11 de marzo de 2021

Abolición

  (Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 10 de marzo de 2021)


¿Cuánto tiempo dedica nuestro sistema educativo a hacer exámenes? Mucho. Muchísimo. En la mayoría de las asignaturas seguramente hay más de un examen por trimestre con lo que, en un curso de secundaria que ronde las diez materias, puede haber más de sesenta exámenes. Uno cada tres días. Y eso sin hablar de las recuperaciones, los globales, los controles y demás variantes de la especie examinadora.

El examen convive mal con cualquier otra actividad. Se apropia del tiempo del recreo, roba parte de la clase siguiente y secuestra la atención del alumnado si hay alguno previsto en otra asignatura. Su poder es tal que se convierte en coartada para faltar a clase y es lo único que se mantiene cuando hay huelga. De modo que hasta el propio currículo se ve damnificado por la proliferación de exámenes en el currículo. Tan solo las clases particulares parecen salir beneficiadas de la primacía absoluta del examen como referente evaluador.

El examen también goza  de buena salud en el ámbito universitario. Así que no es extraño que la selectividad, la PAU y la EVAU (o EBAU) hayan perfeccionado la exactitud cuantificadora dejando atrás la pregnancia del 10 y afanándose por ordenar con tres decimales las cercanías del 14, ese nuevo número mágico que cada año se convierte en el sueño (o la pesadilla) de tantos bachilleres. Sin duda, los últimos libros de Marina Garcés (Escuela de aprendices), César Rendueles (Contra la igualdad de oportunidades) o Michael Sandel (La tiranía del mérito) ayudarían a comprender mejor las implicaciones de todo esto en relación con el elitismo meritocrático, pero quizá no sean lecturas habituales entre rectores, vicerrectores y responsables educativos.