10 de octubre de 2012

Pongo la llave en el contacto

(Publicado en Divulgación y cultura científica iberoamericana de la OEI el 20-09-2009)
 
Pongo la llave en el contacto. Mi automóvil arranca. Salgo a la autopista. Una señal indica la velocidad máxima a la que puedo circular: 120 km por hora. Miro el panel del salpicadero. Parece que mi automóvil podría alcanzar hasta 240. Vigilo que no supere el límite de velocidad. Un anuncio me recuerda que no debo conducir si he bebido alcohol. No lo he hecho. Cuando voy a conducir controlo lo que bebo. Estoy pensando en estas cosas cuando otro automóvil me adelanta veloz. Debe ir a más de 150. Quizá su conductor sí haya bebido alcohol.

Pongo la llave en el contacto. Mi automóvil no arranca. Me doy cuenta de que no he soplado la llave. Lo hago. El dispositivo no detecta alcohol en mi aliento y ahora el motor arranca. Salgo a la autopista. Acelero. Al llegar a 120 suena un pitido. Estoy superando el límite de velocidad. Pruebo a seguir acelerando. El pitido se hace más molesto. A partir de 130 mi automóvil no aumenta su velocidad aunque pise a fondo el acelerador. El panel indica hasta 140 km por hora pero mi automóvil no alcanza esa velocidad. No hay radares en la autopista porque ningún conductor puede rebasar apenas el límite establecido. Tampoco hay controles de alcoholemia. No hacen falta. Ningún vehículo se pone en marcha si su conductor ha bebido.

La primera situación es la actual. Esa en la que el exceso de velocidad y el consumo de alcohol causan casi la mitad de los accidentes de tráfico. La segunda plantea un escenario en el que la tecnología se ajusta a las leyes impidiendo que los automóviles puedan ser utilizados de forma peligrosa. ¿Por qué no es una demanda generalizada que los controles de velocidad con limitadores y las llaves sensibles al alcohol sean, cuanto antes, equipamientos obligatorios en todos los vehículos? Cinco argumentos resumen las razones por las que muchos consideran utópico el segundo escenario o preferible la situación actual.

El primer argumento es el tecnológico: no se puede conseguir que los automóviles respeten automáticamente los límites de velocidad o no arranquen si detectan alcohol en el aliento del conductor. Sin embargo, esas llaves sensibles al alcohol ya existen. También hay muchos automóviles que tienen controles y limitadores de velocidad. Incluso sería factible una limitación variable de las velocidades máximas en cada lugar con ayuda del GPS.

Esos sistemas son muy caros. Es el argumento económico. Lo técnicamente posible no es económicamente viable. Los automóviles serían más caros si todos llevaran de serie esos dispositivos. Es cierto. Quizá unos cientos de euros más caros. Puede ser que no llegue a mil. Pero si la probabilidad de accidentes en las carreteras se redujera casi a la mitad ¿no debería reducirse significativamente también el precio de las pólizas de seguros? Seguramente el eventual incremento inicial en el precio del vehículo con esos dispositivos se compensaría con la rebaja del seguro a lo largo de su vida útil. Y también con el alargamiento de tantas vidas humanas que, gracias a ellos, dejarían de truncarse en las carreteras.

Pero a las empresas de seguros y a los fabricantes de automóviles todo esto no les interesa. Ese es el tercer argumento. El de la sospecha empresarial. La velocidad vende y a las empresas no les interesa la limitación de las prestaciones de los vehículos que producen. O sí. También vende el lujo, el confort y la estética. Incluso también venden la sostenibilidad y la seguridad de los vehículos. Esos valores también están en la cultura automovilística. Las empresas pueden seguir intensificando sus esfuerzos para satisfacerlos y, así, aumentar sus beneficios. Aunque es discutible qué aportan algunos de ellos a la calidad de vida de las personas, resulta indudable que ninguno de esos valores la pone en riesgo. Quien desee ejercer su libertad viviendo las intensas emociones que depara la velocidad podría hacerlo en circuitos cerrados, no en las carreteras que todos compartimos.

El cuarto argumento es el político. Los mercados automovilísticos son globales y los países tienen distintas legislaciones sobre los límites de velocidad. Técnicamente no es un problema ya que el GPS permitiría adaptar la velocidad máxima del automóvil a cada lugar. Pero, al menos en el mercado europeo, debería haber directrices comunes que obliguen a la introducción de esos dispositivos de control. Y no todos los países parecen estar dispuestos a llegar a un acuerdo en ese sentido.

El argumento político lleva al argumento cultural: la libertad individual del conductor y su responsabilidad no deben ser limitadas nunca por la técnica. ¿No? Cuando el artefacto es un camión, un autobús, un ferrocarril o un avión nadie parece confiar del todo en la libertad y responsabilidad individual del profesional que lo maneja. Tacógrafos, limitadores, dispositivos de control automático y de supervisión de los procesos reducen las probabilidades de que estos profesionales se equivoquen en su trabajo. ¿Debemos confiar más en los conductores no profesionales que circulan por las carreteras que en los profesionales que manejan esos otros vehículos? El argumento cultural es quizá el menos explícito. Y también el más tozudo. Hace tiempo formó parte de las reticencias a la implantación generalizada del cinturón de seguridad. Entonces algunos decían que ese dispositivo limitaba la libertad individual del automovilista. No deja de ser paradójico que ahora aceptemos que sea obligatorio el uso de ese dispositivo, que sólo salva la vida a los ocupantes del vehículo, y no demandemos que todos los vehículos dispongan de dispositivos de control de velocidad y de detección de alcohol, que harían más seguras las carreteras por las que circulamos.

Quizá la clave esté en el punto de vista del sujeto sobre el que debe plantearse el problema de la seguridad. La tecnología automovilística y los valores de libertad e independencia con los que se asocia están al servicio de las personas, pero quizá de las personas equivocadas. No son las demandas de libertad del conductor las que deben ser el centro de interés de esa tecnología, sino la necesidad de seguridad de todos los que circulamos por las carreteras. Siendo importante, la cuestión no es únicamente conseguir con medidas educativas o sancionadoras que los conductores se comporten de manera fiable, responsable y escrupulosa en el cumplimiento de las normas de circulación. Eso está bien, pero dado que los humanos tenemos fallos y las tecnologías están hechas por los humanos y para los humanos es importante que nadie las pueda usar como peligrosas armas. Sobre todo cuando se puede evitar que lo sean.

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