(Publicado en Escuela el 16 de febrero de 2012)
Lo que sí tienen es pasado. Y un buen pasado, por cierto. Miles de jóvenes superan cada año sus dificultades y consiguen el título de graduado en ESO a través de los programas de diversificación curricular. Y ello porque se considera posible y deseable que alcancen esa titulación, aunque sea con diecisiete o dieciocho años.
Un
centro de secundaria con ochenta o cien alumnos en cada nivel puede tener hasta
quince de ellos en los grupos de diversificación de 3º y de 4º de la ESO. Son
adolescentes cuyas dificultades de aprendizaje no se resuelven con repeticiones
ordinarias. En los programas de diversificación se adaptan los currículos y se
promueve un trabajo integrado que les ayuda a continuar con éxito en la
educación postobligatoria. Así se evita que formen parte de ese porcentaje de
no graduados en la ESO que sigue distanciando a nuestro sistema educativo de
las tasas europeas de éxito escolar.
Esas
deseadas cifras europeas son las que ya tienen las comunidades autónomas que
han apostado decididamente por programas de este tipo. Es verdad que los
porcentajes más elevados de titulación en la ESO a los dieciséis, y
especialmente a los diecisiete y a los
dieciocho años, se dan en el norte, en las zonas menos afectadas por los cantos
de sirena con los que el ladrillo atrajo a tantos jóvenes en la década pasada.
Pero precisamente ahora que esos cantos han cesado no tiene sentido
desincentivar la permanencia en la ESO después de los dieciséis años. Y mucho
menos normalizar su finalización a los quince.
Eso
es lo que supondrá en la práctica la conversión del 4º de la ESO en un 1º de
Bachillerato. Más allá de la trampa nominal de hablar de tres años de
bachillerato (beneficiosa seguramente para los grandes centros privados que
podrán concertar también esa etapa), esa medida tendrá efectos muy negativos
para los alumnos de quince años con más dificultades. Naturalizar la salida
temprana de la ESO no hará que el bachillerato sea mejor (al contrario,
organizado en tres cursos será menos flexible y más propicio para las
repeticiones y la acumulación de materias pendientes) pero perjudicará
seriamente a la formación profesional, a la que se accederá un año antes y con
menos formación. Esta tendencia a acortar la educación básica común ya se
apuntaba con la Ley de Economía Sostenible que adelantaba a los quince años la
entrada a los PCPI. Ahora parece que se consolida este error con la anunciada
reducción de un curso en la ESO.
La
educación básica es muy importante y es deseable que todos los jóvenes alcancen
las competencias propias de la ESO, aunque sea después de los dieciséis años a
través de programas de diversificación u otras medidas de atención a la
diversidad. Esa es la idea que ha presidido las políticas y las prácticas
educativas que más nos han acercado a los niveles europeos de éxito escolar.
Por desgracia, parece que está siendo sustituida por otra según la cual debe
ser la edad y no el logro de las competencias básicas lo que marque el final de
la ESO para los alumnos.
A
las comunidades autónomas, a los centros y a los docentes que, en los últimos
quince años, han apostado por mejorar los niveles de éxito en la educación
obligatoria trabajando duro para que más jóvenes consigan graduarse en la ESO,
se les iguala por abajo con quienes, por las razones que sea, no lo han
conseguido. Pero el camino debería ser el contrario: utilizar donde se ha
fracasado las fórmulas que han demostrado tener éxito. Justamente ahora que el
mercado laboral ya no invita al abandono temprano del sistema educativo resulta
más absurdo acortar la ESO adelantando la entrada en la formación profesional y
reduciendo la formación y madurez con que se llegará a ella.
Últimamente
se habla mucho del bachillerato de tres años, pero se comenta poco la situación
en que quedarán los programas de diversificación curricular. Seguramente ese silencio delata su incierto
futuro. Y también pone de manifiesto el peso de esa tradición tan nuestra de
olvidar lo que, sin quejas ni alharacas, funciona bien y de despreciar la
experiencia y el buen hacer de quienes, callada pero tenazmente, lo hacen
posible.
¿Qué
será del caudal de prácticas innovadoras en la atención a la diversidad que se
han desarrollado durante estos quince años? ¿Qué será de esos proyectos
comprometidos con el progreso educativo de los jóvenes que se han consolidado
con esfuerzo en tantos centros españoles? ¿Se acabará perdiendo toda esa
experiencia con el aluvión de cambios que nos esperan tras la nada inocente
ocurrencia de llamar primero de bachillerato al que seguirá siendo, para
quienes lo cursen, el cuarto curso de su educación secundaria obligatoria?
Quizá
debamos reivindicar el valor educativo y el éxito histórico de los programas de
diversificación antes de que el BOE los postergue o los devalúe. Antes de que
se haga efectivo el retorno a aquella secundaria dual y jerarquizada que
teníamos hace cuatro décadas.
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