19 de diciembre de 2020 (03:14-18:56)
Pero, ¿qué haríamos sin los libros de texto, sin los exámenes y sin las notas numéricas? Pues justamente eso: hacernos esa pregunta y tener que responderla. Y hacerlo poniendo al centro en el centro, sin el amparo de las taifas disciplinares ni de los tecnicismos burocráticos. Es verdad que para ello se necesitarían otras culturas docentes. Pero también es cierto que para cambiar las culturas profesionales lo que se necesita es precisamente terminar con esas rutinas tan confortables para los docentes menos reflexivos y tan poco útiles para los ciudadanos que se jubilarán en el último cuarto de este siglo (esos que están ahora en nuestras aulas). Sin embargo, es difícil imaginar una reforma normativa que se atreva a plantear unos cambios tan simples y tan radicales. Pero lo que quizá no consiga una ley orgánica es posible que lo logre este virus inesperado.
El Real Decreto-ley 31/2020 de 29 de septiembre por el que se adoptan medidas urgentes en el ámbito de la educación no universitaria, convalidado por el Congreso el pasado 15 de octubre, no prohíbe los libros de texto ni los exámenes, pero el coronavirus está haciendo que aquellos parezcan papel mojado en estos tiempos pandémicos y estos resulten bastante ridículos en contextos semipresenciales o confinados. Por su parte, sin prescindir de ellas, ese Real Decreto-ley ha removido las notas numéricas de su lugar como clave de bóveda de ese edificio asignaturesco que ha sido hasta ahora nuestro sistema educativo.
¿Qué
pensaría usted si para acceder a estudios universitarios de gran
demanda en su país se tuvieran en cuenta las calificaciones obtenidas en
una materia confesional cuyo currículo es determinado por autoridades
religiosas que son también las encargadas de designar a quienes la
enseñan? ¿Qué pensaría usted si más de un 10 % de la calificación media
del bachillerato pudiera depender de tales enseñanzas?
Seguramente
pensaría que toda la parafernalia meritocrática que caracteriza a ese
rito de paso que llamamos EvBAU (con sus notas de corte de tres
decimales y con sus exámenes masivos en tiempos pandémicos) no deja de
ser hasta cierto punto un simulacro si para entrar en el grado de
Medicina o en los dobles grados más demandados puede resultar más recomendable cursar la materia de religión
en bachillerato que esforzarse por arañar unas décimas en la dichosa
prueba.
¿Y qué pensaría usted si en su país la materia de
Religión no hubiera existido nunca en 2º de bachillerato ni en el COU
(ni siquiera en la época anterior a los Acuerdos entre el Estado Español y la Santa Sede)
pero deba existir en el curso 2020-2021 porque el Tribunal Supremo ha
obligado a las Comunidades Autónomas a incluirla en sus currículos?
Seguramente
no se creería que algo así haya podido suceder porque, aunque sepa que
su país es bastante menos laico que Francia, nunca habría pensado que en
la tercera década del siglo XXI las enseñanzas de religión tendrán más
valor para entrar en la universidad española del que tenían antes de
1978. Antes de que se aprobara la Constitución y antes de que se
firmaran los Acuerdos entre el Estado Español y la Santa Sede que
supuestamente obligan ahora (pero no en los cuarenta años anteriores) a
incluir las enseñanzas de religión en el último curso del bachillerato.
(Publicado en Escuela el 22 de septiembre de 2020)
En estos tiempos pandémicos hasta el nombre del temible virus resulta un buen ejemplo de la infección anglófila que padecemos. Diciendo COVID muchos creen estar siendo más precisos que si dijeran coronavirus. Y no son pocos los que insisten, muy puntillosos, en que se debe decir la COVID sin reparar en que a veces no se quiere aludir a la enfermedad sino al virus y que, en todo caso, los artículos en inglés no tienen género. Por tanto, habríamos ganado mucho en precisión y claridad si en vez de importar aquel acrónimo llamáramos ECOVI a la enfermedad del coronavirus, un término bastante más oportuno para un hispanohablante que tener que llamar disease a lo que nadie desea.
El fenómeno anglovírico es reciente y creciente y, de hecho, está teniendo efectos nocivos en nuestra cultura científica (y también en la cultura sin adjetivar). Muchos hablantes de español saben que el SIDA es el síndrome de inmunodeficiencia adquirida y que su causa es el virus de inmunodeficiencia humana, el VIH. Pero si el virus y la enfermedad hubieran aparecido ahora sería menos probable que lo supieran porque seguramente no usaríamos esas siglas sino que estaríamos hablando siempre de AIDS y de HIV sin saber muy bien a qué se refieren. Eso es lo que nos está sucediendo con los dichosos PCR de los que muchos piensan que su primera letra tiene algo que ver con una prueba en la que se mete un tubito flexible por la nariz. Y así nuestros bachilleres de ciencias tienen más difícil saber que esas tres letras se refieren a la reacción en cadena de la polimerasa, algo que resultaría más intuitivo si en lugar de PCR dijéramos RCP (por cierto, para hablar de esas pruebas los ingleses no suelen decir PCR sino PCR test o COVID test).
Tras más de diez años publicando decenas de propuestas didácticas en cada uno de esos contenedores, en este 2020 me parecía necesario diseñar una serie de materiales en torno al coronavirus desde los siete ámbitos temáticos que articulan este proyecto.
(Publicado en Revista Iberoamericana de Docentes el 8 de septiembre de 2020)
Pero no son sutilezas semánticas lo que pretende evocar el título de este texto al acompañar esos sustantivos con adjetivos como digital y educativo. Más bien se pretende plantear el interrogante de si tiene sentido suponer que los entornos digitales son usables de igual modo en diferentes contextos y si, con el advenimiento de aquellos, se puede obviar la existencia y naturaleza propia de los contornos educativos. Se trata de advertir, por tanto, frente al fetichismo de algunas tecnologías virtuales que, por ser menos tangibles, pueden resultar más propicias para el ocultamiento de determinados valores. Así que será bueno comenzar por preguntarnos qué caracteriza a los entornos y a los contornos educativos
La respuesta no es fácil pero, aun a riesgo de simplificar, podríamos señalar dos características fundamentales: la primera referida al entorno relacional de lo educativo y la segunda a su contorno topológico.