10 de julio de 2020

Sadismo macro, meso y micro

La escena es brutal. Un hombre blanco que lleva unas gafas de sol sobre la frente mira a la cámara mientras aprieta con su rodilla el cuello de un hombre negro al que se oye decir que no puede respirar. Delante hay un policía que impide que nadie se acerque a ayudar a la víctima. El hombre de las gafas de sol tiene el porte de una rapaz o de un gran felino que oteara el horizonte mientras la presa agoniza bajo sus garras. Se oyen voces de gente que protesta pero el policía que se interpone entre ellos y la acción horrenda no se inmuta. Su conducta sería impensable si no fuera por un detalle importante: lleva el mismo uniforme que el hombre que está matando a otro hombre.

En un momento de la escena alguien acusa al hombre de las gafas en la frente de estar disfrutando con su acción. Sadismo impune y en directo. Si quien está matando al hombre negro y quien lo protege no fueran policías la escena no se habría prolongado durante más de diez minutos. Con seguridad alguien la habría interrumpido mucho antes. Quizá la propia gente que gritaba o quizá un policía al que habría avisado cualquier ciudadano para que detuviera al agresor.

Esa terrible muestra de sadismo micro tuvo una gran resonancia macro y ha abierto una nueva etapa de rebelión cívica contra ese racismo profundo que quizá sea la seña de identidad más diferencial de los Estados Unidos de América.


En la película Los miserables Ladj Ly rinde homenaje a Victor Hugo y nos hace acompañar por los barrios más conflictivos de París a tres policías arquetípicos: el provocador, el dubitativo y el sensato. El primer tipo (y quizá también el segundo) está presente en la escena de Minnesota, pero si en esa comisaría también había policías del tercer tipo parece claro que, por muchos que fueran, quedaban en el ostracismo.

 
En 1962 Hannah Arendt nos advirtió frente a la banalidad del mal que anida en las organizaciones burocráticas. En ellas el mal absoluto puede hacerse presente sin necesidad de malvados individuales. Simplemente por la alienación que supone la aceptación ciega de las órdenes o la adaptación a unas inercias profesionales en las que no parece necesario pensar en límites morales. Pero las organizaciones burocráticas, además de la presencia estructural de esa maldad sin malvados, también son el caldo de cultivo de las pulsiones sádicas.

El poder, grande o pequeño, quizá no genera pulsiones sádicas, pero sí las alimenta. Y lo hace tanto en los escenarios micro de una detención callejera como en los escenarios meso de una institución burocrática o en los escenarios macro de una red de instituciones de ese tipo.

Dieciocho años antes de que Hannah Arendt asistiera al juicio de Eichmann en Jerusalén, Albert Camus publicó Calígula, una obra de teatro que hace tres años llevó a Mérida el gran Mario Gas con una interpretación magnífica de Pablo Derqui. En su Calígula Albert Camus nos hace reflexionar no tanto sobre el sadismo y la maldad humana como sobre los efectos que en esta puede tener la conciencia de poseer un poder sin restricciones. Siguiendo a Sócrates, Hannah Arendt parece advertirnos de que la razón individual es la mejor vacuna contra la banalidad del mal. Albert Camus es más pesimista y sostiene que las pulsiones sádicas también pueden acompañar al poderoso que razona bien. Incluso pueden devenir ilimitadas si su poder es absoluto y su inteligencia notable.

Pero el peligro de la presencia de la banalidad del mal o de las pulsiones sádicas en las organizaciones burocráticas no es solo cosa de comisarías de policía estadounidenses o de estados totalitarios pretéritos. La banalidad del mal y las pulsiones sádicas también pueden estar presentes en los niveles macro, meso y micro de organizaciones cuyos fines declarados están aparentemente tan distantes del mal como un ministerio de educación, un centro educativo o un aula.

Aunque es posible encontrar ejemplos de la banalidad del mal en el nivel macro, la retórica política y la propia naturaleza del campo educativo, como el sanitario, hace más difícil identificar en él pulsiones sádicas. No obstante, parece claro que, en relación con estas y sin salir de ministerios que tienen que ver con el cuidado humano, el talante del ministro Salvador Illa y el del ministro José Ignacio Wert no pueden ser más distantes. De este último muchos no olvidarán su intervención de 2012 en el congreso sobre su propósito de españolizar a los niños catalanes. Ni tampoco nadie debería olvidar que las actuales pruebas de acceso a la universidad son un parche con forma de Real Decreto Ley para que no haya entrado en vigor esa barbaridad prevista en la LOMCE de una hiperreválida tras el bachillerato. Y es que lo peor de esa ley orgánica no es fruto de la banalidad del mal sino que, en cierta medida, también puede ser entendido como un calculado repertorio de elementos hostiles a las concepciones educativas de quienes aquel ministro consideraba sus adversarios.

Esa diferenciación entre los nuestros y los otros se advierte también cuando las pulsiones sádicas tienen su escenario en el nivel meso. Particularmente, en las actuaciones de quienes tienen una concepción defensiva o agresiva de la función directiva. Quizá sean pocos, pero son muy dañinos. Para ellos, el enemigo que une y del que hay que defender a los nuestros puede ser diverso y estar tanto en el exterior como en el interior (si bien “los nuestros” suelen ser siempre los del gremio o una parte de ellos). La capacidad para “manejar” (aislar, controlar, amedrentar…) a los alumnos “problemáticos” es el indicador con que se valora el trabajo de una jefatura de estudios allí donde las pulsiones sádicas definen la forma en que se perciben los problemas. Evitar que ese tipo de alumnos lleguen a “nuestro” centro o facilitar su salida temprana hacía vías que ningún miembro del claustro querría para sus hijos son algunas de las estrategias. Pero los destinatarios de esas pulsiones también pueden ser algunas AMPAs o las familias más reivindicativas. Por supuesto, también la propia administración educativa es un buen destinatario de culpas y odios tanto por lo que hace como por lo que no hace, por lo que prescribe o por lo que no prescribe. Y en ese nivel meso de los centros dirigidos plácidamente a favor de un profesorado que quizá no las percibe pero se siente cómodo en medio de esas pulsiones tácitas de querencias sádicas, el mayor enemigo suelen ser los renegados: los colegas que no comulgan con la religión dominante y ante los que se activan todos los anticuerpos disponibles en un cuerpo docente que, lo sea o no, suele creerse mayoritario y dueño natural del territorio meso.

Pero donde quizá la aspereza de las pulsiones sádicas se hace más intensa es en el nivel micro del aula y de algunas reuniones de equipos docentes. Allí el carácter de los individuos se hace más presente y los prejuicios y tensiones soterradas intoxican el ambiente. Las aulas de las puertas cerradas, de la impunidad sostenida y las animadversiones personales son herederas atenuadas de aquellos tiempos salvajes y entarimados en los que parecía normal que cada maestrillo tuviera su librillo y no daba vergüenza llegar a pensar o decir que la letra con sangre entra. Son también esos entornos profesionales en los que las tediosas letanías evaluadoras están trufadas de descalificaciones morales hacia determinados alumnos sobre los que se juzgan merecimientos y se obvian los efectos para sus vidas de la tozudez e irracionalidad con que algunos entienden el derecho de veto que creen que les otorga su función evaluadora.

Aunque estos meses de pandemia han mostrado la nobleza y buen hacer de quienes saben que la educación es indisociable del cuidado, también se han despertado las pulsiones sádicas de esas minorías obsesionadas con las calificaciones numéricas, las que han encontrado en las cámaras y en las pantallas nuevos medios para perpetuar la teletarima e incrementar las tensiones  ceremoniales con el telexamen. Son los que, tras casi tres meses y medio de tareas, deberes, entregas e instrucciones han considerado que algunos alumnos “no se merecen” aprobar y los esperan en septiembre como si la evaluación final de junio de 2020 no hubiera sido ya suficientemente extraordinaria. Son esos que han puesto el grito en el cielo contra las administraciones que se han negado a que haya pruebas extraordinarias tras el verano. Para ellos el coronavirus podrá acabar con todo, pero jamás con ese purgatorio estival que les sigue otorgando el poder de decidir si los réprobos finalmente han entrado por el aro o deben ser condenados al infierno de la repetición o a la penitencia de las asignaturas pendientes.

En Silencio administrativo y Cuatro por cuatro Sara Mesa ha descrito muy bien ese peligroso carácter bifronte de organizaciones en las que, a distintos niveles, pueden manifestarse la banalidad del mal y las pulsiones sádicas. Frente a ambas debemos estar bien advertidos para percibirlas, para desnaturalizarlas y para superarlas. Es cierto que no siempre son tan visibles como una rodilla sobre un cuello, pero quienes las practican, las promueven o las toleran lo hacen por el mismo motivo por el que aquel policía mataba y aquel otro lo protegía. Porque pueden.

2 comentarios:

  1. Parte I
    Como siempre, da gusto leerte…….y mucha dificultad contestarte. No solamente porque llevas la cuestión a un nivel alto de complejidad, sino por un asunto práctico: necesitaría mucho más tiempo y papel. Voy a tratar de aludir a algunos aspectos y dejaré otros en el tintero, a sabiendas de que una verdad parcial es parcialmente verdadera. Pero me arriesgo.
    En esencia estoy de acuerdo contigo y a modo general me pregunto: ¿por qué existe ese sadismo? ¿Qué lo origina? Tú contestas a esta pregunta sobre el final de tu texto: “Porque pueden”. Esto es verdad. Pero, ¿es solamente el afán de hacer funcionar algo por el solo hecho de verlo en funcionamiento? ¿No cumple ninguna función más?
    Por otro lado, ¿son estos males tan banales como asegura Hannah Arendt? He buscado en el diccionario la idea de banal y veo que está asociada a lo intrascendente, insustancial, común, vulgarizado, sin importancia o novedad y trivial. La matemática aporta lo suyo refiriéndose a este último término, trivial. Es una estructura simple o una opinión poco interesante que se menciona por afán de completitud.
    Parece que da mucho de sí la idea de banal. Pero si nos ponemos a detallar cada uno de esos términos, creo que no encajan en ese mal (o males) al que te refieres.
    ¿Es este mal intrascendente o insustancial? ¿Es un mero accidente? Particularmente, creo que no. Este tipo de mal, a todos los niveles, macro, meso, micro, es el que mantiene una determinada estructura social y de relacionamiento entre personas que integran una sociedad jerarquizada. Imagínate lo trascendente que es. ¿Podrían existir este tipo de sociedades sin este tipo de mal? La jerarquía lleva en su ADN las diferencias de poder y esto a todos los niveles: asimetrías de poder entre países (lo vemos ahora en esta crisis en la que algunos países se están asegurando ya las vacunas contra el COVID, sin importarles que haya para todo el mundo de forma equitativa. Te imaginarás que otros países se verán sometidos a la “rodilla en el cuello” dentro de poco. Este mal no es insustancial o intrascendente. Por el contrario, establece las relaciones internacionales, las crea, las dibuja.
    Estoy de acuerdo en la asociación del concepto de banal con el de común. La historia está plagada de casos similares, a pesar de los bonitos discursos en la ONU, en la OMS, en OIT, etc. No es una novedad. ¿Es que quienes promueven el acaparamiento no ven su (nefasta) trascendencia? ¿Es un mal banal? ¿Es banalizable? Yo creo que no, muy por el contrario. Se le da mucha importancia y se reconoce como trascendente la idea de: para mí todo, para ti nada.
    Y aquí otro rodillazo en el cuello: algunos países hace discursos pacifistas pero son grandes productores de armas, destinan una gran parte de su PBI destinado a la investigación científica en investigación científica militar y recaudan ingentes cantidades de dinero en la exportación de armas. ¿Es que piensan que el mal que representa la guerra es intrascendente (así ellos no participen directamente en ella)? ¿Es posible banalizar una guerra? Creo que es imposible quitarle sustancia a la guerra. Se hace a conciencia. Prefiero entonces el término que tú empleas: sadismo.

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  2. Parte II
    Lo peor es que los perjudicados por esos males lo aceptan y argumentan que si estuvieran en ese lugar, harían lo mismo. Recuerdo un dicho que repetía mi padre: “Si quieres conocer a Juancito, dale un puestito”. Parece que cuando nos toca estar arriba, hacemos lo mismo, el mal.
    Aquí una anécdota: en una charla de café con colegas, durante un descanso, hablábamos de los famosos títulos de máster otorgados de forma espuria, que se hicieron tan famosos hace algunos años (parece que ya no se otorgan más así, o que han mejorado la técnica administrativa para que no se devele su oscuro origen). Una colega aporta: “Pero yo por supuesto que aceptaría un título sin estudiar…..me aumentaría la puntuación del baremo en las oposiciones…..” Todos sabíamos que así se aumenta la puntuación, lo que no sabíamos era que ella lo aceptaría, y menos sabíamos que nos lo podría estar contando. ¿Es que no comprende el daño que se hace al mundo académico con un proceder así? Creo que sí, que se da cuenta pero valora más ese puntito en el baremo. Eso le permitirá estar un poco “más arriba”. Esto vale más que el perjuicio que ocasiona la perpetuación de una diferencia de clases que da poder a los titulados y se lo quita a los nescientes. Porque no es casualidad que los títulos así obtenidos sean para una clase. Los nescientes, desde muy temprano han sido ya colocados en un lugar en el que la obtención de un título académico es inalcanzable porque no se reconoce como parte de ese mundo. Hasta es posible que piense como la zorra de la fábula de la zorra y las uvas: “están verdes porque no las puedo alcanza”. No me interesa un título porque sé que no lo voy a poder obtener. Es lo que se llama “indefensión aprendida”, que tan bien pone en práctica la escuela. Este es otro rodillazo.
    Creo que es un caso detestable la actitud de los de abajo. Por ejemplo “los profes cómodos” como tú les llamas, que con unos horarios con algún privilegio, la vista gorda a alguna de sus inasistencias, la promoción en algún viajecito, unas agradables palabras hacia él en un claustro, los “mejores” grupos (entendiéndose por “mejores” a esos grupos formados por estudiantes callados, obedientes- la obediencia se valora mucho-, empollones, hijos de profes…….se me vienen a la mente los grupos bilingües ), alguna nota en un periódico, etc, se conforman. ¡Qué baratos somos los profes! ¡Toma otro rodillazo a los dos o tres profes muy caros! Esos que trabajan con criterios pedagógicos a pesar de las estadísticas.
    En suma Mariano, no creo que el poder sea banal ni banalizable. Todos sabemos de sus alcances y perjuicios. También sabemos de lo útil que es para mantener …….el poder. Y esa es la clave, la clave está en tu última frase. Para mantener el poder hay que manifestarlo, solo eso, hay que mostrar que se tiene y que otros no lo tienen.

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