17 de octubre de 2019

Ciencia cordial (disponible en pdf)

                               
Mariano Martín Gordillo e Isabel Martins (Coords.)
Ed. Catarata, Madrid, 2018.
Cordiales y entrañables. Así son hoy las relaciones entre las grandes lenguas iberoamericanas, y así deben ser también las relaciones de los ciudadanos con la ciencia y las tecnologías. Sin embargo, los contenidos tradicionales de las asignaturas escolares no ayudan a que deje de parecer un tanto extraña y minoritaria esa parte tan importante de la cultura que es hoy la cultura científica. ¿Qué papel juegan las matemáticas en la aspereza con que muchos jóvenes perciben la ciencia escolar? ¿Cómo afectan las especialidades docentes y la formación del profesorado a la mistificación de la cultura científica en las aulas? ¿Hay otras formas de promoverla? ¿Tenemos experiencias valiosas que puedan servir de modelo? Estas preguntas tienen respuestas afines en español y en portugués. Por eso tiene tanto significado usar las dos lenguas para afrontar el desafío educativo de una ciencia más cordial.

20 de septiembre de 2019

Con asterisco

(Publicado en Escuela el 18 de septiembre de 2019)

Con asterisco. Con nota a pie. Así son evaluados muchos alumnos en España. Sus boletines llevan esa marca especial que indica que en determinadas materias se ha hecho una adaptación curricular significativa, que su currículo no ha sido el normal y su evaluación tampoco. De modo que su promoción no será como la de los demás porque, según parece, a ellos no les sirve esa escala entre el cinco y el diez que distingue los grados de desempeño aceptables en nuestras instituciones escolares. Pero el asterisco* también viene a señalar que no es el currículo el que tiene un problema por no ser todo lo flexible que requiere una educación pretendidamente universal, sino que son esos alumnos los que deben ser señalados para que quede claro que su promoción será distinta, que solo aparentemente habrán alcanzado los llamados mínimos de la educación obligatoria.

El asterisco fue el peaje que hubo que pagar para que, a partir de la LOGSE, nuestro sistema educativo fuera un poco más integrador. Para moderar su tendencia a derivar a algunos niños hacia itinerarios adaptados en centros de educación especial (“derivar”, “itinerarios adaptados”, “educación especial”, así es aún la semántica de la diferencia). Con las adaptaciones curriculares significativas, los apoyos y los asteriscos se pensaba que los docentes socializados en la disciplina de las disciplinas tolerarían mejor que en sus aulas también estuvieran los otros. Esos a los que ya no se llamaría subnormales, deficientes, minusválidos o impedidos (así era no hace tanto tiempo la semántica de la diferencia) pero con la condición de que quedara muy claro que su situación curricular y su evaluación no serían las normales. Por eso esos alumnos llevan asterisco. Para señalar su anormalidad. 

Y es que la normalidad curricular es el presupuesto de un sistema educativo que no se  pregunta por el absurdo de que, siendo obligatorio, sus porcentajes de fracaso superen las dos cifras (¿se aceptaría cuando la mili era obligatoria que más del 10 % de los que hacían la instrucción no se licenciaran?). Una normalidad curricular cuyo significado se presupone (como el valor en los soldados) pero que realmente solo suscita acuerdo porque no nos preguntamos en qué consiste: ¿en los mínimos requeridos para alcanzar ese cinco que parece estar a medio camino entre la nulidad del cero y la perfección del diez?, ¿en esos estándares tan rígidos y naturalizados que algunos alumnos deben creer que el propio Fernando VII se sabía perteneciendo al estándar 36? La normalidad curricular es más bien una entelequia que sirve para no hacerse demasiadas preguntas y seguir usando esos asteriscos que señalan la diferencia con los otros, con esos que antes estaban separados, segregados y estigmatizados pero que ahora tratamos de forma distinta. Con esa deferente diferencia que sigue distinguiendo a los intactos de los dañados y los rotos como, siguiendo a Herta Müller, señala tan oportunamente Carlos Skliar.

9 de septiembre de 2019

Boris Johnson y las ligas de debate

Carolin Emcke acaba de publicar en El País un interesante artículo en el que recuerda y saca consecuencias del debate que tuvo lugar en Westminster el 19 de noviembre de 2015 entre Boris Johnson y Mary Beard. Era una suerte de concurso moderado por un periodista de la BBC a cuyo término se votaría por Grecia o por Roma según lo bien que el político rubio hubiera defendido a la primera o la venerable historiadora argumentara a favor de la segunda.

Boris Johnson intervino primero y basó su defensa de la Grecia clásica en la cólera, en ese espíritu de rebeldía que, según él, habría heredado de ella su país. Roma, según Johnson, fue al fin y al cabo una creación de Grecia como Estados Unidos lo era de los británicos, y representaría a su juicio lo tiránico, la actitud propia de una cultura capaz de abolir herencias griegas tan valiosas como los Juegos Olímpicos. Sus argumentos tenían la soberbia característica de quien no le importa realmente el tema que se debate con tal de conseguir exasperar al adversario y derrotarlo. Pero frente a él estaba Mary Beard que, más que reivindicar la antigua Roma, se dedicó a defender la verdad frente a un embaucador que, mediante la apología y el ejercicio de la cólera, pretendía convencer al auditorio de lo que ella desveló como mentiras, ensueños y distorsiones.

Mary Beard trabaja siempre con el pasado y con la verdad. Y así consigue no solo hacernos más sabios sino también más lúcidos para entender nuestro complejo presente y prepararnos para afrontar mejor los retos del futuro. Boris Johnson hace todo lo contrario. Simplifica los problemas del presente para convencer al público de que el futuro solo requiere actitudes viscerales y acciones contundentes. Y lo hace con un absoluto desprecio hacia la verdad. Aquel debate lo demuestra, como también lo pone de manifiesto esa actitud bronca con que Johnson parece anhelar el abismo y, sobre todo, la posibilidad de conducir a todos hacia él.

1 de agosto de 2019

99 (según Ry)

99 y 155. Esos son los números más queridos para los autodenominados constitucionalistas españoles. De hecho, los invocan tanto que se olvidan de que no son solo números. De que esos artículos también tienen letra.

Por ejemplo el 99. Según la Casa Real ese artículo de la Constitución Española habilita al Rey para decidir cuándo propone al Congreso un candidato para su investidura como Presidente del Gobierno. Así se desprende del comunicado del pasado 26 de julio y de los del 12 y el 26 de abril de 2016. Según la Casa Real, el candidato a Presidente ha de cumplir dos condiciones: querer serlo y tener posibilidades de serlo. La primera debería considerarse obvia tratándose de políticos que se han presentado a las elecciones con intención de ganarlas y, por tanto, de llegar a gobernar. Sin embargo, el Rey y Rajoy, además de la primera y la última letra, comparten el hito de haber conjugado juntos el verbo declinar por primera vez en la historia constitucional española. Rajoy rechazando el 22 de enero de 2016 el ofrecimiento del monarca de proponer su nombre al Presidente del Congreso y el Rey aceptándoselo.

De modo que en la primera legislatura en que el Rey debía proponer un candidato a la Presidencia del Gobierno aceptó que, en la que sería la última para él, Rajoy declinara serlo hasta después de que fracasara Pedro Sánchez. De tal modo que, más que el propio Rey, fue Rajoy quién decidió quién sería el primer candidato que se proponía al Presidente del Congreso. Entonces pareció que era la prudencia lo que inspiraba en ambos ese innovador uso del verbo declinar, no previsto en la Constitución, por el que uno rechazaba ser candidato hasta tener certeza de que la propuesta conduciría a la investidura y el otro aceptaba esa negativa y no lo proponía hasta entonces.

21 de junio de 2019

No se puede hacer más

(Publicado en Escuela el 18 de junio de 2019)

Se hizo todo lo que se pudo. Se intentó pero no hubo manera. Era un caso imposible… Parecen frases propias del mundo sanitario con las que se intenta explicar los fracasos. O más bien justificarlos, porque vienen a recordarnos que no todas las guerras se ganan o que algunas batallas se libran cuando ya es demasiado tarde.

Con expresiones como esas se reconoce que no siempre tienen éxito los empeños humanos por proteger la salud, que la naturaleza impone sus leyes y que en el cuidado de los cuerpos hay límites objetivos. ¿Sucede lo mismo con la educación? ¿Se ha hecho todo lo posible por los alumnos que fracasan? ¿Hay casos imposibles? ¿Tienen justificación los desahucios escolares?

En el ámbito sanitario parece más fácil responder a todo eso. En medicina se usan parámetros y tipologías graduadas para los diagnósticos y están predefinidas y pautadas las correspondientes terapias. Con ello la comunidad médica busca reducir la subjetividad en sus prácticas, algo posible al trabajar con un sustrato biológico susceptible de estudios empíricos y de tratamientos objetivos pero en general bastante refractario a las actitudes humanas. De hecho, en la jerga médica a veces se alude coloquialmente a algunos procesos patológicos describiéndolos en tercera persona y despersonalizando al sujeto que los sufre: “hizo un neumotórax”, “hizo un trombo”…

23 de mayo de 2019

(de)formación inicial

(Publicado en Escuela el 20 de mayo de 2019)

En 2009, tres años después de que se aprobara la LOE, comenzó la primera edición del Máster de Formación del Profesorado de Secundaria,  unos estudios dirigidos a completar la formación inicial de los docentes de secundaria más allá de la enseñanza disciplinar proporcionada en los grados. Por tanto, ya son diez las cohortes que han tenido una formación orientada a las necesidades reales de la práctica docente, que han vivido durante algunos meses la experiencia de un Prácticum concebido como inmersión planificada y completa en las diversas dimensiones propias del trabajo docente y que han preparado y defendido un Trabajo Fin de Master según los requisitos que caracterizan la formación universitaria de posgrado.
 
Aunque todavía son pocos los profesores de secundaria en activo con esta nueva formación, parece indiscutible que el Máster es mucho más pertinente y exigente que aquel Certificado de Aptitud Pedagógica que acreditó a quienes entraron en la profesión entre los años setenta y la década pasada. Por ello, no deja de ser curioso el éxito de ese discurso adanista que reclama insistentemente un MIR educativo obviando por completo los cambios habidos en la formación inicial de los docentes.
Lo cierto es que, con independencia de la conveniencia de incrementar y mejorar la formación inicial con más tiempo de prácticas tuteladas, el problema de fondo que sigue sin ser abordado es el de la relación entre esa formación inicial renovada y el caduco sistema de acceso a la profesión.

26 de abril de 2019

(dis)funcionarios

(Publicado en Escuela el 24 de abril de 2019)

Ser funcionarios del Estado no ha beneficiado a la imagen de los profesores de la educación pública. A los tópicos sobre sus condiciones de trabajo (vacaciones, puentes, horarios…) se les han unido a veces los que se atribuyen supuestamente al conjunto de la función pública (inercia, procrastinación, moscosos…) Así se ha ido construyendo una imagen negativa del funcionariado en la que la estabilidad en el empleo y la relativa protección frente a los riesgos del mercado no serían derechos deseables para todos los trabajadores sino privilegios que quizá deberían perder los funcionarios.

Según esta visión malévola, el funcionariado sería algo así como un cuerpo sin alma, un peso muerto que lastra a la Administración y beneficia más a quienes poseen esa condición que al conjunto de la sociedad. Los fundamentalistas del mercado han insistido siempre en esta idea que, de forma más o menos explícita, cuestiona el valor del sector público y descalifica a los funcionarios. Son generalmente los adalides de unas políticas que favorecen la precariedad en el empleo y los recortes en los servicios públicos sin preocuparse por los efectos que ello tiene en el aumento de la desigualdad.

En todo caso, la imagen pública del funcionariado docente ha ido variando con el tiempo. Si los viejos profesores entarimados de la dictadura daban bastante miedo, a partir de la transición los docentes pasaron a dar cierta envidia. Sin embargo, ahora parece que los profesores debemos dar, más bien, algo de pena. De hecho, cierto discurso victimista está calando entre algunos ciudadanos que, a la vez que repudian los supuestos privilegios de los funcionarios, apoyan que se conceda a los profesores una autoridad que consiste principalmente en reconocer que este trabajo es de difícil desempeño, que la conflictividad es el estado natural de la escuela pública y que se debe blindar la autoridad y el derecho de los profesores a expulsar a los alumnos de las aulas cuando lo consideren necesario.

22 de marzo de 2019

Pulsiones sádicas

(Publicado en Escuela el 18 de marzo de 2019)

Hay dos visiones sobre el mal. La que tiene más adeptos es la del mal radical, el de los malvados que lo hacen porque está en su naturaleza. Según esta visión, la maldad es una condición, no una circunstancia. El delincuente y la víctima serían, por tanto, los dos polos esenciales de una axiología maniquea que considera que esas no son circunstancias de las que queremos rescatar cuanto antes a quienes las sufren, sino condiciones esenciales que les marcan de por vida. Por eso se extienden con tanta fuerza la victimización de la victima y la estigmatización del victimario en estos tiempos en que el imaginario de la picota parece estar sustituyendo otra vez al del ágora. Un ejemplo cercano de la fuerza de esa idea es la exigencia de certificación negativa del registro delincuentes sexuales como requisito para ejercer, o seguir ejerciendo, la función docente. Y es que, desde esa concepción del mal radical, la de delincuente no sería una circunstancia remediable sino una condición permanente y no revisable.

Frente a esa idea de un mal esencial, casi diabólico, Hannah Arendt acuñó la noción de la banalidad del mal como explicación de algunas de las mayores desgracias que pueden sufrir los humanos. La idea de la banalidad del mal va más allá de las intenciones individuales o de los instintos perversos. Supone que, en las sociedades complejas, la desresponsabilización de los individuos puede hacer que lleguen a causar el mal creyéndose estrictos observantes del bien y leales cumplidores de las normas. Renunciando a razonar sobre los efectos de sus actos cuando los consideran “ajustados a norma” es como los funcionarios de las instituciones burocráticas pueden provocar grandes males sin tener conciencia de ello. El caso de Eichmann es el ejemplo extremo de hasta dónde puede llegar la banalidad del mal. Pero  también hay ejemplos menores, aunque nada inocuos, en contextos bien cercanos. 

La banalidad del mal aparece en las instituciones escolares cuando sus profesionales renuncian a pensar sobre los fundamentos y los efectos de lo que hacen. Se manifiesta, por ejemplo, en algunas decisiones de las juntas de evaluación, en ciertas formas de entender los derechos y los deberes del alumnado o en las maneras en que algunas instituciones escolares se relacionan con su público.

22 de febrero de 2019

Innovar

(Publicado en Escuela el 19 de febrero de 2019)

Copiar e innovar. Dos características definitorias de la condición humana. Introducir novedades en el mundo y luego reproducirlas, multiplicarlas y mejorarlas. Esas fueron las claves del éxito adaptativo de nuestra especie, de su capacidad para modificar el medio haciéndolo primero propicio a sus necesidades y después a sus deseos. La innovación y la reproducción de lo creado nos han acompañado siempre y son rasgos definitorios de nuestra idiosincrasia filogenética, la de una especie que desciende de multitud de estirpes que innovaron y supieron copiar y multiplicar sus hallazgos.
 
La técnica del azar de la que hablaba Ortega era, por tanto, la de la innovación imprevista, la propia de un primitivo curioso, dispuesto siempre a jugar y a experimentar. Y también a reproducir y multiplicar los resultados satisfactorios de sus ensayos azarosos. Tras ella vendría la técnica del artesano, la que nos arrancó del estado de naturaleza y con la que comenzó la división del trabajo. La técnica del artesano miraba más al pasado que al futuro, copiaba las formas tradicionales de hacer las cosas sin arriesgarse a cambiarlas. En ella el aprendiz se formaba con el maestro durante un largo proceso de incorporación al oficio. Era la técnica propia de un mundo de gremios, de una sociedad que aún no era industrial ni urbana. Por eso la educación aún no era escolar en aquel tiempo. El adiestramiento técnico se producía desde la infancia en el propio desempeño de los diversos menesteres domésticos o artesanos. Y la conducta moral se aprendía en el seno de una comunidad que aún no había crecido tanto como para que surgiera el anonimato. La sociedad del primer entorno, como la llama Javier Echeverría, la del cambio suprageneracional, del que habla Mariano Fernández Enguita, o la de la técnica del artesano de Ortega era, por tanto, más la sociedad de la copia que la de la innovación. Esta vendría después y tendría como característica más destacada esa profunda indeterminación sobre la que ya nos advirtió en los años treinta ese gran filósofo de la técnica.
 
La innovación es, por tanto, propia de la técnica del técnico. Esa en la que se separan el diseño y la ejecución. El diseño innova, la ejecución repite. El ingeniero se las ingenia para encontrar la solución adecuada a cada nuevo problema mientras que el obrero solo opera siguiendo un plan prefijado. El primero piensa y crea. El segundo actúa y reproduce. Una escisión antropológica que va más allá de la vieja división del trabajo y que añade nuevos sentidos a la idea de alienación. Ortega fue premonitorio al señalar los riesgos que caracterizan a la indeterminación propia de la técnica del técnico. Una apertura que está llegando al paroxismo en este siglo y que encuentra nuevos horizontes en unos tiempos en los que el desarrollo de la tecnología y singularmente del trabajo podrían dejar de estar en manos de los humanos.

24 de enero de 2019

Copiar

(Publicado en Escuela el 24  de enero de 2019)

Copiar e innovar. Dos características definitorias de la condición humana. Nuestra especie no se adaptó a un medio determinado sino que creó los medios que le permitieron escapar a cualquier determinación. Y lo hizo copiando e innovando. Introduciendo novedades en el mundo y replicándolas una y otra vez. La técnica del azar de la que hablaba Ortega era la innovación imprevista, sorpresiva y no planificada. La que puso una piedra entre la mano y la presa y convirtió en depredador al primate. La que hizo saltar una chispa y le permitió cocinar la carne. Desde entonces copiar ha sido lo más importante. Aprender de los otros y con los otros. Compartir los hallazgos y multiplicarlos. Y es que el derecho a copiar es quizá el más antiguo y natural de los derechos humanos. El que hizo posible la existencia del más importante de los bienes: el bien común. Y así surgió el lenguaje, la escritura y también esa técnica que Ortega llamó del artesano. Según él, incorporándose a una tradición insondable, el aprendiz se iba convirtiendo en maestro. Así que el Homo sapiens ha sido antes que nada el animal que copia, el que comparte lo que sabe hacer y lo que sabe. Y es que la técnica y la ciencia nacieron comunistas. Por eso cada nueva generación mira al mundo y lo reconstruye a hombros de gigantes.

No es extraño, por tanto, que la escuela sea, entre otras cosas, el lugar en el que se aprende a copiar. Ese entorno en el que descubrimos con otros lo que se sabe sobre el mundo. El escenario en el que copiamos las destrezas e imitamos los valores destilados por la historia. La escuela mira, por tanto, hacia el pasado para dotar a cada generación del acervo cultural heredado. Por eso aprender a copiar todo lo bueno, todo lo útil y todo lo necesario es una de sus funciones principales.

Pero aprender a copiar no es aprender a reproducir, a producir de nuevo lo que ya existe. La etimología de la palabra remite a la abundancia y a la riqueza y es de eso de lo que se trata. De que las nuevas generaciones se apropien de ese inmenso caudal heredado que son la ciencia, la técnica, las artes y, en general, la cultura. Reproducir los contenidos de los libros de texto y los ejercicios en la pizarra es una versión espuria del significado profundo de aprender a copiar, de ir asumiendo como propia esa riquísima herencia.

13 de diciembre de 2018

¿Es cordial la ciencia escolar?

(Publicado en Escuela el 10  de diciembre de 2018)

Algunas aficiones se inducen por todos los medios desde la más temprana edad. De hecho, no es necesario que las escuelas inoculen el virus balompédico para que el fútbol siga siendo una adicción generalizada. Sin embargo, el gusto por la ciencia requiere un cuidado especial. Lo mismo sucede con el arte, que también apela al cerebro pero sobre todo cautiva al corazón. Y es que el contagio de estas aficiones, tan poco viscerales, es más delicado que el de otras.
 
La ciencia, las artes y en general la cultura nunca tendrán hinchas, ni falta que les hacen, pero conviene que sus profesionales y sus públicos no se reduzcan a unas selectas minorías. Por eso es importante que el trato con la ciencia, y en general con la cultura, sea cordial en la escuela. 
 
Sin embargo, durante mucho tiempo la aspereza ha estado sobrevalorada en nuestro sistema educativo. Parecía que podíamos permitirnos que los contenidos de las ciencias no fueran amigables y despreciar la pregunta del alumno que se planteaba por qué tenía de aprenderlos. Que las matemáticas, la física o la química no contaran con el aprecio del público no importaba mucho porque, al fin y al cabo, se le suponía cautivo.

3 de noviembre de 2018

Sandel en la junta de evaluación

(Publicado en Escuela el 29  de octubre de 2018)

“No se lo merece”. A veces se escucha esta frase en las juntas de evaluación. Sobre todo en esos momentos críticos en los que se ha de decidir si un alumno promociona. Es entonces cuando algún profesor puede llegar a decir que el alumno merece repetir y que él no está dispuesto a “regalarle” nada. Pronunciamientos de este tipo pueden ser determinantes para el futuro de los alumnos porque nuestro sistema educativo burocratiza este tipo de decisiones de una manera muy perversa al conceder a cada profesor una suerte de derecho de veto a la promoción de curso.
 
Si, por ejemplo, un alumno suspende Matemáticas y Física y Química en 4º de ESO y tiene pendientes las Matemáticas de 3º, deberá repetir el curso. Es decir, tendrá que cursar de nuevo las ocho materias que había aprobado. Y deberá hacerlo a pesar de que ocho profesores consideren que ha alcanzado las competencias propias de la etapa y de que en los estudios de bachillerato o de formación profesional que pretenda cursar no necesite los conocimientos de las materias en las que ha tenido dificultades. Algún miembro de la junta de evaluación puede recordar quizá estas circunstancias y sugerir que se le podría aprobar la materia de 3º para no impedirle pasar de curso por computarse dos veces la misma materia en la decisión sobre la titulación. Es entonces cuando quizá alguien aluda al dichoso “no se lo merece” para justificar su oposición a la propuesta. 
 
Evaluar es valorar, no solo calificar o cuantificar, por eso es tan importante matizar las valoraciones que se hacen sobre los progresos de los alumnos, identificar cuáles son sus fortalezas y dificultades y qué es lo que más les conviene en cada momento. Actualmente hay acuerdo casi unánime entre los analistas de la educación en que la repetición casi nunca es conveniente. Obviamente aquel alumno no aprenderá más matemáticas porque se le obligue a repetir las materias que ya había aprobado, pero sí puede resultar más probable su fracaso escolar si se le impone ese absurdo castigo que, además, le separa de su cohorte. Por eso resulta perversa esa apelación al merecimiento y esa moralización punitiva de las decisiones evaluadoras.

5 de octubre de 2018

Desentarimar

(Publicado en Escuela el 26  de septiembre de 2018)

A finales de los setenta yo estudiaba bachillerato en el instituto masculino de mi ciudad. Era un centro grande, moderno y relativamente céntrico que habían estrenado en 1968 los chicos que hasta entonces estudiaban con las chicas en el antiguo edificio de los años treinta. Ellas se quedaron allí hasta que se construyó un instituto femenino, bien lejos por cierto del centro de Avilés. Pero el nombre del instituto mixto de la República se lo llevó el flamante edificio masculino de la época del desarrollismo franquista dejando al edificio histórico, el de las chicas, sin nombre y sin historia. De modo que el instituto en el que yo estudié bachillerato no está celebrando ahora los cincuenta años que cumple en 2018 porque hace diez que ya celebró, como si fueran solo suyos, los setenta y cinco años que entonces cumplía la enseñanza media en mi ciudad. Este es un buen ejemplo de cómo se falsifica la memoria escolar y se ignora el simbolismo de la ubicación, el nombre y la asignación por sexos de los institutos de enseñanza media en muchas ciudades de España. 

Hace pocos meses volví a ese instituto para dar una conferencia y aproveché para recorrer los pasillos de mi adolescencia y asomarme a algunas de sus aulas. Como esperaba, hay proyectores digitales en los techos, ordenadores en las mesas del profesor y un mobiliario escolar bastante distinto al de entonces. Así que ya no están aquellas parejas de pupitres clavados en el suelo en los que practicábamos el irónico acto de insumisión coordinada que consistía en imitar los movimientos de los remeros. Eso sí, los nuevos pupitres, ahora individuales, siguen mirando al frente. Hacia esa pizarra sobre la cual ya no hay ningún crucifijo pero que sigue teniendo delante la contundente tarima que yo recordaba.

La tarima era un elemento fundamental en las aulas de la buena parte de las escuelas e institutos que se construyeron en España antes de 1970. Desde ella el profesor siempre estaba por encima de nosotros aunque se mantuviera sentado a su mesa. Los alumnos también subíamos a veces a la tarima, pero como quien iba al patíbulo. A dar la lección, a resolver ecuaciones, a analizar oraciones... A sufrir o a sobrevivir. Y es que en lo alto de aquellas tarimas, que para unos eran podio y para otros picota, quedaba bien patente quién estaba a la altura de las circunstancias y quién debía bajar con la cabeza gacha. Vigilar, castigar y segregar. Esas eran algunas de las funciones primordiales de las viejas tarimas escolares.

30 de septiembre de 2018

CTS en el bachillerato español: 25 años después

(Publicado en el Boletín de la AIA-CTS, Nº 8, septiembre 2018,  pp. 15-18)
 
En enero de 1993 el Boletín Oficial del Estado publicaba el currículo de la primera materia del bachillerato español con una nítida orientación CTS. Se denominaba precisamente Ciencia, Tecnología y Sociedad y era presentada de este modo:

“La finalidad central de la materia de Ciencia, Tecnología y Sociedad, consiste en proporcionar a los estudiantes la ocasión para relacionar conocimientos procedentes de campos académicos habitualmente separados, un escenario para reflexionar sobre los fenómenos sociales y las condiciones de la existencia humana desde la perspectiva de la ciencia y la técnica, así como para analizar las dimensiones sociales del desarrollo tecnológico. Es pues una materia con una clara voluntad interdisciplinar, integradora y abierta al tratamiento de cuestiones -el medio ambiente, los modelos de desarrollo económico y social, la responsabilidad política y los modelos de control social, etc.- que no están claramente instalados en una disciplina académica concreta, pero que tienen un papel decisivo en la vida social.”
Ministerio de Educación y Ciencia (1993), pp. 2.405-2.406.
25 años después sorprende comprobar lo poco que ha envejecido la pertinencia de aquellos propósitos y lo mucho que todavía contrastan con las prácticas dominantes en muchas de nuestras aulas.

Aquella asignatura, no adscrita a ningún gremio docente sino concebida como un espacio curricular protegido especialmente propicio para la innovación (Martín Gordillo, 2012), existió en cientos de institutos españoles durante catorce cursos y demostró que, más allá de la disciplina de las disciplinas, era posible enseñar y aprender otras cosas y hacerlo de otras formas. Nuestros casos simulados CTS (Martín Gordillo, 2006) nacieron en ese fértil contexto y también comenzó en él ese inmenso banco de materiales didácticos que es hoy el proyecto iberoamericano Contenedores.

3 de septiembre de 2018

Ciencia cordial

Presentación del libro Ciencia cordial: un desafío educativo 
Mariano Martín Gordillo e Isabel P. Martins (Coords.)        
Ed. Catarata, Madrid, 2018                                   

Cordiales y entrañables. Así son hoy las relaciones entre los países ibéricos y entre las grandes lenguas iberoamericanas. De hecho, las palabras cordial y entrañable/entranhável comparten significados en español y en portugués. Lo cordial conforta y fortalece el corazón. Lo entrañable supone intimidad y afecto.

Lo cordial y lo entrañable se llevan bien con lo racional. Por eso es tan oportuna la caracterización que Miguel Ángel Quintanilla ha hecho de las tecnologías entrañables en el libro que publicó recientemente con Martín Parselis, Darío Sandrone y Diego Lawler en esta misma colección[1]. Su opuesto no es solo el extrañamiento de lo humano que producen las otras tecnologías, sino también la visceralidad con que a veces son asumidas esas tecnologías no entrañables y la resistencia a usar la razón para desvelar su carácter alienante.


La reivindicación de unas tecnologías entrañables que tengan una relación más apropiada con los seres humanos anima a revisar también nuestras relaciones con la ciencia, especialmente en la educación científica. Lamentablemente esas relaciones no han sido siempre tan cordiales como sería deseable. En muchas ocasiones las ciencias se han asignaturizado en nuestros currículos de modo que conocer los resultados acaba pareciendo más importante que aprender los procesos. O enseñar las respuestas correctas parece más urgente que ensayar las preguntas tentativamente pertinentes que caracterizan a esa actividad y esa forma singular de conocimiento que llamamos ciencia.

23 de agosto de 2018

El hilo de Ariadna

Resulta curiosa la fortaleza que tienen en nuestros sistemas educativos la disciplina de las disciplinas y los discursos institucionales contra ella. Entre estos últimos, uno de los que está más de moda últimamente es el de STEAM. Quizá porque se trata de un acrónimo inglés, no se suele reparar en las palabras que lo forman. De hecho, no son pocos los que lo consideran simplemente como un discurso favorable a las asignaturas de ciencias y matemáticas. Pero no se trata de eso. La referencia a la ingeniería y a las artes y su voluntad de superar la yuxtaposición disciplinar está precisamente en las antípodas del asignaturismo.
Por lo demás, nada nuevo. Es sabido desde hace tiempo que las ciencias, las tecnologías y las artes tienen en común la creatividad y que las fronteras disciplinares son artificios académicos que falsifican la naturaleza de aquellas y dificultan el desarrollo de esta. Algo que también era sabido en el propio ámbito educativo donde las modas de la transversalidad, la interdisciplinaridad, la multidisciplinaridad (y cualquier otra antidisciplinaridad) han formado parte desde hace décadas de unas retóricas pedagógicas que apenas han conseguido erosionar la fortaleza institucional de la disciplina de las disciplinas.
Sin embargo, más allá de las modas y de los discursos políticamente correctos, desde hace años están en marcha iniciativas de cooperación iberoamericana nítidamente orientadas a superar las fronteras disciplinares clásicas y a hacer cierto que la creatividad es más importante que el memorismo asignaturizado, que trabajar en proyectos compartidos y relevantes es más útil que examinar individualmente a los alumnos de los conceptos contenidos en los libros de texto, que más allá del aula hay vida y que el trabajo en aquella debe estar siempre orientado hacia esta.
El enfoque CTS es una de las señas de identidad de unas iniciativas que, animadas por aquellas intenciones, han configurado una vigorosa red docente iberoamericana en torno a un inmenso banco de recursos didácticos expresamente insumiso al asignaturismo. La primera se conoce como Comunidad de Educadores para la Cultura Científica. El segundo es el proyecto Contenedores.
El hilo de Ariadna: Narrativas docentes para una educación para la agenda 2030 es un libro que recoge treinta de los muchos cientos de trabajos que en estos años se han venido produciendo en el seno de la Comunidad de Educadores para la Cultura Científica en paralelo al desarrollo desde 2009 del proyecto Contenedores. En él se incluyen textos de docentes de Argentina, Chile, Colombia, Cuba, España, México, Perú, Uruguay y Venezuela. Son solo una pequeña muestra de ese inmenso hilo de Ariadna que se ha venido tejiendo en este tiempo y que, mas allá de las modas coyunturales, viene configurando de forma sostenida una creciente comunidad de educadores iberoamericanos que defienden una escuela que sintoniza con la cultura, una ciencia que apuesta por la creatividad y una educación comprometida con su responsabilidad social.

27 de julio de 2018

El alma del aula


(Publicado en Educación Abierta el 26  de julio de 2018)
  Texto completo en Calmar la educación: 101 propuestas 
Descargar el libro  

Si la institución escolar no existiera y hubiera que inventarla, seguramente empezaríamos por definir un espacio, llevar allí a unos niños y elegir a un maestro. El alma del aula es eso, el lugar en el que un adulto guía a unos menores hacia la vida. Un espacio protegido en el que son tutelados en sus descubrimientos y conducidos sabiamente en el difícil proceso de humanizarse. Más o menos eso es lo que significa el verbo educar. Y seguramente por eso el aula sigue siendo un lugar arquetípico en nuestro imaginario educativo. El que identificamos con aquella escuela que aún no era graduada. La de aquel maestro republicano que cautivaba a los niños mostrándoles la lengua de las mariposas.

Si la institución escolar no existiera y el mundo ya fuera industrial y urbano, nuestro invento seguramente sería más complejo. Ya no habría solo un aula, prima hermana de esa única plaza mayor que en cada pueblo hacía de ágora y de picota. En ese nuevo mundo cada escuela multiplicaría sus aulas y distribuiría a los menores según sus edades para que aprendieran más cosas durante más tiempo. También distribuiría por horas a unos docentes que ya no serían aquellos viejos maestros que sabían un poco de todo, sino modernos profesores que saben mucho más de una sola una cosa. Acabamos de inventar las asignaturas y los horarios, las especialidades y los gremios. Un dispositivo programado en el que impera la disciplina de las disciplinas y en el que los objetos epistémicos priman sobre los sujetos psicológicos. Sin embargo, aunque las aulas se organicen en serie y en paralelo, y tengan más de espacios positivistas que de escenarios románticos, en estos tiempos modernos el imaginario educativo sigue evocando todavía aquel alma primigenia. Como la playa bajo los adoquines, a veces pensamos o queremos pensar que bajo la disciplina de las disciplinas sigue estando el alma del aula.

18 de julio de 2018

No me vas a convencer

Se lo dice el padre a la niña en el parque. Se lo dicen las amigas en la playa. Y también se lo dicen a veces los amantes. La frase parece estar negando el acuerdo pero realmente invita y casi incita a intentarlo. De hecho, la niña, las amigas y los amantes saben que si esa frase se pronuncia sin acritud aún es posible conseguir ese helado delicioso, ese chapuzón compartido y tantas otras cosas deseadas. En las distancias cortas y en los ambientes amigables la sonrisa que acompaña a ese “no me vas a convencer” parece significar “todavía”. Y así la frase puede ser una invitación a esa insistencia dulce que acaba por camelar al que ahora no se deja convencer. Es un juego cómplice y respetuoso en el que quien niega solo espera un buen motivo para dejar de hacerlo. Entender bien las reglas de este juego tolerante, en el que los afectos se trenzan con las razones, no siempre es fácil pero es importante para aprender a convivir en armonía.

Sin embargo, esa misma frase, que en las distancias cortas revela sintonía, puede ser dicha de manera muy distinta en los entornos profesionales. En el claustro se lo dice el profesor que quiere que nada cambie a la directora que lo intenta. En la junta de evaluación se lo dice la profesora tozuda al tutor que argumenta a favor de que el alumno promocione. Y también se lo dice el profesor inercial al que hace una propuesta innovadora en la comisión de coordinación pedagógica. En esos escenarios no hay sonrisas que valgan. El que dice “no me vas a convencer” está diciendo también “es mi última palabra”. Y es que dejar de hablar es el propósito principal de esa advertencia cortante que puede ir seguida también de un “mejor votamos”. Otra frase que parece muy democrática pero que solo busca zanjar cuanto antes el debate porque quien propone votar rápido se sabe más fuerte sumando prejuicios que refutando argumentos.

Los aficionados al “no me vas a convencer” a veces acompañan la aspereza de ese punto final al debate con un “tú tienes tu opinión, yo tengo la mía y no nos vamos a poner de acuerdo”. Son los defensores de la respetabilidad de las opiniones. Los que identifican la objeción a una idea con una agresión a la persona. Como si la persona y sus opiniones fueran indisociables. Como si las opiniones fueran sus principios y también sus finales. Son los que no distinguen los juicios de los prejuicios y se aferran a estos para no tener que escuchar aquellos.

21 de junio de 2018

El ágora y la picota

(Publicado en Escuela el 19  de junio de 2018)

El ágora era el topos de lo público. El espacio abierto de la polis donde los demos se empoderaban y lo político se hacía democrático. El ágora era, por tanto, el espacio del diálogo. El lugar en el que, compartiendo el logos, se deliberaba para sopesar las razones e intentar ordenarlas. En el ágora se hablaba, se razonaba y se discrepaba sabiendo discutir, negociar y finalmente decidir. Porque el ágora nació como lugar de celebración de lo público, ese ámbito en el que los ciudadanos se sentían concernidos por el compromiso democrático con el bien común. 

La picota también estaba en lugares abiertos pero su propósito era el contrario. Allí se hacía escarnio público del reo y se celebraba su sufrimiento. A su alrededor el regocijo y el miedo se fundían. La picota concitaba el morbo de contemplar el horror sin ninguna conciencia de que el efecto implícito de aquel espectáculo era la generación de mansedumbre ante la jerarquía. La picota ha sido siempre el hábitat natural de los exaltados que no dudan en tirar la primera piedra. Y también el de quienes les siguen para no tener que imaginarse en el lugar de los lapidados.

El ágora es la plaza que acoge y reconoce derechos. La picota es el hito que excluye y demoniza. En el ágora impera la lucidez y la cordialidad. En la picota es la víscera la que manda.

17 de mayo de 2018

Segundo de bachillerato

(Publicado en Escuela el 14  de mayo de 2018)

Segundo de bachillerato es un curso especial. Es el único cuyos contenidos son evaluados en pruebas externas con efectos para el acceso a estudios posteriores. Por eso es tan intenso y estresante. Como en otros cursos los currículos prescritos son desmesurados, pero en este hay un empeño especial por desarrollarlos completos. Así, segundo de bachillerato avanza a uña de caballo. Como una carrera llena de obstáculos con la mirada siempre puesta en esas pruebas que primero se llamaron de selectividad, luego de acceso y ahora se nombran con acrónimos extraños a la espera de que se concrete el dichoso pacto de Estado, ese eufemismo con el que últimamente se alude a las leyes orgánicas.

En segundo de bachillerato la exaltación de los exámenes llega al paroxismo. Así se les permite ocupar la clase que les corresponde y a veces también la siguiente. O servir de coartada para faltar a la anterior. Conforme avanza el curso los exámenes se multiplican en forma de parciales, recuperaciones, globales y repescas en las que unos esperan salvarse y otros subir nota. Una locura que debería llevarnos a renegar de todo eso. O a intentar cambiarlo para que no siga fagocitando esa edad maravillosa en que la vida parece tener una intensidad infinita pero debe quedar entre paréntesis para conseguir la mejor nota o evitar la repetición.

A pesar de todo eso, segundo de bachillerato sigue teniendo cierto pedigrí. Para los alumnos es casi un rito de paso del que no reniegan los que salen bien parados. Para los profesores es un ámbito sagrado ante el cual todo lo demás carece de valor (“no puedo ir a la excursión de la ESO porque a esa hora tengo clase en segundo de bachillerato”, “hay huelga ese día pero los de segundo vendrán a mi examen”)

Lo curioso es que cada año ese curso se densifica más sin que nadie advierta ni denuncie una circunstancia aberrante y contraria a las normas que definen su duración.