Nadie
tiene memoria de una situación comparable a la que hemos vivido en este curso:
tres meses y medio con los centros escolares cerrados por una pandemia que en
España se ha llevado la vida de decenas de miles de personas. Una situación excepcional
que nos ha obligado a vivir y a trabajar en condiciones nunca antes conocidas.
Y ante
la magnitud del desafío, creo que tenemos motivos para sentirnos orgullosos por
la forma en que hemos sabido enfrentar el reto de estos 66 días lectivos sin aulas.
Yo, al menos, lo estoy. Me siento orgulloso de mi alumnado y de sus familias,
que han trabajado tenazmente demostrando destrezas y virtudes que a veces pasan
desapercibidas en la cotidianidad de las aulas. Me siento orgulloso de los
compañeros y compañeras con los que he colaborado en estos meses para llevar a
nuestras aulas virtuales propuestas creativas bien distintas y distantes de
esas tareas, deberes, entregas e instrucciones que caracterizan la lógica
tediosa de las inercias escolares.
Me siento orgulloso de los tutores y tutoras de mi centro, los más importantes
de entre todos nosotros, que han asumido plenamente su papel de nodos cálidos
capaces de acompañar y cuidar de todo nuestro alumnado para que nadie se quede
atrás en estas difíciles circunstancias. Me siento orgulloso de un equipo
directivo que lo ha dado todo en estos meses, asumiendo el desafío de liderar y
coordinar nuestro trabajo con especial atención a las necesidades y demandas de
cada uno de los miembros de la comunidad educativa. Y también me siento
orgulloso, por qué no decirlo, de unas administraciones educativas que, en mi
país y en mi región, han sabido mantener ese difícil equilibrio entre
continuar, en la medida de lo posible, la normalidad de un curso tan complicado
como este y conseguir que todo el alumnado pueda comenzar el próximo sin
cuentas pendientes.