27 de julio de 2018

El alma del aula


(Publicado en Educación Abierta el 26  de julio de 2018)
  Texto completo en Calmar la educación: 101 propuestas 
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Si la institución escolar no existiera y hubiera que inventarla, seguramente empezaríamos por definir un espacio, llevar allí a unos niños y elegir a un maestro. El alma del aula es eso, el lugar en el que un adulto guía a unos menores hacia la vida. Un espacio protegido en el que son tutelados en sus descubrimientos y conducidos sabiamente en el difícil proceso de humanizarse. Más o menos eso es lo que significa el verbo educar. Y seguramente por eso el aula sigue siendo un lugar arquetípico en nuestro imaginario educativo. El que identificamos con aquella escuela que aún no era graduada. La de aquel maestro republicano que cautivaba a los niños mostrándoles la lengua de las mariposas.

Si la institución escolar no existiera y el mundo ya fuera industrial y urbano, nuestro invento seguramente sería más complejo. Ya no habría solo un aula, prima hermana de esa única plaza mayor que en cada pueblo hacía de ágora y de picota. En ese nuevo mundo cada escuela multiplicaría sus aulas y distribuiría a los menores según sus edades para que aprendieran más cosas durante más tiempo. También distribuiría por horas a unos docentes que ya no serían aquellos viejos maestros que sabían un poco de todo, sino modernos profesores que saben mucho más de una sola una cosa. Acabamos de inventar las asignaturas y los horarios, las especialidades y los gremios. Un dispositivo programado en el que impera la disciplina de las disciplinas y en el que los objetos epistémicos priman sobre los sujetos psicológicos. Sin embargo, aunque las aulas se organicen en serie y en paralelo, y tengan más de espacios positivistas que de escenarios románticos, en estos tiempos modernos el imaginario educativo sigue evocando todavía aquel alma primigenia. Como la playa bajo los adoquines, a veces pensamos o queremos pensar que bajo la disciplina de las disciplinas sigue estando el alma del aula.

18 de julio de 2018

No me vas a convencer

Se lo dice el padre a la niña en el parque. Se lo dicen las amigas en la playa. Y también se lo dicen a veces los amantes. La frase parece estar negando el acuerdo pero realmente invita y casi incita a intentarlo. De hecho, la niña, las amigas y los amantes saben que si esa frase se pronuncia sin acritud aún es posible conseguir ese helado delicioso, ese chapuzón compartido y tantas otras cosas deseadas. En las distancias cortas y en los ambientes amigables la sonrisa que acompaña a ese “no me vas a convencer” parece significar “todavía”. Y así la frase puede ser una invitación a esa insistencia dulce que acaba por camelar al que ahora no se deja convencer. Es un juego cómplice y respetuoso en el que quien niega solo espera un buen motivo para dejar de hacerlo. Entender bien las reglas de este juego tolerante, en el que los afectos se trenzan con las razones, no siempre es fácil pero es importante para aprender a convivir en armonía.

Sin embargo, esa misma frase, que en las distancias cortas revela sintonía, puede ser dicha de manera muy distinta en los entornos profesionales. En el claustro se lo dice el profesor que quiere que nada cambie a la directora que lo intenta. En la junta de evaluación se lo dice la profesora tozuda al tutor que argumenta a favor de que el alumno promocione. Y también se lo dice el profesor inercial al que hace una propuesta innovadora en la comisión de coordinación pedagógica. En esos escenarios no hay sonrisas que valgan. El que dice “no me vas a convencer” está diciendo también “es mi última palabra”. Y es que dejar de hablar es el propósito principal de esa advertencia cortante que puede ir seguida también de un “mejor votamos”. Otra frase que parece muy democrática pero que solo busca zanjar cuanto antes el debate porque quien propone votar rápido se sabe más fuerte sumando prejuicios que refutando argumentos.

Los aficionados al “no me vas a convencer” a veces acompañan la aspereza de ese punto final al debate con un “tú tienes tu opinión, yo tengo la mía y no nos vamos a poner de acuerdo”. Son los defensores de la respetabilidad de las opiniones. Los que identifican la objeción a una idea con una agresión a la persona. Como si la persona y sus opiniones fueran indisociables. Como si las opiniones fueran sus principios y también sus finales. Son los que no distinguen los juicios de los prejuicios y se aferran a estos para no tener que escuchar aquellos.