Cuando este otoño de 2011 sea un tiempo muy lejano la luz del Niemeyer seguirá siendo hermosa. Cuando nosotros ya no estemos la seguirán disfrutando quienes se acerquen a esa gran plaza que el arquitecto de las curvas blancas nos regaló un día.
Quizá entonces los ciudadanos se pregunten cómo vivíamos estos tiempos en que, tras décadas sin mirar de frente a la ría, estrenamos ese maravilloso lugar pensado para que los hombres y mujeres del mundo puedan disfrutar de la paz, la cultura y la educación. Es fácil describir lo que muchos sentimos ahora: que la felicidad está ahí mismo. Solo con cruzar por esa grapa, en la que las personas que vienen parece que van y las que van parece que vienen, y dejar atrás los colores del puente de San Sebastián nos espera ese espacio civilizado que, como el Panteón, incluso vacío es hermoso. Cuando salimos del cine, del auditorio, de la torre, del club o de la cúpula, tras haber asistido al encuentro con la obra de algún creador o haber disfrutado con las palabras de alguien inteligente, mientras nos maravillamos con los cambios de la luz en esas curvas blancas, le damos gracias al viejo arquitecto por hacernos el regalo de no tener que tomar el avión para volver a casa desde alguna de esas ciudades lejanas en las que hemos vivido otras veces ese tipo de instantes. Y sobre todo de que lo disfruten también quienes no tienen medios para subirse a los aviones. Como un trozo del cielo es ese espacio tan luminoso en un tiempo que no lo es.
Sin embargo, a esos curiosos del futuro no podemos ocultarles que en este otoño estamos viviendo también un pequeño infierno. Aunque la luz del Niemeyer sea tan poderosa, sobre él se ciernen nubarrones enviados por demonios de los que es difícil saber si es el rencor o la ignorancia lo que les hace tan dañinos.
Cada vez tengo más claro que solo algo realmente importante distingue a los humanos: el afán de unos por pretender y, a veces conseguir, que el mundo sea un poco mejor y el empeño de otros por impedirlo. A los que construyen les debemos lo bueno de la vida que tenemos, los que destruyen nos deben lo bueno de la vida que podríamos tener.
Los dioses han sido generosos y nos han enviado en los últimos años una buena representación de los primeros: el genial arquitecto brasileño, los amigos de otros países y del nuestro que han apoyado y dado vida a este proyecto aportando su genio creativo. También nos han enviado a Natalio, a Joan, a Marc, a Laura y a todas esas personas jóvenes y comprometidas con el Centro Niemeyer que no hacen otra cosa que maquinar para que los contenidos estén siempre a la altura del continente. Titánica empresa en la que, sorprendentemente, no dejan de tener éxito desde hace seis meses (y desde hace cuatro años). Algunos nunca podremos agradecerles lo suficiente que esa ilusión y esa tenacidad suya nos hayan permitido disfrutar tanto en estos meses (y en estos años).
Pero los demonios deben estar llenos de envidia y nos han mandado también algunas de esas gentes que se empeñan en destruir lo que tanto cuesta construir. Principalmente algunos políticos temerarios que confunden sus opiniones decimonónicas con sus responsabilidades en el siglo XXI. Gentes que, siendo conscientes de lo barato que ha sido este milagro, utilizan de forma tan peligrosa la ignorancia de quienes no entienden de números para fomentar insidias dirigidas a la víscera y evitar todo trato con el corazón y con el cerebro.
También nos han enviado a algunos periodistas que juegan a ser salomónicos y, apuntándose a la moda de la política espectáculo, se olvidan de que Salomón nunca dañaría al niño y sabía que repartir las responsabilidades por igual es doblemente injusto. Y también a esos endemoniados foristas anónimos de la red que tras cada noticia cuelgan esos despojos con los que nos hacen temer lo que habrían hecho si hubieran vivido en los años treinta.
Igual que Niemeyer, queremos disfrutar del presente y dejar el mejor futuro a quienes vengan después. Por eso somos optimistas y sabemos que, más pronto que tarde, se acabará este infierno. Esos políticos temerarios tomarán conciencia de que no sería bueno para ellos mismos que la historia acabe asociando sus nombres con la mezquindad de haber intentado destruir lo que tan bien había nacido.
La luz del Niemeyer podría ayudarles a ser parte de las soluciones y no causa de los problemas. Sólo tendrían que acercarse una tarde a Avilés, mirar los rostros de las gentes que cruzan la grapa y el puente de los colores y dejarse iluminar por ese trozo de cielo que se asoma a la ría y que será testigo para siempre de su nobleza o de su perfidia.
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