20 de septiembre de 2019

Con asterisco

(Publicado en Escuela el 18 de septiembre de 2019)

Con asterisco. Con nota a pie. Así son evaluados muchos alumnos en España. Sus boletines llevan esa marca especial que indica que en determinadas materias se ha hecho una adaptación curricular significativa, que su currículo no ha sido el normal y su evaluación tampoco. De modo que su promoción no será como la de los demás porque, según parece, a ellos no les sirve esa escala entre el cinco y el diez que distingue los grados de desempeño aceptables en nuestras instituciones escolares. Pero el asterisco* también viene a señalar que no es el currículo el que tiene un problema por no ser todo lo flexible que requiere una educación pretendidamente universal, sino que son esos alumnos los que deben ser señalados para que quede claro que su promoción será distinta, que solo aparentemente habrán alcanzado los llamados mínimos de la educación obligatoria.

El asterisco fue el peaje que hubo que pagar para que, a partir de la LOGSE, nuestro sistema educativo fuera un poco más integrador. Para moderar su tendencia a derivar a algunos niños hacia itinerarios adaptados en centros de educación especial (“derivar”, “itinerarios adaptados”, “educación especial”, así es aún la semántica de la diferencia). Con las adaptaciones curriculares significativas, los apoyos y los asteriscos se pensaba que los docentes socializados en la disciplina de las disciplinas tolerarían mejor que en sus aulas también estuvieran los otros. Esos a los que ya no se llamaría subnormales, deficientes, minusválidos o impedidos (así era no hace tanto tiempo la semántica de la diferencia) pero con la condición de que quedara muy claro que su situación curricular y su evaluación no serían las normales. Por eso esos alumnos llevan asterisco. Para señalar su anormalidad. 

Y es que la normalidad curricular es el presupuesto de un sistema educativo que no se  pregunta por el absurdo de que, siendo obligatorio, sus porcentajes de fracaso superen las dos cifras (¿se aceptaría cuando la mili era obligatoria que más del 10 % de los que hacían la instrucción no se licenciaran?). Una normalidad curricular cuyo significado se presupone (como el valor en los soldados) pero que realmente solo suscita acuerdo porque no nos preguntamos en qué consiste: ¿en los mínimos requeridos para alcanzar ese cinco que parece estar a medio camino entre la nulidad del cero y la perfección del diez?, ¿en esos estándares tan rígidos y naturalizados que algunos alumnos deben creer que el propio Fernando VII se sabía perteneciendo al estándar 36? La normalidad curricular es más bien una entelequia que sirve para no hacerse demasiadas preguntas y seguir usando esos asteriscos que señalan la diferencia con los otros, con esos que antes estaban separados, segregados y estigmatizados pero que ahora tratamos de forma distinta. Con esa deferente diferencia que sigue distinguiendo a los intactos de los dañados y los rotos como, siguiendo a Herta Müller, señala tan oportunamente Carlos Skliar.

9 de septiembre de 2019

Boris Johnson y las ligas de debate

Carolin Emcke acaba de publicar en El País un interesante artículo en el que recuerda y saca consecuencias del debate que tuvo lugar en Westminster el 19 de noviembre de 2015 entre Boris Johnson y Mary Beard. Era una suerte de concurso moderado por un periodista de la BBC a cuyo término se votaría por Grecia o por Roma según lo bien que el político rubio hubiera defendido a la primera o la venerable historiadora argumentara a favor de la segunda.

Boris Johnson intervino primero y basó su defensa de la Grecia clásica en la cólera, en ese espíritu de rebeldía que, según él, habría heredado de ella su país. Roma, según Johnson, fue al fin y al cabo una creación de Grecia como Estados Unidos lo era de los británicos, y representaría a su juicio lo tiránico, la actitud propia de una cultura capaz de abolir herencias griegas tan valiosas como los Juegos Olímpicos. Sus argumentos tenían la soberbia característica de quien no le importa realmente el tema que se debate con tal de conseguir exasperar al adversario y derrotarlo. Pero frente a él estaba Mary Beard que, más que reivindicar la antigua Roma, se dedicó a defender la verdad frente a un embaucador que, mediante la apología y el ejercicio de la cólera, pretendía convencer al auditorio de lo que ella desveló como mentiras, ensueños y distorsiones.

Mary Beard trabaja siempre con el pasado y con la verdad. Y así consigue no solo hacernos más sabios sino también más lúcidos para entender nuestro complejo presente y prepararnos para afrontar mejor los retos del futuro. Boris Johnson hace todo lo contrario. Simplifica los problemas del presente para convencer al público de que el futuro solo requiere actitudes viscerales y acciones contundentes. Y lo hace con un absoluto desprecio hacia la verdad. Aquel debate lo demuestra, como también lo pone de manifiesto esa actitud bronca con que Johnson parece anhelar el abismo y, sobre todo, la posibilidad de conducir a todos hacia él.