(Publicado en Escuela el 13 de septiembre de 2012)
En España septiembre es el mes de lo escolar. Ni el éxodo a la vendimia francesa hace unas décadas ni los fascículos de la publicidad televisiva hace unos años se asociaron tanto con el mes de septiembre como ese hito social y mediático que es hoy la vuelta al cole. A los debates recurrentes (como el precio de los libros o el peso de las mochilas) se unen otros coyunturales (como el acoso escolar o la autoridad del profesorado) y hasta algunos estúpidos (como la separación escolar de los sexos) que animan cada septiembre las tertulias radiofónicas.
Sin embargo, el propio septiembre educativo no suele ser un tema de debate. Entre el comienzo de la liga de futbol y el del curso escolar pasa casi un mes. A mediados de agosto ya hay partidos dominicales en toda España, pero a mediados de septiembre aún no hay clases diarias en los institutos de algunas comunidades. El fútbol comienza pronto porque se sabe cuántos partidos hay que jugar y la liga no puede llegar al verano. El número de días lectivos del curso también es conocido pero no parece haber problema en llevar su final al verano o en acortar significativamente los días disponibles para segundo de bachillerato (siempre menos de los 175 prescritos).
Aunque en algunos países se haga, no parece sensato en España comenzar el curso en agosto como la liga de fútbol profesional. Pero no estaría mal que pudiera ser en los primeros días de septiembre. Las ventajas son evidentes. Además de garantizar que su finalización no se acercaría a los últimos días de junio, tan calurosos en muchos lugares, habría margen para definir un calendario escolar equilibrado cuyos periodos no lectivos no dependan solo de las fiestas religiosas.
¿Por qué no comienza entonces el curso escolar a primeros de septiembre en todas las comunidades autónomas? Pues porque la mayoría no pueden. Algunas universidades españolas van acercándose a ese propósito y muchos universitarios ya comienzan el curso antes que los alumnos de bachillerato y la ESO. Pero para ello han tenido que terminar con el otro hito educativo que tradicionalmente se asocia con septiembre: los exámenes del curso anterior. Justo lo contrario de lo que han hecho algunas consejerías de educación, que han devuelto a este mes los exámenes extraordinarios de la ESO.
Parece poco sensato pensar que, mientras el país entero está dedicado a disfrutar del estío, los que tienen más dificultades o menos voluntad conseguirán por si solos en ese tiempo lo que no han logrado con ayuda de sus profesores durante nueve meses de trabajo regular. Los exámenes de septiembre son, más bien, la garantía de que sigue existiendo el rancio purgatorio estival para los réprobos y, si acaso, el perdón de los pecados después. Pocos son los que realmente aprenden en agosto lo que no han aprendido durante el curso. Lo que sí aprenden es que al sistema educativo parece gustarle más la emoción de las tandas de penaltis que el juego intenso durante el tiempo de partido.
Los jefes de estudios no suelen ser partidarios de que el curso comience pronto. Y es lógico. Si los profesores elegimos las materias una vez concluida la evaluación de septiembre y con el proceso de matriculación en marcha, el tiempo del que disponen para organizar bien los grupos y los horarios es tan escaso, y ese trabajo es tan complejo, que antes de comenzar el curso ya se han ganado bien su sueldo.
Pero si la matrícula de los alumnos y la elección de materias por los profesores estuvieran concluidas en julio, se podría comenzar el curso a primeros de septiembre con el horario casi listo a finales aquel mes. Además de disfrutar (todos) de agosto y de iniciar el nuevo curso sin flecos pendientes del anterior, se podría tener un calendario escolar con un reparto más racional de los periodos lectivos y no lectivos.
Convendría revisar si, definiéndose la evaluación como esencialmente continua, tiene sentido mantener las pruebas extraordinarias de septiembre. También sería oportuno repensar la organización general del tiempo escolar, al menos con la misma atención con que otros han pensado el futbolístico. Para ello solo hay que asumir que mantener las inercias del pasado no es siempre la mejor forma de atender las necesidades del presente.
Repensar el tiempo escolar, la organización de los centros, el currículo y tantas otras cosas importantes, requiere un contexto de debate en el que podamos dedicarnos a mejorar lo que tenemos y no solo a defenderlo. Cuando lo que se discute son temas como la escolarización segregada por sexos todo lo demás parece secundario. Pero no conviene caer en esa trampa. Debates como el de las ventajas de eliminar los exámenes de septiembre y racionalizar el calendario escolar no deberían quedar postergados por tener que defender lo obvio: que el modelo de escolarización segregada por sexos, propio del franquismo y de los estados teocráticos, no debería ser reivindicado por el ministro de educación de un país europeo en el siglo XXI.
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