(Publicado en Educación Abierta el 26 de julio de 2018)
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Si la institución escolar no existiera y hubiera que inventarla, seguramente empezaríamos por definir un espacio, llevar allí a unos niños y elegir a un maestro. El alma del aula es eso, el lugar en el que un adulto guía a unos menores hacia la vida. Un espacio protegido en el que son tutelados en sus descubrimientos y conducidos sabiamente en el difícil proceso de humanizarse. Más o menos eso es lo que significa el verbo educar. Y seguramente por eso el aula sigue siendo un lugar arquetípico en nuestro imaginario educativo. El que identificamos con aquella escuela que aún no era graduada. La de aquel maestro republicano que cautivaba a los niños mostrándoles la lengua de las mariposas.
Si la institución escolar no existiera y el mundo ya fuera industrial
y urbano, nuestro invento seguramente sería más complejo. Ya no habría solo un aula,
prima hermana de esa única plaza mayor que en cada pueblo hacía de ágora y de picota.
En ese nuevo mundo cada escuela multiplicaría sus aulas y distribuiría a los
menores según sus edades para que aprendieran más cosas durante más tiempo.
También distribuiría por horas a unos docentes que ya no serían aquellos viejos
maestros que sabían un poco de todo, sino modernos profesores que saben mucho
más de una sola una cosa. Acabamos de inventar las asignaturas y los horarios, las
especialidades y los gremios. Un dispositivo programado en el que impera la
disciplina de las disciplinas y en el que los objetos epistémicos priman sobre
los sujetos psicológicos. Sin embargo, aunque las aulas se organicen en serie y
en paralelo, y tengan más de espacios positivistas que de escenarios románticos,
en estos tiempos modernos el imaginario educativo sigue evocando todavía aquel
alma primigenia. Como la playa bajo los adoquines, a veces pensamos o queremos
pensar que bajo la disciplina de las disciplinas sigue estando el alma del
aula.