “no me vas a convencer”, convendría preguntarle si con esa negación quiere afirmar su desprecio hacia su interlocutor, su propia incapacidad para tener en cuenta otras razones o quizá ambas cosas. Porque es evidente que no se trata de una invitación cordial a seguir debatiendo hasta llegar a algún acuerdo.

Los del “no me vas a convencer” solo quieren vencer. Para ellos el poder de la convicción está solo en proteger sus opiniones y no en contrastarlas con otras. Seguramente por eso son tan hostiles con quienes respetuosamente lo intentan. Quizá porque saben que convencer también significa probar algo de manera que no se pueda negar racionalmente. Y para ellos la negación es más importante que la racionalidad.

Cada vez que en un claustro, en un equipo docente o en cualquier otro foro profesional escucho la dichosa frase me acuerdo de Miguel Ángel Santos Guerra y de Kant. Del primero recuerdo su irónico “¡razonar, no; razonar, no!” que, cruzando los brazos sobre la cabeza, parecía indicar un temor atávico al terrible castigo que podría derivarse de empezar a usarla. Al fin y al cabo aquella broma suya, tan aplicable a las profesiones burocratizadas, era una forma divertida de aludir a algo tan serio como esa banalidad del mal sobre la que nos advirtió Hannah Arendt. Un peligro que precisamente es más probable en los sistemas funcionariales en los que la autonomía profesional se convierte en impunidad porque no lleva aparejada ninguna responsabilidad. Y es que el “no me vas a convencer”, el negarse a escuchar y a dar respuestas,  no es más que un vestigio preilustrado que desprecia el sapere aude kantiano. Una letanía autoprotectora que repiten una y otra vez quienes no tienen el valor de usar su propia razón y se niegan a que a su alrededor, además de prescripciones y prejuicios, pueda haber datos, argumentos y razones.

No sé si en las reuniones técnicas de los médicos, los ingenieros o los arquitectos será tan frecuente ese “no me vas a convencer” para cerrar sus deliberaciones. Pero tengo muy claro que, en el ejercicio de su trabajo, ningún profesor debería usarlo. No solo por los efectos antidialógicos en los contextos en que esa frase es pronunciada, sino por lo que significa sobre la idea que se tiene de la educación, que justamente consiste en promover lo contrario: la flexibilidad dialógica, el aprecio al supere aude y la reivindicación constante de que la escuela existe precisamente para poder decir bien alto “¡razonar, sí!; ¡razonar, siempre!”

Así que quienes pronuncian recurrentemente y sin pudor ese “no me vas a convencer” (y quienes lo escuchan sin extrañeza) quizá no debieran ser funcionaros de un servicio público tan importante como es la educación. De hecho, son disfuncionales a sus más esenciales fines. Y lo peor es que lo suyo quizá no tenga remedio. Probablemente no comprendieron en su momento el significado tácito de ese juego complejo en el que los humanos aprendemos poco a poco a convivir mientras decimos “no me vas a convencer” para, con una sonrisa, invitar al otro a intentarlo.

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