(Publicado en Escuela el 19 de abril de 2012)
Evaluar y analizar la información sobre los resultados es importante. Pero no solo en los niveles macro (los sistemas educativos) y meso (los centros escolares), sino también en la escala micro (lo que sucede cotidianamente en las aulas). En esos tres niveles conviene analizar con detalle la información disponible y sortear la tentación de reducir la evaluación a mera clasificación.
Lamentablemente la compleja y multidimensional información que ofrecen las pruebas internacionales sobre los sistemas educativos no siempre se usa para hacer análisis matizados que fundamenten decisiones prudentes en política educativa. Frecuentemente de esa información solo se destaca que no estamos en los primeros puestos del ranking educativo (los de países muy nórdicos o muy orientales), obviándose lo que esas pruebas muestran sobre nuestros progresos relativos, sobre la equidad de nuestro sistema educativo, sobre las diferencias en las distintas competencias o sobre la distancia que aún existe entre lo que esas pruebas evalúan y lo que se enseña en nuestras aulas. Para algunos los resultados de esas pruebas solo certifican que estamos lejos de Finlandia o de Corea y que es urgente regresar a una eficacia pedagógica supuestamente perdida (¿la de las tarimas y las aulas en blanco y negro?)
La tentación de una evaluación simplista que reduce todo análisis a mera clasificación se extiende también al nivel meso, en el que parece que pronto sabremos qué lugar ocupa cada centro en la liga escolar: cuáles están en la primera división, cuáles son de segunda y cuáles juegan solo en regional preferente.
Esa pretensión de establecer un ranking objetivo de centros parte de tres ideas injustas y de una idea errónea. Las ideas injustas son presuponer que no todos los padres llevarían a sus hijos a los mejores centros (que solo lo harían los más informados, los más interesados o los más afortunados), aceptar que los centros puedan seleccionar a sus alumnos (a los más aptos, a los que confirmen el pronóstico de excelencia) y admitir que el Estado no debe compensar esas hipotéticas diferencias ni velar por la igualdad. La idea errónea es considerar que solo hay una decisión relevante sobre la educación de los niños: elegir dónde se les escolariza.
Esta reducción de la evaluación a la clasificación, como si de resultados deportivos se tratara, sirve de coartada para las contrarreformas educativas en el nivel macro y se utiliza para promover la ley de la selva escolar en el nivel meso. Intenciones bien distantes de otros usos de la evaluación que podrían ser muy útiles para mejorar lo que se hace en el lugar en el que realmente se educa cada niño y cada joven: el nivel micro de las aulas, de las materias, de la vida cotidiana escolar.
Porque es allí, en las prácticas habituales, donde podría ser muy útil hacer más transparente la evaluación y más frecuentes los análisis sobre sus resultados. Un 5 de un alumno en una materia en un momento dado no es ni bueno ni malo en si mismo. Para valorarlo se ha de analizar de forma relativa. Si la media en su clase ha sido un 3,8, la moda un 3 y el porcentaje de aprobados no ha llegado al 40 %, sus padres podrían estar más satisfechos que su profesor. Especialmente si este sabe que, en su asignatura y nivel, lo habitual en ese momento del curso es que la media alcance el 7, la moda esté en el 6 y el porcentaje de aprobados supere el 80 %.
No estamos sobrados de análisis comparativos sobre la evaluación en tiempo real en el nivel micro. Sobre la evaluación esporádica del sistema educativo podemos saber bastante, pero sobre la evaluación continua y cotidiana de nuestros alumnos vamos un tanto a ciegas. En casa los padres intentan conocer el valor relativo de las calificaciones de sus hijos comparándolas con las de sus compañeros, pero solo pueden hacerlo a partir de la información que ellos mismos les dan, porque el boletín de calificaciones no suele incluir parámetros estadísticos que aclaren el significado relativo de cada calificación. En los claustros, cada tres meses se repasan los resultados de los grupos, pero se analizan poco los de las materias o los de los profesores.
La escasez de análisis sobre los resultados cotidianos de la evaluación era comprensible en los tiempos en que los boletines de calificación se hacían a mano. Pero hoy se gestionan informáticamente. Disponer, por tanto, de información estadística relevante, compararla, analizarla y tomar cotidianamente decisiones (los propios alumnos, sus padres, los profesores, los equipos directivos y los servicios de inspección) solo requeriría hacer algo más visible lo cotidiano y atrevernos a valorar nuestras propias prácticas como evaluadores.
Mejorar la evaluación en el nivel micro seguramente tendría efectos muy positivos también en los niveles meso y macro. Sobre todo porque evaluar es mucho más que clasificar.
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